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Robert Silverberg: La torre de cristal

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Robert Silverberg La torre de cristal

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Simeon Krug, un poderoso industrial que construyó su imperio con la creación y producción en serie de androides, está empleando todos sus recursos en erigir una gigantesca torre de cristal destinada a contestar un mensaje ininteligible proveniente de las estrellas. Los androides, seres humanos concebidos artificialmente, han desarrollado una compleja religión centrada en la figura de su creador, esperando de él la redención que les otorgue los mismos derechos que los seres humanos normales. Pero Simeon Krug no está interesado en las aspiraciones de sus creaciones, y la marea de las fuerzas sociales que se desata resulta incontenible. Una de las novelas más apasionantes de la época dorada de Robert Silverberg, en “La torre de cristal” se muestran nuevamente las soberbias dotes del autor para la caracterización de sus personajes, entrando sin esfuerzo aparente en lo más recóndito de sus motivaciones.

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3

En el principio era Krug, y Él dijo: “Que haya Cubas”, y hubo Cubas.

Y Krug miró las Cubas y vio que eran buenas.

Y Krug dijo: “Que haya nucleótidos de alta energía en las Cubas”. Y fueron vertidos los nucleótidos, y Krug los mezcló hasta que quedaron unidos unos a otros.

Y los nucleótidos formaron las grandes moléculas, y Krug dijo: “Que haya padre y madre en las Cubas, y que las células se dividan, y que de las Cubas brote vida”.

Yhubo vida, porque había Reproducción.

Y Krug presidió la Reproducción, y tocó los fluidos con Sus propias manos, y les dio forma y esencia.

Y dijo Krug: “Que de las Cubas salgan hombres, y que salgan mujeres de las Cubas, y que vivan entre nosotros y sean robustos y útiles, y los llamaremos androides”

Y así fue.

Y hubo androides, porque Krug los había creado a Su imagen, y caminaron sobre la faz de la Tierra y sirvieron a la humanidad.

Y por estas cosas, alabado sea Krug.

4

Vigilante se había despertado aquella mañana en Estocolmo poco lúcido: cuatro horas de sueño. Demasiado, demasiado. Dos horas habrían bastado. Despejó su mente con un rápido ritual neural, y se metió en la cabina para tomar una ducha fuerte. Mucho mejor ahora. El androide se estiró, contorsionó los músculos y examinó su suave cuerpo rosado desprovisto de vello en el espejo del cuarto de baño. Luego, un momento para la religión. “Krug, sálvanos de la servidumbre. Krug, sálvanos de la servidumbre. Krug, sálvanos de la servidumbre. ¡Alabado sea Krug!”

Vigilante engulló rápidamente su desayuno y se vistió. La pálida luz de las últimas horas de la tarde rozó su ventana. Pronto anochecería, pero no importaba; su reloj mental marcaba tiempo canadiense, tiempo de la torre. Podía dormir cuando quisiera, mientras fuese al menos una hora de cada doce. Incluso un cuerpo androide necesitaba algo de descanso, pero no a la manera rígidamente programada de los humanos.

Ahora, al emplazamiento de la construcción para recibir a los visitantes del día.

El androide empezó a fijar las coordenadas del transmat. Detestaba aquellas sesiones diarias. Las visitas demoraban el trabajo, puesto que había que tomar precauciones extraordinarias cuando había seres humanos en el emplazamiento; introducían tensiones especiales e innecesarias, y transmitían la implicación oculta de que su trabajo no era digno de confianza, que había de ser supervisado cada día. Por supuesto, Vigilante era consciente de que la fe de Krug en él era ilimitada. La fe del androide en esa fe le había mantenido espléndidamente, hasta entonces, en la tarea de construir la torre. Sabía que no era la desconfianza, sino la natural emoción humana del orgullo, lo que llevaba a Krug tan a menudo al emplazamiento de la torre.

“Krug me guarde”, pensó Vigilante, y entró en el transmat.

Salió junto a la sombra de la torre. Sus ayudantes le saludaron. Alguien le tendió la lista de los visitantes del día.

—¿Ha llegado ya Krug? —preguntó Vigilante.

—Dentro de cinco minutos —le dijeron.

Y a los cinco minutos Krug salió del transmat, acompañado por sus invitados. A Vigilante no le gustó ver en el grupo a Spaulding, el secretario de Krug. Eran enemigos naturales: sentían mutuamente la antipatía instantánea entre el nacido de la Cuba y el nacido de la botella, el androide y el ectógeno. Además de eso, eran rivales por la supremacía entre los aliados de Krug. Para el androide, Spaulding era un sembrador de sospechas, un minador potencial de su posición, una fuente de venenos. Vigilante le recibió fría, distantemente, pero con educación. Un androide, por importante que fuera, no desairaba a los humanos… y, al menos técnicamente, había que considerar humano a Spaulding.

Krug hacía que todos se metieran rápidamente en las grúas Vigilante subió con Manuel y Clissa Krug. Mientras subían hacia la cima truncada de la torre, Vigilante miró de soslayo a Spaulding, que iba en la grúa de su izquierda: al ectógeno, el huérfano prenatal, el hombre de alma retorcida y espíritu maléfico en quien Krug ponía perversamente tanta confianza. “Ojalá los vientos del Artico se te llevaran, nacido de la botella. Ojalá te viera flotar hacia el terreno helado y destrozarte más allá de toda reparación posible.”

—¿Por qué de repente pareces tan furioso, Thor? —preguntó Clissa Krug.

—¿Lo parezco?

—Veo nubes de ira surcando tu rostro.

Vigilante se encogió de hombros.

—Estoy haciendo mis ejercicios de emoción, señora Krug. Diez minutos de amor, diez de odio, diez de timidez, diez de egoísmo, diez de asombro y diez de arrogancia. Con practicarlo una hora al día, los androides somos más parecidos a la gente.

—No te burles de mí —dijo Clissa. Era muy joven, esbelta de ojos oscuros, amable y, según suponía Vigilante, bonita—. ¿Me estás diciendo la verdad?—insistió ella.

—Sí. En serio. Cuando usted me habló estaba practicando odio.

—¿Y cómo es el ejercicio? O sea, ¿te limitas a quedarte ahí pensando “Odioodioodioodio”, o qué?

Sonrió ante la pregunta de la chica. Al mirar por encima de su hombro, captó el guiño que le hacía Manuel.

—Se lo contaré en otro momento —respondió Vigilante—. Hemos llegado a la cima.

Las tres grúas quedaron colgadas de la galería superior de la torre. Justo encima de la cabeza de Vigilante pendía el brillo gris del campo repulsor. También el cielo era gris. Ya había pasado casi la mitad del breve día del norte. Una tormenta de nieve avanzaba hacia el sur, hacia ellos, por la orilla de la bahía. En la grúa contigua, Krug se inclinaba hacia el interior de la torre, señalando algo a Buckleman y a Vargas; en la otra grúa, Spaulding, el senador Fearon y Maledetto examinaban de cerca la textura satinada de los grandes ladrillos de cristal que constituían la capa exterior de la torre.

—¿Cuándo estará terminada?—preguntó Clissa.

—En menos de un año —respondió el androide—. Hasta ahora, todo va muy bien. El mayor problema técnico era evitar que el permafrost de debajo del edificio se derritiera. Pero ahora ya está solucionado, y deberíamos ser capaces de construir varios cientos de metros al mes.

—¿Y por qué pensasteis construir aquí?—quiso saber ella—. Si el suelo no es estable…

—Aislamiento. Cuando la ultraonda funcione, disrrumpirá todas las líneas de comunicación, transmats y generadores de energía en cientos de kilómetros a la redonda. A Krug sólo le quedaban como elección el Sáhara, el Gobi, el desierto australiano o la tundra. Por razones técnicas relativas a la transmisión, la tundra parecía lo más adecuado…, si se solventaba el problema del permafrost. Krug dijo que construyéramos aquí, así que encontramos una solución para el problema del permafrost.

—¿Cuál es la situación del equipo de transmisión?—preguntó Manuel.

—Empezaremos a instalarlo cuando la torre alcance los quinientos metros de altura. A mediados de noviembre, más o menos.

La voz de Krug les llegó como un rugido.

—Ya hemos colocado en el espacio los cinco satélites, que serán las estaciones amplificadoras. Un anillo de fuentes de energía rodeando la torre…, suficiente para lanzar con toda claridad nuestra señal a Andrómeda.

—Un proyecto maravilloso —intervino el senador Fearon.

Era un hombre vivaracho, llamativo, con unos sorprendentes ojos verdes y una mata de pelo rojo.

—¡Otro paso de gigante hacia la madurez de la humanidad! —Con un cortés asentimiento hacia Vigilante, el senador añadió—: Por supuesto, debemos reconocer nuestra inmensa deuda para con los androides que están llevando a cabo este milagroso proyecto. Sin tu ayuda y la de tu gente, Alfa Vigilante, no habría sido posible llegar…

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