Javier L. Ibarz - La Biblioteca de Ismara

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Un libro de literatura juvenil fantástica, trepidante y adictiva. Clara tiene quince años y su vida se desmorona al perder a toda su familia en un terrible accidente de tráfico. Un misterioso hombre, salido de no se sabe dónde, aparece afirmando ser su tío con la intención de hacerse cargo de ella. Al mismo tiempo, unos salvajes asesinatos asolan su instituto. ¿Qué hacer si sospecha que ese supuesto pariente está involucrado? ¿Y cuándo descubre que es ella misma la que está relacionada con los sucesos? ¿Y si además se convierte en el objetivo de una siniestra Hermandad?Empieza así una frenética aventura que nos llevará desde Madrid hasta las ciudades perdidas de los alquimistas, un camino de iniciación repleto de peligros y sorpresas que llevará a Clara a descubrir los secretos ancestrales que rodean a su linaje familiar, a aprender la ciencia oculta de la Alquimia y a verse involucrada en una guerra milenaria sin cuartel.

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—Me da igual cómo te pongas —continuó su padre—. Estoy muy, muy cabreado contigo. No creo que mamá se merezca que la trates así.

«Tampoco yo me lo merezco» quiso contestar ella, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Replicar ahora solo serviría para empeorar las cosas.

—El silencio no es la mejor actitud —añadió él, impaciente—, pero tú sabrás lo que haces. Ya tienes quince años, así que no creas que vamos a esperar a que se te pase la rabieta y entres en razón. Salimos ahora mismo. Si vas a venir con nosotros, será mejor que te decidas ya.

Tras unos segundos de silencio, Clara emitió un gruñido.

—Muy bien —concluyó su padre—. Nosotros nos vamos; pero ni se te ocurra salir de casa. Te quedarás aquí, meditando sobre lo que has dicho. Hablaremos a la vuelta.

Eso fue todo. Apenas se apagó la conversación y oyó que la puerta se cerraba, su primer impulso fue salir detrás de sus padres y pedirles perdón, pero ese momento pasó pronto.

La rabia volvió para aferrarse a su garganta. Quería romper algo. Se sentó en la cama, agarró la almohada y la mordió hasta sentir cómo los dientes atravesaban la tela. Un grito subió desde su pecho, raspando sus cuerdas vocales como un papel de lija. Pero no encontró alivio.

No tendría que haberlo dicho.

¿Y si llamaba a su madre al móvil? No, no era una buena idea. Cuando hablaban en caliente terminaban gritándose y diciéndose cosas que no sentían. Y tampoco era la única que se había pasado; ellos también deberían disculparse. Lo mejor sería esperar a que las cosas se calmaran.

Eso intentó a lo largo de la mañana; calmarse.

Internet, whatsapp, vídeos, mensajes en el muro… pero las imágenes de la discusión se resistían a desaparecer. Era esa casa la que no la dejaba en paz. Si seguía allí encerrada se volvería loca. Tenía que irse a dar una vuelta. Daba igual que se lo hubieran prohibido; ¿cómo se iban a enterar en la sierra de lo que estaba haciendo en Madrid? A las tres y media salió a la calle. Sola, sin vigilancia, con toda la tarde por delante, era libre. Y esa libertad había que disfrutarla con los amigos.

Pero no consiguió quedar con nadie. Los que no tenían un plan de críos tipo «estoy en Guadalajara con mis abuelos», se habían ido al cine o no tenían ganas de salir.

La fabulosa tarde que había imaginado terminaría con ella haciéndole compañía a los lagartos de piedra que colgaban del alero de su casa.

De vuelta en su cuarto, tuvo que volver a enfrentarse con el asunto que había intentado esquivar: la discusión. Ahora parecía más grave. Porque todo el mundo sabía que Clara se cegaba discutiendo y que podía soltar sapos y culebras por la boca, pero había cosas que no se le debían decir a nadie (y menos, a una madre). En cuanto volvieran de la sierra, les pediría perdón. No lo diría más. Nunca.

Encendió la tele, hizo zapping en busca de alguna serie para reírse un rato, terminó el cuento corto que tenía como trabajo de Lengua… Se le daba bien escribir, pero tampoco había que volverse loca. Un cuento de tres hojas sobre un junco que crecía en un lodazal cumplía más que de sobra. Sin releerlo, fue al despacho de su padre a imprimirlo.

No había papel en la impresora. Revolvió toda la habitación en busca de folios y encontró un envoltorio medio vacío en el que quedaban unos diez. Más que suficientes. Encendió la impresora e imprimió el documento. Rebuscó en los cajones del escritorio una carpeta para guardarlo y entonces vio, al fondo, bastante escondido, un paquetito envuelto con papel de regalo.

La curiosidad le pudo. Abrió el cajón y dio la vuelta al paquete. Tenía adosada una tarjeta, con su propio nombre escrito en el dorso. Se sonrió. No podía ser un regalo de navidad, porque aún quedaba mucho para diciembre. Y su cumpleaños era en febrero. Intentó resistirse a leer la tarjeta, sin éxito. Quiso volver a dejarlo. Si sus padres llegaban ahora… solo una ojeada y ya está. Solo leer lo que le había puesto.

«Hoy hace cinco años que me enseñaste tu primer cuento y me dejaste maravillado. Este es solo un pequeño detalle para que recuerdes la gran escritora que eres y lo mucho que te quiero».

Se acordaba perfectamente. La ilusión que había visto en los ojos de su padre cuando leía la página y media que ella había escrito… Desde entonces, el dieciocho de octubre de cada año, su padre le regalaba algo. Aún quedaban dos días, y Clara se moría de ganas de abrir ese paquete.

Lo palpó con cuidado. Parecía un libro pequeño, con tapas duras. Se contuvo. No quería dejarse llevar y acabar abriéndolo. Volvió a ponerlo en su sitio y cerró el cajón. Le encantaban las sorpresas. Recordaba con especial cariño los misteriosos regalos que había recibido por correo cada cumpleaños. En el sexto llegó el último paquete, como siempre sin remite. Un libro: El pequeño alquimista , y luego el silencio. No hubo más paquetes sorpresa. Más tarde llegaría a la conclusión de que el misterioso donante tenía que ser su padre, pero siempre que lo comentaban, él zanjaba el tema diciéndole que no tuvo nada que ver, y que dejara de darle vueltas. Seguramente le tomaba el pelo.

Pero esa magia de los regalos inesperados, la intriga y el cosquilleo que encierran los envoltorios, eran parte de Clara desde entonces. Y aún conservaba ese último libro como un tesoro. Tal vez de esos envíos misteriosos sin remite nació su amor por las historias y los libros, y aunque últimamente no encontraba mucho tiempo para leer, al menos seguía escribiendo siempre que podía.

Abandonó sus reflexiones. Grapó el cuento recién impreso, lo colocó en una carpeta y salió del despacho.

Esperó hasta las nueve y media para cenar con sus padres, pero como no llegaron, se calentó un par de sanjacobos y se los comió en el salón, frente a la tele. Luego se tumbó en el sofá, zapeó un rato más y en unos minutos se quedó dormida.

Se despertó sobresaltada. Eran casi las dos de la madrugada y sus padres aún no estaban en casa. Miró las llamadas perdidas; nada. Llamó a su padre. «Teléfono apagado o fuera de cobertura en este momento». Y lo mismo el de su madre.

Clara insistió, pero ninguno de los teléfonos daba señal. No era normal que se retrasaran tanto. ¿Y si les había pasado algo? Rechazó la idea. Seguro que les había salido algún plan «de padres» y se habían quedado más tiempo en la sierra. Cuando volvieran les iba a echar una bronca descomunal por retrasarse tanto sin avisar. Así podría dar un poco la vuelta a la tortilla. Era reconfortante tener algo que echarles en cara.

Se recostó de nuevo en el sofá y al poco volvía a estar dormida.

El despertador sonó a las siete y media. Nadie andaba preparando desayunos en la cocina. Entre legañas comprobó que la habitación de sus padres seguía vacía.

Entonces se asustó de verdad.

Llamó a Fernando Navarro, su tutor en el instituto y el mejor amigo de su padre.

—No sé nada, Clara, pero no te preocupes —le dijo este, tranquilizador—. Se les habrá acabado la batería o les habrán robado el teléfono, o qué sé yo. Tú ven a clase, que en cuanto tenga alguna noticia te lo diré.

Eran las ocho de la mañana y a las ocho y media empezaba la clase de Tecnología. Preparó sus cosas y salió, no sin antes echar una ojeada al cajón donde estaba el regalo. Hubiera dado su brazo derecho por saber lo que era.

Cuando llegó al instituto le pidió a Fernando que le permitiera tener encendido el móvil en clase, por si sus padres finalmente llamaban.

—Lo siento, Clara —le contestó—. Si quieres, lo dejas en la sala de profesores y te lo traerán si suena, pero en el aula los móviles se apagan, sí o sí. Son las normas. Como haga una excepción contigo, tendré que hacerla con todos. Y no te preocupes. A lo largo de la mañana tendremos noticias y seguro que son buenas.

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