Lo peor de todo es que la propia Clara empezaba a pensar que tenían razón. Porque, en el mismo momento en que se enteró de la muerte de Fernando Navarro, la relacionó con lo que había oído entre sueños y una imagen siniestra se empezó a formar en su cabeza. Su tío Gabriel podía estar detrás de la muerte del profesor de Lengua. «Por supuesto —pensaba—, también podría ser una paranoia de las mías. Pero yo oí “Fernando”, y algo de lobos y muertos…». Una idea, que ella misma catalogó de absurda, se abrió paso en su cabeza: su tío había aparecido en su vida tras la desaparición de sus padres. ¿Pero y si no era así? ¿Si ya estaba allí y usó el accidente como excusa para presentarse? ¿Y si de algún modo inimaginable, también estuviera relacionado con esas muertes?
Al día siguiente todo el instituto se congregó en el patio para guardar un minuto de silencio por el profesor asesinado, pedir más seguridad y manifestarse contra la violencia. Jefatura de Estudios proporcionó brazaletes negros para quienes quisieran llevarlos y las banderas ondearon a media asta.
El director del Lope de Vega reunió a los delegados de los cursos afectados por la desaparición de Fernando. María Benedé, la profesora de Inglés, se encargaría de las clases hasta que llegara el sustituto definitivo. Los trabajos pendientes, hasta que se pudieran recuperar los materiales de Fernando Navarro, seguirían sin hacerse. Ella continuaría donde lo habían dejado y a partir de allí intentaría terminar lo propuesto antes de los exámenes, que eran la semana siguiente.
Miró a Clara de un modo extraño y Clara pensó: «Lo sabe. Sabe que mi tío es culpable». El codazo de Lucas la sacó de sus pensamientos:
—Le vas a echar de menos, ¿eh? Seguro que esa no te pone notazas; con la mirada que te ha echado, conténtate si te aprueba.
—Eres lo más insensible que me he echado a la cara. Era amigo de mi padre, ¿sabes?
Lucas intentó balbucear una disculpa, pero Clara le cortó:
—Y además: ¿a tu profesor le han cortado la cabeza y crees que lo echaré de menos solo porque me ponía buenas notas? Cómprate un euro de cerebro y luego hablas.
—Eh, perdona, que iba de coña, señorita ofendida.
—Que te pires.
Pero María no duró mucho como profesora de Lengua. Solo una semana después ya había aparecido un sustituto. Un hombre cuando menos peculiar; de modales exquisitos, metro noventa de estatura, un cuello larguísimo y un cuerpo de gimnasio que le hacía parecer más un atleta que un profesor.
—Adolfo Recarte —se presentó.
Dijo que había repasado los expedientes de todos los alumnos y que se veía en condiciones de adaptar la materia impartida para terminar el curso cumpliendo con el temario propuesto. Así todos saldrían ganando y la pérdida de un profesor en circunstancias tan trágicas no significaría un drama en lo académico.
—Y os voy a proponer una cosa para empezar —continuó—. Mañana me traeréis un trabajo de medio folio que describa un objeto personal. Algo pequeño; una goma de borrar, una cinta del pelo, cualquier cosa que sea vuestra, pero que no vayáis a necesitar, porque, y os lo advierto para que luego no me vengáis con que tengo que devolvéroslo, me lo quedaré junto a vuestro trabajo, a modo de ilustración. Y no, no quiero una foto del objeto. Quiero la pestaña postiza, el guante o la goma de borrar. Conque mejor que no sea más grande que una tablet y que sea muy barato. A este primer trabajo lo llamaremos «Estudio del natural», como los pintores a sus bocetos.
Un bosque de manos se levantó preguntando si tal o cual objeto podía servir. Adolfo fue dando indicaciones a todos y finalmente se inclinó junto a Clara, que ni se había movido.
—¿Tú no tienes dudas? —le dijo en voz baja.
Clara lo miró, inexpresiva:
—Un objeto pequeño y personal, ¿no?
—Eso es. ¿Cómo te llamas?
—Clara Carrasco.
La cara del profesor se iluminó en una sonrisa amplia. Se incorporó.
—Atención, clase —exclamó en voz alta—. Clara es una de las personas con más talento de este instituto. Sabe cómo contar historias, manejar los tiempos y el suspense. Si alguno de vosotros tiene alguna duda sobre cómo redactar o terminar un trabajo, consultádselo.
Clara se quedó de piedra, roja como la grana, sin saber qué decir. Aunque el profesor felicitara después a otros alumnos, a Clara no le hizo ninguna gracia entrar así con un profesor nuevo.
Bueno, ninguna, ninguna… nunca estaba de más que te felicitaran. Y ella estaba muy orgullosa de su forma de escribir. Pero al terminar la clase el profesor la citó para que acudiera a su despacho antes de irse a casa y eso ya le gustó menos.
Cuando acabó el día, algo incómoda, Clara se encontró llamando a la destrozada puerta del antiguo despacho de Fernando Navarro, ahora ocupado por Adolfo Recarte.
—Pasa y siéntate, Clara —le invitó la voz grave y calmada de Adolfo—. Sé que has pasado por momentos muy duros en estas últimas semanas, e imagino lo difícil que te habrá sido seguir luchando a pesar de todo. Quiero que sepas que lo que he dicho en clase es totalmente sincero. Confío en tu talento y creo que puedes llegar a ser una gran escritora, periodista o cualquier trabajo que tenga que ver con el dominio del lenguaje. Por eso, si necesitas ayuda, apoyo o consejo, académico o no, puedes contar conmigo.
Clara se quedó mirándolo, atónita. ¿De dónde había salido ese marciano y a qué venía todo eso de la confianza? Ella no era de las que se confesaban al primero que le ofreciera su hombro. Y menos a un profesor. Jamás había sido una «pelota» y no iba a empezar ahora. Pero Adolfo seguía hablando:
—De hecho, el cuento que escribiste el mes pasado, el del junco, creo que podrías convertirlo en una historia corta. Yo te puedo ayudar con pautas o ejercicios que te ayuden a soltarte y a solucionar los típicos bloqueos de escritor. Insisto, solo si tú quieres. Y digas que sí o que no, no influirá para nada en la nota de la asignatura. Esto es totalmente al margen.
Era una oferta generosa. «Demasiado como para no pensar que hay algo oculto», se dijo. Y acto seguido se burló de sí misma. Se estaba volviendo demasiado paranoica. Su tío podía ser un asesino, el nuevo profesor tenía segundas intenciones… A lo mejor tenía que dejar de ser tan peliculera.
Clara dijo que se lo pensaría y salió del despacho. De verdad tenía que pensarlo. Sí, siempre era mejor tener al profesor a favor que en contra, pero ¿y si se ponía muy pesado? Lo último que quería era tener que buscar la manera de quitárselo de encima. Aunque no le había dado la impresión de ser un plasta. Hasta le había parecido guay, que era mucho más de lo que Fernando había sido nunca; por mucho que no se alegrara de su muerte, empezaba a ver un lado positivo a las malas noticias.
Sí, ese pensamiento había sonado mezquino.
Recordaba ese cuento. Era la última historia que había escrito, justo antes de saber que sus padres habían muerto.
Se negó a que el dolor volviera a apoderarse de ella, apretando los dientes. Funcionó el tiempo necesario para salir del instituto y alejarse de sus compañeros.
Al llegar a casa revisó el cuento. Adolfo tenía razón. Podía alargarse para que abarcara diez o doce páginas más. Se puso a ello. Hacia las siete de la tarde, cuando Gabriel la llamó para comer alguna cosa, casi había terminado de reescribirlo. Sonrió, mientras devoraba una tostada de queso y salmón ahumado. Por primera vez en dos meses, se sentía realmente bien.
Gabriel la miraba encantado. Para él también era una victoria verla sonreír.
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