Clara aceptó, resignada. No había dormido bien y no tenía fuerzas para montar el show. Prefirió apagarlo y llevarlo consigo. De ese modo podría encenderlo entre clase y clase.
La primera hora pasó. Y luego, la segunda. Y en cada descanso encendía el móvil, sin noticia alguna. Hacia el mediodía, en clase de Sociales, la llamaron al despacho del director.
Allí estaba Fernando, y también un policía nacional que jugueteaba, nervioso, con su gorra. El corazón de Clara empezó a latir con violencia.
El policía quiso hablar y Fernando le detuvo:
—Deje que sea yo quien se lo diga.
Clara comprendió que algo terrible había sucedido.
—¿Están mal? —Y ante la mirada esquiva del director, que le confirmaba sus peores presagios, preguntó—: ¿en qué hospital…?
El policía solo negaba con la cabeza. Y alguien empezó a hablar de un terrible accidente. Oyó un grito y, por un instante, pensó que era molesto tenerlo tan cerca hasta que se dio cuenta de que era ella misma quien gritaba. Sus padres, decía alguien, habían muerto. Pero no podía ser: ayer mismo había hablado con ellos. No tenían más que preguntar, investigar con más cuidado; seguro que era otra gente, seguro que se habían confundido de coche, seguro que eran unos ladrones que les habían robado, seguro que estaban heridos y por eso no daban señales, seguro que aparecían… Y su cabeza observaba a distancia toda esa escena mientras su cuerpo lloraba, se debatía y protestaba, abrazándose a Fernando, y el policía giraba la gorra una y otra vez.
Clara veía cómo la tarde desaparecía lentamente tras la ventana del tanatorio.
Fernando intentaba darle cariño con una cierta torpeza, sosteniéndole la mano. De cuando en cuando le acercaba un pañuelo de papel para secarle las lágrimas. Los padres de Clara no habían hecho testamento y Fernando intentaba solucionar lo que estaba en su mano haciéndole las preguntas imprescindibles para no agobiarla, pero consciente de que el tiempo jugaba en su contra. Nadie tenía mucha idea de lo que iba a ser de ella. Aunque Fernando estaba dispuesto a alojarla en su casa, en ausencia de parientes directos la decisión debía de tomarla Servicios Sociales. Hasta ahora, él había ejercido de interlocutor con la Comunidad de Madrid, pero si quería optar a ser su tutor, les esperaba una larga serie de papeleos.
Al día siguiente tendría lugar el entierro.
Sus amigos habían ido llegando por turnos a lo largo de un día interminable, pero Clara no les había prestado mucha atención. Y a esa hora de la tarde, solo quedaban los más allegados.
Clara pensaba en otra cosa, algo que le martilleaba el cerebro a cada momento: ella había deseado la muerte de su madre y ahora era huérfana. Daba igual que la razón le dijera que era una coincidencia, en su interior sabía quién era la culpable.
Ella.
Tenía el poder de matar a voluntad; no tenía más que desearlo y la persona elegida caería muerta. En un instante podía pasar de sentírse como el ser más poderoso del mundo a dejarse dominar por el autodesprecio. Por culpa de ese supuesto poder que nunca había pedido, sus padres ya no estaban con ella. No solo era una criminal. No solo era un ser miserable, abyecto y rastrero. Además era estúpida. Había deseado la muerte de lo que más quería en el mundo y la había obtenido. Ahora tenía que vivir una vida sin ellos. Toda una existencia de tortura, sin siquiera el alivio de la confesión. ¿A quién podía contárselo? ¿Habría alguien que pudiera entenderla, ponerse en su lugar y perdonar lo que ni ella misma era capaz de perdonar?
Una idea terrible se introdujo en su mente con insidia. Tal vez una vida así no mereciera ser vivida, quizá lo más justo sería morir también. A lo mejor bastaba con inyectarse aire en las venas, o tirarse por una ventana, o tragarse una mezcla de medicinas y productos de limpieza; entonces recibiría su castigo y todo el dolor desaparecería para siempre.
Quiso tomar algo de aire, pero el enorme ventanal del tanatorio no podía abrirse. Apoyó la cabeza en el cristal y la fría superficie la calmó un poco. Fijó la mirada en el parquecillo que se extendía a sus pies.
Una sombra pareció moverse entre los setos. Tal vez fuera un pony, o un perro de buen tamaño. Fue tan solo un segundo y luego desapareció. En otras circunstancias, Clara hubiera intentado averiguar de qué se trataba, pero ahora le daba igual.
Apartó la mirada del exterior y, al volverse de nuevo hacia la sala, vio la puerta ornada de coronas tras la que yacían los cuerpos de sus padres. El dolor le nubló los ojos.
No era cierto. Todo eso no podía ser real; la muerte de sus padres no había sucedido. Era una broma absurda, macabra, un chiste estúpido, de un terrible mal gusto, o un error, pero ellos no podían estar muertos. En cualquier momento aparecerían para confesarle que todo eso era una inocentada, una apuesta o una pesadilla, que su vida podría volver a ser como antes y ella se enfadaría con ellos por tener tan poca gracia, les diría que se habían pasado tres pueblos, pero al final los perdonaría y todos se sentirían felices de nuevo. Tendría la oportunidad de retractarse de sus palabras, de responsabilizarse de sus insultos, de ser redimida.
Y sin embargo allí estaba, en el tanatorio, más sola que nunca, rodeada de gente con la que no podía compartir la verdad. Si pudiera volver atrás y deshacer lo hecho, si pudiera conseguir que la vida retrocediera, si pudiera cambiar el pasado, eliminar aunque solo fuera esa mañana de domingo y conseguir que sus padres volvieran de nuevo… Si pudiera, al menos, subirse con ellos a ese coche y compartir su destino…
Su profesor de francés, el responsable de que odiara el idioma suspendiéndole dos exámenes seguidos, se acercó con cara compungida para decirle cuánto lo sentía y Clara pensó que era más de lo que podía soportar.
No entendía los ritos de la muerte. Gente a la que no conocía de nada, gente que jamás había mostrado el más mínimo interés en ella o gente que directamente no la soportaba, iba ahora a rendirle pleitesía como si fuera la reina, a abrazarla y a darle el pésame. Los odiaba a todos.
Pero sobre todo se odiaba a sí misma.
Se fue al baño.
En el espejo no reconoció a esa muchacha de quince años y pelo castaño que la miraba con sus hermosos ojos almendrados de color madera, estragados ahora por el llanto. Era como si esa mecha violeta que asomaba entre sus cabellos ya no fuera suya. Como si el óvalo perfecto de la cara y la nariz, que a ella no le hacía demasiada gracia, no pertenecieran ya a su rostro. Eran rasgos armoniosos y equilibrados, y ella una joven hermosa, pero no quería aceptarlo. Solo podía pensar que esa boca carnosa y bien dibujada había deseado la muerte de su madre.
Se refrescó la cara.
Había dormido en casa de Fernando, que se estaba portando realmente bien. Ese hombre de barba poblada, mejillas sonrosadas y oronda barriga era lo más parecido a una familia que Clara había tenido jamás. No había conocido a ningún pariente de sus padres. Los dos se habían quedado huérfanos muy pronto, y ahora Fernando era todo lo que le quedaba.
Pero, pensaba Clara, él no podía protegerla de sus obsesivos pensamientos, porque no sospechaba que existieran y ella no podía confesárselos. Nadie, ni siquiera Fernando, comprendería por qué lo había hecho, ni entendería cómo alguien puede desear la muerte de las personas que más quiere. Él no podía salvarla de sí misma, ni sería capaz de perdonarla si alguna vez supiera que ella era una asesina.
Un desconocido se detuvo frente a la sala donde se encontraban los ataúdes. Mediría algo más de un metro setenta y cinco, complexión delgada y nariz rotunda, con el cabello entreverado de canas recogido en una impoluta coleta. Habló un momento con un par de profesores y estos le señalaron a Clara. Asintió brevemente con la cabeza y se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura, se presentó, mientras Fernando la miraba con curiosidad.
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