La noche de la fiesta, Truman estaba disfrazado de Fu Manchú. Tenía la cara amarilla, un bonete, una trenza de crin de caballo, una chaqueta de cuello cerrado y una camisa amplia que flotaba sobre su pantalón. Empezó el baile: había muchos invitados y la música animaba el jardín. Fue un éxito: un éxito magnífico que volvería a la memoria de Truman –en plena gloria– cuando, en noviembre de 1966, organizó el famoso Baile en Blanco y Negro en el Hotel Plaza de Manhattan.
Pero de pronto, se produjo el pánico. El Klan, creyendo desenmascarar a un negro disfrazado, atrapó a uno de los invitados, vestido de robot, en el jardín del vecino, Mr. Lee, con el propósito de colgarlo. Mr. Lee intervino audazmente para rescatarlo. Le quitó la ropa y todo el mundo lo reconoció: era Sonny Boular, un vecino blanco, torpe y tímido, que estaba muerto de miedo bajo sus adornos de cartón. Así fue como el Klan cometió un error frente a los invitados de Jennie y Truman: todos ellos personajes poderosos de Monroeville que habían acudido en masa a la fiesta. El Klan apagó sus antorchas, sus miembros se dispersaron y huyeron, confundidos. Truman estaba exultante, orgulloso de haber provocado en su fiesta de despedida, así lo pensaba, nada menos que el suicidio del Klan.
Aunque la partida de Alabama marcó el final de una época, Truman volvió allí. Siempre conservó su acento sureño, y cuando se sentía deprimido, su espíritu viajaba a los jardines de las tías Jennie, Sook y Mary Ida. La “granja Carter”, con sus paisajes cambiantes según las estaciones, sus viejas historias de los tiempos antiguos y sus leyendas, se convirtió incluso en el ambiente fantástico de su primera novela, Otras voces, otros ámbitos , que en 1948 entusiasmó a críticos y lectores: uno de ellos, William Faulkner, nacido en 1897 en Misisipi, había deslumbrado a su público con una obra maestra de la literatura del Sur, Luz de agosto , publicada en 1932. Del pequeño escritorio en el que ya había escrito tanto –relatos de aventuras, historias policiales, cuentos de ex esclavos o de veteranos de la Guerra de Secesión, sketches cómicos–, Truman no conservaría una nostalgia sino una destreza, sumada a una verdadera confianza en sí mismo:
Empecé a escribir a los ocho años, de improviso, sin inspirarme en ningún ejemplo. Nunca había conocido a nadie que escribiera. Incluso conocía a muy poca gente que leyera. Pero el hecho es que las únicas cuatro actividades que me interesaban eran las siguientes: leer libros, ir al cine, bailar tap y dibujar. Entonces, un día empecé a escribir, sin saber que me encadenaba de por vida a un amo muy noble pero implacable. Cuando Dios nos entrega un don, también nos entrega un látigo; y el látigo únicamente sirve para autoflagelarse (Prefacio de Música para camaleones ).
En octubre, Truman partió hacia Nueva York en un bus de la compañía Greyhound. Usaría ese recuerdo en Plegarias atendidas : “En mi maleta, casi nada: ropa interior, camisas, artículos de tocador y muchos anotadores, en los que había garabateado poemas y algunos relatos cortos”. ¡Al final del camino, quedó deslumbrado! Recordaría toda su vida esa luz del sol otoñal de Manhattan a su llegada. Fue un flechazo, el comienzo de un amor que duraría para siempre. Porque a pesar de que vivió a veces en otros sitios, Nueva York sería siempre su verdadero lugar, donde le gustaba caminar deteniéndose en las esquinas para ver deambular a los transeúntes, donde nunca anochecía en Broadway, donde la luz del día se doraba con el crepúsculo, y a la noche se volvía blanca, como el rostro de los soñadores.
Lillie Mae tenía grandes ambiciones para su hijo y no escatimó en gastos: inscribió a Truman, el pequeño provinciano, en la famosa Trinity School, adscripta a la Iglesia episcopal, en la que se comenzaba el día con plegarias, de rodillas los viernes, y que imponía la comunión en los días sagrados. Era un establecimiento muy solicitado, con cuotas elevadas, que tenía alrededor de cuatrocientos alumnos repartidos en tres niveles: maternal, primaria y secundaria. Había pocos niños por clase y el recién llegado que venía del Sur profundo se destacó desde el principio. Muy dotado en el gimnasio, hacía las vueltas de carnero a gran velocidad, girando como un sol, y bailaba muy bien, sin hablar de que gracias al invierno de Nueva York descubrió el patinaje artístico, en el que muy pronto se distinguió con sus figuras y secuencias rápidas. La pista de patinaje de Gay Blades, en el West Side, se convirtió en uno de sus lugares favoritos. Para algunos, Truman era realmente la mascota de la clase. Sin embargo, también podía sorprender a sus compañeros pataleando y vociferando en la puerta del despacho del director, en un día de grandes contrariedades. Truman daba espectáculos.
En el verano de 1933, la familia Capote se mudó del barrio de Brooklyn a un hermoso apartamento antiguo sobre Riverside Drive en Manhattan. Cambió de decorado también en la vida familiar. Los Capote gastaban en exceso, ofrecían muchas recepciones, con todo lujo, frecuentaban los teatros y los night-clubs de moda, viajaron a las Bermudas, a Cuba y dos veces a Europa. Lillie Mae era feliz, usaba buena ropa y joyas, sobre todo amatistas, y sacaba ventaja de su aspecto de beldad sureña original y exótica. Pero ahora ya no era la provinciana ingenua de sus comienzos: iba del brazo de un hombre rico y se sentía cada vez más cómoda en su papel de esposa adulada. Era graciosa y coqueta, sabía realzar su belleza, se vestía y se peinaba con elegancia, aspiraba a formar parte de la Café Society rica y mundana. Y no actuaba realmente como una madre de la época porque era joven, a veces entusiasta, a veces dura e hiriente, quería estar orgullosa de su hijo, y vigilaba escrupulosamente su vestimenta y sus salidas. Truman era hermoso, ella lo adoraba, ella lo tiranizaba. En cambio, Joe Capote era tranquilo y más ecuánime: le gustaba la diversión y les enseñó a bailar la rumba a Truman y a sus jóvenes amigos. Era alegre, cultivaba la paciencia y la indulgencia, y muy pronto se estableció una buena relación entre ellos.
El cambio de marido y de vida llevó a la madre de Truman a abandonar muy pronto su nombre de pila, que consideraba pasado de moda y pueblerino. Prosiguió su metamorfosis. Miss Faulk había sido antes Mrs. Persons y ahora Mrs. Capote, y Lillie Mae sería Nina –como si se inspirara en la muy chic Nina Ricci–, que le parecía más moderno y también más cosmopolita. Joe y Nina dieron vuelta definitivamente la página de sus orígenes y, vestidos con bellos atuendos, frecuentaban las veladas mundanas, se entusiasmaban con los caballos e iban a las carreras. Nina jugaba en Belmont y Joe era un inveterado apostador. La vida era hermosa, por fin tenía Truman padres presentes, aun cuando, en muchos sentidos, otra vez parecía estar de más en esa pareja simbiótica que adoraba la vida agitada. A veces pensaba en Alabama con nostalgia, superponiendo sin cesar dos visiones:
En el campo, la primavera es la época de los pequeños acontecimientos que llegan en silencio: brotan los jacintos, los sauces arden de pronto con un fuego verde escarchado, el crepúsculo se demora en largas veladas y la lluvia de medianoche abre las lilas. Pero en la ciudad, suenan los organillos y el aire se llena de olores que ya no son disipados por los vientos invernales. Las ventanas cerradas durante mucho tiempo empiezan a abrirse y las conversaciones franquean los límites de las habitaciones, chocan con el tintineo de las campanillas de los vendedores ambulantes. Es la loca estación de los globos y los patines con rueditas. (“El halcón decapitado”, en Un árbol de noche ).
Truman dividía su tiempo entre dos lugares que amaba: Nueva York durante el año escolar y el Sur en las vacaciones. Lejos de allí, en París, el año 1933 estuvo marcado por la publicación de La gata de Colette, a quien Truman conocería años más tarde en la casa de la escritora, en su cuarto que daba a los jardines del Palais-Royal, mientras André Malraux publicaba su famoso prefacio al Santuario de Faulkner. Este y Capote se harían amigos: dos escritores del Sur que tenían el mismo editor, Random House. El Sur era una felicidad simple y campestre, alterada por un episodio aterrador, que volvió a la memoria de Capote al recordar su infancia: la mordedura de una víbora, que le causó un profundo impacto y lo obligó a faltar a la escuela durante dos meses. Lo relató en “Vueltas nocturnas. Experiencias sexuales de dos hermanos siameses” ( Música para camaleones ):
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