Terry Salvini - Máscaras De Cristal

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Una noche de pasión causa estragos en la vida y en la carrera de la hermosa Loreley, joven abogada de New York que está lidiando con un delicado proceso judicial con un desenlace en apariencia evidente. Con tal de descubrir la verdad la mujer decide infiltrarse en un ambiente ambiguo y poco recomendable. Alrededor de la protagonista se mueve diversos personajes: un antiguo amor, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo pero, sobre todo Sonny, un pianista y compositor todavía legado a su propio pasado. Algunos de ellos permanecen fieles a sí mismos, otros se esconden detrás de máscaras de cristal que la rápida y acelerada sucesión de acontecimientos acabará por romper.

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―¡Mira cuánta gente hay para ir hasta la cima! ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

―No, si a ti no te apetece ―le respondió, intentando en vano no exteriorizar su desilusión.

―Vale, te contentaré una vez más.

Estaba haciendo lo imposible por complacerla, pensó ella.

―Quizás debería hacerte sonreír más a menudo: te brillan los ojos.

Habría querido demostrarle cuánto había apreciado aquellas palabras, en cambio le dio un fugaz beso: había demasiadas miradas alrededor.

Después de una hora llegaron a la terraza panorámica. Vista desde lo alto París era de una belleza indescriptible, con las luces que se multiplicaban a medida que transcurrían los minutos, creando luminosas geometrías entremezcladas con salpicaduras de minúsculos puntos luminosos.

El aire fresco de la noche provocó en Loreley un ligero escalofrío que, quizás, no era debido a la fría brisa sino a la consciencia de que había llegado el momento de desvelarle el secreto.

Miró a su alrededor y observó una frase roja escrita sobre sus cabezas: Bar y Champaña, leyó.

―¿Y si bebemos algo? ―le propuso.

Él siguió la dirección de su mirada y sonrió:

―Es una idea fantástica.

Podía ser un error hablarle de un tema tan delicado en un lugar público pero aquella era una ocasión particular y ella no quería desaprovecharla. Lo debía intentar. Era todo tan perfecto.

A la segunda copa de champaña decidió darle la tan temida noticia. Respiró hondo mientras sentía el latido veloz de la arteria del cuello: ¡Coraje… ten fe!

―Johnny, debo decirte una cosa, es importante.

Él posó la copa sobre la mesa:

―Te escucho.

―En estos últimos meses mi atención ha estado concentrada en el trabajo; lo sabes, ¿verdad?

―¿A dónde quieres llegar?

―Bueno, sabes…

―¡Qué difícil era!

―Loreley, ¿qué te pasa? ―él comenzaba a ponerse nervioso. Cambió de posición.

―Estoy embarazada ―le dijo.

Había intentado adivinar infinidad de veces cuál sería su reacción. Se había imaginado de todo pero no que se echase a reír.

―Esto es realmente gracioso. No conseguirás atemorizarme. No me lo trago.

¿Atemorizarle? Se quedó desconcertada. Los pensamientos se cruzaban unos con otros y no consiguió pronunciar una palabra más pero la expresión de la cara debía ser elocuente, porque él se puso a reír.

―Tú tomas la píldora, ¡no puedes estar embarazada! No bromees con esto.

―No estoy bromeando.

―¿Has dejado de tomarla sin decírmelo? ¿Sin preguntar mi opinión? ―le preguntó en voz alta.

―No es de esa manera. No te alteres, baja el tono… ―le suplicó casi susurrando.

―¡Ahora entiendo tu comportamiento de estos últimos días!

―Intenta calmarte, ¡te lo suplico!

―¿Cómo puedes pretender que permanezca tranquilo después de haberme puesto contra la pared? ―su mirada parecía manifestar desprecio ―¿Cómo has podido hacerme semejante putada?

Empezó a marcharse pero ella lo paró agarrándolo por el brazo. Él, a su vez, detuvo su mano apretándole la muñeca:

―No me toques… ―le advirtió. Luego la soltó y sin añadir nada más la dejó plantada en el local.

Todavía incrédula ella lo observó emprender la salida del bar con paso rígido y veloz. Desde su punto de vista no podía no darle la razón pero ella no lo había hecho adrede, esto debía servir de algo.

Desilusionada pagó la cuenta y se marchó hacia el ascensor.

Durante el descenso de la Torre lanzó una última mirada a la ciudad que estaba debajo de ella, con el corazón batiéndole tanto que parecía querer salir del pecho.

Apoyó la frente sobre la pared de vidrio y cerró los ojos. Al sentir que comenzaban a salir las lágrimas batió los párpados para intentar echarlas para atrás. Por suerte la gente parecía demasiado ocupada gozando del panorama para prestarle atención.

Esperaba que Johnny estuviese esperándola abajo pero no lo encontró.

Ni siquiera había tenido tiempo de poner los pies en el suelo cuando, de repente, unos destellos la indujeron a mirar hacia lo alto: la Torre Eiffel, ya iluminada, se acababa de encender con otras luces brillantes e intermitentes, como las de un grandioso y reluciente árbol de navidad. Parecía como si quisiese incitarla a no perder el ánimo. Era una invitación a sonreír; y lo consiguió, aunque sólo por un instante.

Durante el trayecto de regreso llamó a John y le envió más de un mensaje al teléfono móvil pero él no respondió. En cuanto llegó al hotel encontró la habitación vacía, como ya había imaginado.

Mantuvo el teléfono móvil cerca de ella.

Finalmente, intuyendo que no regresaría esa noche, sintió la necesidad de escuchar una voz amiga. Llamó a Davide y, por segunda vez, dio la noticia del bebé en camino.

Su amigo se quedó sin palabras. Desde la otra parte de la línea se escuchaba sólo a un gato que maullaba.

―¡Eh, Davide, di algo!

―¡Dios mío, Loreley! ¿Y me lo dices así, por teléfono?

―No tengo otra manera de hacerlo. ¿No te parece? ―en ese momento necesitaba sus reconfortantes abrazos virtuales no sus reproches.

―Estoy contento por el feliz evento, pero no por la situación en la que te encuentras ahora… ¡Santo cielo, tenías que habérmelo dicho antes de irte: te hubieras ahorrado quedarte sola afrontando todo esto!

―Me parecía una buena idea, pero ahora ya está hecho.

―No te precipites en tus conclusiones ―le aconsejó él ―A veces las primeras reacciones son desproporcionadas con respecto a lo que se siente cuando se tiene tiempo para reflexionar. ¡Cierto, será un cambio tremendo!

―Me hubiera esperado de todo pero no quedarme embarazada. No estaba preparada para esto y creo que aún no lo estoy ―respondió ella, cansada de la amargura que sentía ―Me he tomado un tiempo para… ―se paró. Si ella misma había necesitado unos días para aceptar la noticia, ¿por qué pretendía que para John debería ser distinto? ―Vale, lo he entendido: esperaré un poco antes de tomar su no como definitivo.

―Ahora vete a dormir y mantenme al corriente, por favor.

―Claro, lo haré. Buenas noches. ―estaba a punto de colgar pero escuchó la voz del amigo llamándola.

―Espera, Loreley. ¡Felicidades por el niño!

6

Estaba todavía medio dormida cuando oyó que la puerta de la habitación se abría. Cerró los ojos y permaneció inmóvil.

A través de las pestañas vio a John que abría el armario, sacaba las pocas cosas que se había traído y luego las metía en el bolsón.

Se movía furtivo como un ladrón. Se estaba marchando.

Su corazón cambió el ritmo y le pareció que no quería volver a latir de manera regular. Respiró profundamente y, en cuanto aquella desagradable sensación cesó, se sacó de encima las mantas y bajó de la cama, decidida a enfrentarse a él. No podía permitirle irse de esta manera, con la convicción de que ella lo hubiese engañado.

Él se volvió a mirarla.

―Voy a la cita con el arquitecto Morel, luego me vuelvo a New York… solo. Tú acaba tu fin de semana ―le dijo taladrándola con la mirada.

―¡Deja de actuar así! Ni siquiera me has dejado hablar cuando estábamos en la Torre Eiffel.

―No tengo ganas de escucharte tampoco ahora. Eres una abogada: si consigues manipular a un jurado para salvar a un cliente, imaginemos qué dirás para salvarte a ti misma.

―¡Ese es un golpe bajo!

―¿Y el tuyo cómo lo definirías? ―señaló el vientre de ella.

No era fácil discutir en aquellas condiciones pero debía intentarlo.

―No lo he hecho adrede. Nunca he dejado de tomar la píldora, ¡debes creerme!

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