Robert Silverberg - La torre de cristal

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Simeon Krug, un poderoso industrial que construyó su imperio con la creación y producción en serie de androides, está empleando todos sus recursos en erigir una gigantesca torre de cristal destinada a contestar un mensaje ininteligible proveniente de las estrellas. Los androides, seres humanos concebidos artificialmente, han desarrollado una compleja religión centrada en la figura de su creador, esperando de él la redención que les otorgue los mismos derechos que los seres humanos normales. Pero Simeon Krug no está interesado en las aspiraciones de sus creaciones, y la marea de las fuerzas sociales que se desata resulta incontenible.
Una de las novelas más apasionantes de la época dorada de Robert Silverberg, en “La torre de cristal” se muestran nuevamente las soberbias dotes del autor para la caracterización de sus personajes, entrando sin esfuerzo aparente en lo más recóndito de sus motivaciones.

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La torre de cristal

Robert Silverberg

1

Mirad, quería decir Simeon Krug, hace mil millones de años no había ni siquiera un hombre, sólo un pez. Una cosa resbaladiza con agallas, escamas y ojillos redondos. Vivía en el océano, y el océano era como una cárcel, y el aire era como un tejado encima de la cárcel. Nadie podía atravesar el tejado. “Si lo atraviesas, morirás”, decía todo el mundo. Y llegó este pez, que lo atravesó, y murió. Y luego llegó aquel otro pez, que lo atravesó, y murió. Pero hubo otro pez, que lo atravesó, y fue como si su cerebro ardiera, y las agallas le estallaran, y el aire le ahogaba, y el sol era una antorcha en sus ojos, y estaba allí, tendido en el barro, deseando morir, pero no murió. Se arrastró playa abajo, volvió al agua y dijo: “Eh, ahí arriba hay todo un mundo nuevo”. Y volvió a subir, y se quedó tal vez dos días, y luego murió. Y otros peces se hicieron preguntas sobre ese mundo. Y se arrastraron hacia la orilla lodosa. Y se quedaron. Y aprendieron a respirar aire. Y aprendieron a erguirse, a caminar, a vivir con la luz del sol en los ojos. Y se convirtieron en lagartos, en dinosaurios, en otras cosas, y caminaron durante millones de años, y empezaron a erguirse sobre las patas traseras, y utilizaron las manos para agarrar cosas, y se convirtieron en monos, y los monos se fueron haciendo más inteligentes, y se convirtieron en hombres. En todo momento, algunos de ellos, al menos unos pocos, siguieron buscando nuevos mundos. Les dices: “Volvamos al océano, seamos peces de nuevo, así es más fácil”. Y quizá la mitad de ellos están dispuestos a hacerlo, quizá más de la mitad, pero siempre hay alguno que dice: “No seáis locos. No podemos volver a ser peces. Somos hombres”. Así que no regresan al mar.

2

20 de septiembre de 2218. La torre de Simeon Krug se alza ahora cien metros sobre la tundra gris amarronada del Ártico canadiense, al oeste de la Bahía de Hudson. Por ahora, la torre no es más que un tocón cristalino, hueco, sin tejado, resguardado de los elementos sólo por un campo repulsor que pende como un escudo pocos metros por encima del nivel superior de trabajo. Alrededor de la estructura inacabada, se arremolinan los equipos de trabajadores androides, miles de humanos sintéticos, de piel escarlata, que se afanan en sujetar bloques de cristal a grúas y enviarlas hacia la cima, donde otros androides colocan los bloques en su sitio. Krug hace que sus androides trabajen las veinticuatro horas del día, en tres turnos. Cuando oscurece, el emplazamiento de la construcción recibe luz de millones de placas reflectoras, distribuidas por todo el cielo a una altura de un kilómetro, y alimentadas por un pequeño generador de fusión, situado en el extremo norte del emplazamiento, con potencia para un millón de kilovatios.

Desde la enorme base octogonal de la torre surgen anchas bandas trenzadas de refrigeración, enterradas cincuenta centímetros en la alfombra helada de tierra, raíces, musgo y líquenes que es la tundra. Las trenzas se extienden muchos kilómetros en cada dirección. Sus células difusoras de helio-II absorben el calor generado por los androides y los vehículos utilizados para la construcción de la torre. De no ser por las trenzas, la tundra quedaría transformada en un lago de barro. Los cajones neumáticos que dan base a la colosal torre perderían su asidero, y el gran edificio se tambalearía y derrumbaría como un titán caído. Las trenzas mantienen la tundra congelada, capaz de soportar la inmensa carga que le impone Simeon Krug.

Alrededor de la torre se agrupan otros edificios, en un radio de mil metros. Al oeste del emplazamiento se encuentra el centro principal de control. Al este está el laboratorio donde tiene lugar la fabricación del equipo de comunicaciones, basado en las ultraondas de un rayo de taquiones: una pequeña cúpula rosada, en la que suele haber diez o doce técnicos ensamblando pacientemente los instrumentos con los que Krug espera enviar mensajes a las estrellas. Al norte del emplazamiento hay un grupo de edificios para usos variados. Al sur se encuentra la hilera de cubículos transmat que une esta remota región con el mundo civilizado. Constantemente, personas y androides entran y salen de los transmats, que llegan desde Nueva York, Nairobi o Novosibirsk, y parten hacia Sidney, San Francisco o Shanghai.

Krug en persona visita invariablemente el emplazamiento por lo menos una vez al día, solo, o con su hijo Manuel, con alguna de sus mujeres, o bien con algún colega industrial. Suele charlar con Thor Vigilante, su capataz androide; guía una grúa hasta la cima de la torre y echa un vistazo al interior; examina el progreso en el laboratorio del rayo de taquiones y habla con algunos de los trabajadores, para animarlos en su trabajo. Por lo general, Krug no pasa más de quince minutos en la torre. Luego vuelve al transmat, que le transporta instantáneamente a los asuntos que le aguarden en otro lugar.

Hoy ha traído a un grupo considerable, para celebrar que la torre ha alcanzado una altura de cien metros. Krug está de pie cerca de lo que será la entrada oeste de la torre. Es un hombre recio, de sesenta años, muy bronceado, con pecho ancho, piernas cortas, ojos juntos muy brillantes y nariz rota. Le rodea un fuerte aura de campesino. Su desprecio hacia todos los arreglos cosméticos del cuerpo se trasluce en sus facciones recias, sus cejas espesas y su escaso cabello: está prácticamente calvo, y no hace nada para evitarlo. Las pecas se dejan ver entre los mechones negros que cruzan su cuero cabelludo. Es fisionable por valor de muchos millones de dólares, pero viste con sencillez y no lleva joyas. Sólo la infinita autoridad de su porte y expresión indican la extensión de su riqueza.

Cerca está su hijo y heredero, Manuel. Su único hijo, alto, esbelto, casi afectadamente guapo, vestido con elegancia con una amplia túnica verde, botas altas y cinturón dorado. Luce clavijas en los lóbulos de las orejas y una placa espejo en la frente. Pronto cumplirá los treinta. Sus movimientos son elegantes, pero, cuando está quieto, parece intranquilo. El androide Thor Vigilante está entre el padre y el hijo. Es tan alto como Manuel, y tiene la misma constitución poderosa que el mayor de los Krug. Su rostro es el de un androide normal clase alfa, con fina nariz caucasiana, labios delgados, barbilla fuerte y pómulos agudos: un rostro idealizado, un rostro de plástico. Pero, desde su interior, ha impreso una sorprendente individualidad en ese rostro. Nadie que vea a Thor Vigilante le confundirá la próxima vez con algún otro androide. Un cierto fruncimiento de cejas, una cierta tensión de los labios, un cierto encorvamiento de los hombros, le delatan como androide fuerte y tenaz. Lleva puesto un chaleco de encaje calado; no le afecta el frío mordiente del emplazamiento, y su piel, la piel color rojo oscuro ligeramente cérea de un androide, queda al descubierto en muchos puntos.

Hay otras siete personas en el grupo que ha salido del transmat. Son:

Clissa, la esposa de Manuel Krug.

Quenelle, una mujer más joven que Manuel, la actual compañera de su padre.

Leon Spaulding, secretario privado de Krug, un ectógeno.

Niccolo Vargas, en cuyo observatorio de la Antártida se detectaron las primeras y débiles señales procedentes de una civilización extrasolar.

Justin Maledetto, el arquitecto de la torre de Krug.

El senador por Wyoming, Henry Fearon, un líder eliminacionista.

Thomas Buckleman, del grupo bancario Chase/Krug.

—¡Todos a las grúas! —brama Krug—. Aquí…, aquí… tú…, tú…, ¡vamos arriba!

—¿Qué altura tendrá cuando esté acabada? —pregunta Quenelle.

—Mil quinientos metros —responde Krug—. Una gigantesca torre de cristal, llena de maquinaria que nadie entiende. Y luego la encenderemos. Y después hablaremos con las estrellas.

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