Liliane Kerjan - Truman Capote

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El cerebro puede recibir consejos, pero no el corazón, y el amor, que no tiene geografía, no conoce fronteras.
Truman Capote
Truman García Capote, que en realidad se llamaba Truman Streckfus Persons (1924-1984), quería ser bailarín de tap o cantante de club nocturno, pero se convirtió en un escritor prolífico y desconcertante.
Atento, pero también temible, amigo fiel y observador implacable, generoso y egoísta, excelente deportista y bailarín, pero destruido por sus adicciones, Truman Capote fue todo eso y más. Sus obras capturan el espíritu de la época en la que brilló y a la que hizo brillar, obligando a la sociedad contemporánea a hacerse preguntas que conservan su actualidad. Su particular talento quedó demostrado tanto a través de obras de ficción, como Desayuno en Tiffany's, como de no ficción, género en el que fue pionero con la hoy clásica A sangre fría, que produjo una revolución en el mundo del periodismo. También tuvo una rica relación con el mundo del cine, ya que varias de sus obras fueron llevadas a la pantalla grande y él mismo fue actor en una ocasión.
Esta amena biografía, a semejanza de su protagonista, es profunda en su análisis del hombre y en el conocimiento de su legado como escritor, a la vez que retrata los Estados Unidos de su época.

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¿Cómo describir el Sur de los años treinta en el campo? Los niños encendían fuego para asar malvaviscos y maíz, las niñas pequeñas sacaban pañuelos impregnados de menta, la gente tenía la piel tostada por el sol, los ricos cultivadores de algodón apenas se veían detrás del humo violáceo de los habanos, las damas olían a cedrón. Bebían jugo de cereza en el porche esperando la salida de la luna, mientras en el interior, los globos amarillos de las lámparas a petróleo horadaban la oscuridad. Había que ir a buscar agua a la bomba y calentarse junto a las chimeneas y las estufas. Afuera, la exuberancia de la fauna y la flora. Al joven Truman, todo le parecía desmesurado: las grandes corolas de las flores, las hierbas, los arbustos, las lianas que se enredaban y se aplastaban en montículos perfumados, los sicomoros que hacían llover sus hojas rojizas como especias, los árboles adornados con un musgo español que pretendía invadirlo todo, los senderos que serpenteaban como venas después de las fuertes lluvias de tormenta. Entonces salían los sapos, que lanzaban gritos agudos, y la terrible serpiente mocasín de agua, cuya mordedura podía ser mortal, una víbora ágil y danzante, que le daba miedo y lo fascinaba. Estaban los ríos y los pozos de agua donde la gente se bañaba, los bajos fondos pantanosos con grandes lirios silvestres, los troncos cortados que brillaban en la sombra negra de las aguas estancadas: era un mundo al mismo tiempo maléfico y maravilloso para el niño de la ciudad.

El campo era un reino desconcertante, como lo describió en su relato “Árbol de noche”:

Kay sabía qué la asustaba: era un recuerdo, un recuerdo infantil de los terrores que una vez, hacía mucho tiempo, habían planeado sobre ella como las ramas espectrales de un árbol de noche. Tías, cocineras, desconocidos, todos ansiosos por contar historias o enseñar canciones, que hablaban de fantasmas o de muerte, de presagios, espíritus y demonios… Y siempre volvía la invariable amenaza del coco: “¡No te alejes de casa, niño, o vendrá el coco y te comerá vivo!”. El coco estaba en todas partes y en todas partes había peligro. (“Un árbol de noche”, en Un árbol de noche y otras historias ).

En la casa podía haber, en temporada, hasta unas quince personas, entre jornaleros, la cocinera, que se levantaba a las cuatro de la mañana para encender el fuego, y sus auxiliares.

Truman descubrió los mercados del sábado, una multitud densa de niños recién bañados y descalzos, con tres céntimos en el bolsillo para comprar un cucurucho de maíz tostado envuelto en melaza, y mujeres perfumadas con esencia de vainilla o agua de colonia comprada en el bazar, que usaban amuletos, tenían el pelo corto y maquillaje rojo en las mejillas. Agitaban sus abanicos de papel de colores, conversaban bajo un porche y, después de haber hecho las compras, aguardaban a los hombres que habían regresado, junto a sus caballos, a la caballeriza, donde la botella de whisky circulaba en ronda. Se comunicaban mutuamente las noticias, hablaban de las cosechas, iban al abrevadero, cubierto de lentejas de agua verdes, donde revoloteaban las libélulas irisadas, algunos lanzaban un puñetazo en una pelea, porque tenían sangre caliente, otros jugaban a arrojar cuchillos. Una parada en el bar, que en una pizarra colocada en la puerta, prometía parrilladas, sabrosos pescados, helados deliciosos, diversos refrescos y cerveza bien fría. La pausa era bienvenida. Todos habían llegado temprano, al amanecer, en sus carretas, sus autos viejos o descapotables. Ya anochecía, las luciérnagas parpadeaban, había que atar las mulas y regresar a las plantaciones.

En Monroeville, la escuela de Truman estaba cerca de su casa, de modo que podía volver a almorzar y deleitarse con tartas de banana. Ya sabía leer y escribir, tenía un pequeño diccionario, le gustaban los lápices y era aplicado. Contrariamente a las costumbres, se negaba a pelear y prefería negociar. Sin embargo, lo llamaban “Bulldog”, o “Bulldog Persons”, desde el día en que había arremetido con la cabeza baja contra un grandote que quiso humillarlo. Luego tendría otro apodo, “Tiny Terror”, por su lengua filosa. Era avispado y de imaginación desbordante, maduro, sabía ya muchas cosas e incluso empezó a interesarse en las palabras cruzadas de su vecino, Mr. Lee, el padre de Nelle, su compañerita de juegos. Siempre impecable, Truman se vestía de blanco de la cabeza a los pies. Usaba una camisa de lino claro y un pantalón que hacía juego, corbata, calcetines y zapatos blancos. Se veía magnífico. Sus tías hacían que se cambiara la ropa todos los días. A veces, su madre, en una breve visita, le llevaba de re­galo alguna prenda, como un traje de baño con motivos hawaianos comprado en Nueva Orleans que causó sensación en Monroeville. Era un niño atlético, cuidado, musculoso, de piel y cabellos claros. Jugaba al tenis, trepaba por una cuerda con las manos desnudas, nadaba bien, hacía una gran cantidad de lagartijas sin esfuerzo y sabía hacer la vuelta de carnero en los dos sentidos, ¡incluso encima de la pared de piedra que rodeaba la propiedad de las hermanas Faulk! Lo admiraban discretamente. Su padre, siempre en los barcos de vapor de Streckfus, también iba a verlo de tanto en tanto en su hermoso automóvil descapotable y a veces lo invitaba a acompañarlo en el auto durante algunos días. Además, Truman siguió perfeccionando su talento para el tap y bailando permanentemente sin tomar una sola clase.

Afortunadamente, había fiestas: la familia se engalanaba, resplandeciente con sus atuendos de verano. Truman veía desde lejos las luces de la vuelta al mundo y se acercaba a los carruseles que giraban con un tintineo de campanillas. Sabía que los negros tenían prohibido subirse a ellos. Los caballos caracoleaban con música, junto a los puestos de los juegos de dardos. En todas partes flotaba el olor del maíz tostado. La gente sostenía cucuruchos de helado con los dedos pegajosos. ¡Pero la verdadera atracción eran los monstruos! Animales de cinco patas o dos cabezas, a menudo embalsamados, y seres humanos vivos se disputaban los favores de la multitud. Era la época de Phineas Taylor Barnum, un empresario circense que iba de plaza en plaza exhibiendo su galería de gigantes, de rostros con labios leporinos, cráneos puntiagudos y cuellos enormes hinchados de bocio. Allí podía verse toda clase de personajes sin brazos, sin manos, sin piernas, y enanas saltarinas con sus vestidos de tul escarlata y cinturones de raso, adornadas con tiaras que centelleaban. El afiche de Barnum prometía grandes emociones frente a esas criaturas grotescas encaramadas a un pedestal, encastradas en nichos tapizados, que contemplaban la lenta fila de los visitantes. Todo ese folclore del Sur se vería en la novela Otras voces, otros ámbitos , bajo los rasgos de Miss Wisteria, la enana con cara de muñeca y con labios en forma de corazón, que aplaudía con sus dos manitos cuando los niños la invitaban a compartir un momento. Y esos grupos inspiraron al joven Truman, que inventó a su vez un circo en el que se debía pagar entrada.

Truman empezó a escribir en Monroeville. Fue el inicio de una obsesión que duraría toda su vida. Cuando salía de paseo, siempre llevaba consigo una libreta y tomaba notas. Al regreso, consignaba sus impresiones, sin hablar de ello con nadie. Debajo de la cama de Sook, tenía una maleta que cerraba con llave, donde guardaba todos sus papeles. Organizó un taller de escritura con su vecina y amiga Nelle, que ganaría en 1961 el prestigioso premio Pulitzer en la categoría ficción por su novela Matar un ruiseñor , en la que describía a Truman como un “Merlín de bolsillo”. Los dos niños se instalaban juntos por algunas horas en una pequeña habitación que le servía de escritorio a Truman, ya encadenado a su máquina de escribir. De paso por la ciudad, Jennie compró el diario, el Mobile Press Register , que tenía una página para niños, llamada “Sol”, en la que se publicaban poemas y cuentos. Por supuesto, Truman envió un texto para ese suplemento, “Old Mr. Busybody” (“Viejo señor entrometido”), y ganó el concurso. El personaje del cuento estaba directamente inspirado en un vecino: este hizo prohibir de inmediato la publicación, que debía tener dos episodios. Pero ya había sido publicada la mitad y el niño no se preocupó por esa oportunidad frustrada. Soñaba con subir a un escenario, lejos de Misisipi. ¿No era acaso el “Capitán Truman” cuando estaba en el barco de su padre y su número de tap era muy aplaudido? De hecho, sería un fabuloso bailarín de salón y convertiría su vida en un gran espectáculo.

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