Javier L. Ibarz - La Biblioteca de Ismara

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Un libro de literatura juvenil fantástica, trepidante y adictiva. Clara tiene quince años y su vida se desmorona al perder a toda su familia en un terrible accidente de tráfico. Un misterioso hombre, salido de no se sabe dónde, aparece afirmando ser su tío con la intención de hacerse cargo de ella. Al mismo tiempo, unos salvajes asesinatos asolan su instituto. ¿Qué hacer si sospecha que ese supuesto pariente está involucrado? ¿Y cuándo descubre que es ella misma la que está relacionada con los sucesos? ¿Y si además se convierte en el objetivo de una siniestra Hermandad?Empieza así una frenética aventura que nos llevará desde Madrid hasta las ciudades perdidas de los alquimistas, un camino de iniciación repleto de peligros y sorpresas que llevará a Clara a descubrir los secretos ancestrales que rodean a su linaje familiar, a aprender la ciencia oculta de la Alquimia y a verse involucrada en una guerra milenaria sin cuartel.

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—Ni un segundo antes de que dejes de llamarlos conjuros —concluyó Gabriel—. Te lo repito; esto no es magia. Es como si llamaras poción al jarabe contra la tos, o maleficio a la quimioterapia.

—Bueno —ironizó—, pues cuándo aprenderé quimioterapia.

Gabriel y Óscar se rieron, a su pesar. Pero debían darse prisa, porque la fiesta empezaba a las siete y ya eran las cinco y media.

—Corbata… bueno. Pajarita no —opinó Clara, viendo que su tío se estaba probando lazos por encima de la camisa —. No vayas a parecer un viejo.

—Cada uno parece lo que es… Vale, llevaré pajarita —Clara le clavó la mirada—. Era broma, era broma. Corbata. ¿Lunares, rayas…, paramecios…?

Eligieron una verde oscuro con dibujitos para Gabriel y otra mostaza con rayas muy finas verde esmeralda para Óscar.

Estaban muy guapos, pensó Clara, «para ser tan mayores».

Se pusieron en la puerta, dando guirnaldas a tutiplén, desbordados por la cantidad de gente que había acudido. No solo los alumnos, sino sus padres, los profesores… media Bosca estaba allí… bueno, tal vez solo parte, pero sí casi todo el instituto. Y el verde y el azul eran los colores predominantes en la sala, iluminada con una luz suave que permitía ver las caras y las guirnaldas. Inés llevaba una azul celeste, Nuria, otra de un verde eléctrico, la de Ana, violeta… y se le veía bastante acaramelada con un chico que se había dado dos vueltas al cuello con una de color verdeazulado. Algún amarillo ocasional, pero ningún rosa o ámbar.

—¿Con quién está Ana? —le preguntó Clara a Inés.

—Con Juan —respondió esta—. Ya llevan unos días tonteando.

Juan. Clara recordó haberle visto por el instituto. Un chaval guapete, alto, que jugaba al baloncesto y hacía teatro. Le hizo gracia que esos dos se juntaran. Nuria se acercó.

—Venid —dijo, riendo—, que nos hacemos un selfie .

Las tres se abrazaron, divertidas y se hicieron la foto.

—Clara, tú siempre igual —se quejó Nuria, mirando el móvil—. No sé cómo lo haces, pero siempre sales borrosa…

Clara se hizo la loca, pero entendió qué pasaba: no era culpa del ordenador ni de la cámara; el amuleto impedía que se le viera en las fotos. Vaya con los alquimistas.

—Por cierto —añadió Nuria—; Pablo quiere preguntarte algo. Dice que es privado y que no quiere que te lo tomes a mal.

—¿Y por qué me lo preguntas tú?

—Porque él dice que no quiere que le cojas manía por hacer preguntas raras y que como soy tu mejor amiga y blablablablablá…

—Si puedo contestárselo —Clara suspiró—, adelante.

—Seguro que quiere preguntarte si los colores de las guirnaldas tienen que ver con la orientación sexual —se burló Nuria—. Desde que salió del armario, ve gays por todas partes.

—Vamos, dile que venga antes de que le dé un yuyu por comerse la cabeza.

Nuria se marchó riendo y al poco volvió con Pablo.

—Los colores no tienen nada que ver con lo sexual —se adelantó Clara.

—No es eso. —Pablo se estaba poniendo colorado—. No, déjalo, que seguro que te cabreas.

—Pues entonces no me lo preguntes.

—Es que no lo sé. A lo mejor ni te molesta ni nada. Pero a mí me gustaría mucho saberlo.

—Pablo: escupe.

—¿Tus tíos están casados?

Vaya pregunta. ¿Y para eso tanta parafernalia?

—No. O sea, no lo sé. Desde luego, yo no he conocido a sus mujeres.

—No. Digo entre ellos. Que si son pareja, vamos.

—¿Cómo? —La verdad es que no se le había ocurrido pensarlo. Pero dos hombres adultos, viviendo juntos… ¿Óscar y Gabriel eran matrimonio? Los miró e intentó verlos de la manera en que los veía Pablo. Tendría que preguntárselo.

—Pues ni idea. Aunque también puede ser que tengas estropeado el radar gay y veas solo lo que quieres ver.

—Me encantaría que lo fueran. Hacen una pareja tan mona. Y serían el primer matrimonio gay que conozco en Bosca.

—¿Aquí no hay ninguno?

—Alguno habrá, supongo. Pero desde luego no van de la mano por la calle. O yo no los he visto. Y si le presento a mi madre uno que no sea de famosos que se tiran los trastos a la cabeza, a lo mejor deja de sufrir un poco por mí.

—Haré lo que pueda.

La fiesta fue acabándose. La gente empezó a retirarse a eso de las once y hacia las doce ya no quedaba nadie en la sala. Clara buscaba el instante oportuno para hacerles la pregunta. «Que luego no es todo tan sencillo. ¿Y cómo se lo dices? ¿De sopetón? ¿Con preámbulos? ¿Y si se lo toman a mal? ¿Y si me dicen que qué me importa a mí?».

Y entonces llegó Daniel. Iba algo achispado y Óscar, que en ese momento hacía las veces de portero, le impidió el paso.

—Solo quiero hablar con Clara —dijo, con la lengua espesa.

—Pero sin entrar. —Óscar intentó ponerle una guirnalda alrededor del cuello, pero Daniel se zafó y entonces vio a Clara.

—¡Claraaa! —gritó, arrastrando la erre.

La muchacha se volvió, extrañada.

—No estás invitado y encima vas borracho —le dijo—. ¿Qué es lo que quieres?

—No puedo dejar de pensar en ti —balbuceó Daniel y empezó a llorar.

«Vaya, la ha pillado llorona» —pensó Clara, e inmediatamente se arrepintió por esa crueldad.

—¿Qué haces bebiendo? —acabó preguntando, y el tono de la pregunta le salió agresivo, tal vez demasiado, casi como un interrogatorio.

—Cumpliré dieciocho dentro de seis meses —respondió él, casi infantil.

—Ya. Pues seis meses son medio año. O sea, que no los tienes. —¿De verdad estaba echándole la bronca? ¿a qué venía esa conversación? ¿por qué tenía que importarle que Daniel bebiera o dejara de beber? No tenía respuesta. Ni siquiera sabía por qué estaban hablando, pero continuó:

—Y aunque fueras mayor de edad, ¿qué haces bebiendo?

—Necesitaba valor para hablar contigo —contestó Daniel e hizo un movimiento absurdo intentando besarla.

Clara se apartó, rechazándole.

—Mira, Daniel, no me seas pulpo —dijo—. Que serás muy guapo y todo lo que tu quieras pero no me interesas, ¿vale? Y menos borracho.

—No te intereso….

—Vete a casa, duerme y mañana, sereno, hablas conmigo, ¿eh?

Óscar, que no se había movido esperando ver el cariz que tomaban las cosas, acercó una guirnalda. Clara la recogió.

—Pónsela —le pidió Óscar.

Lo intentó como pudo, pero Daniel se la quitó de las manos y empezó a jugar con ella.

—Me la pongo si me dices que me quieres, aunque sea un poquito —masculló, inclinándose de nuevo hacia Clara—. Me gustas mucho. De verdad.

—Ya vale, Daniel —respondió la muchacha, esquivándolo otra vez—. Vete a dormir. Si te quieres poner la guirnalda, te la pones y si no, no. Pero no voy a hablar contigo tal y como vas.

—Pues te la pones tú. —Daniel tiró la guirnalda, se dio la vuelta y se alejó tambaleándose.

Clara quiso ir detrás, pero Óscar se lo impidió:

—Deja que le dé el aire. No va tan borracho como para tener problemas. Solo necesita dormir y aclararse las ideas.

—Vale.

—Clara…

—¿Sí?

—Ten cuidado con él. Ha tirado el collar sin ponérselo. No sabemos si es de fiar.

7

Esa noche Clara tuvo un sueño extraño. Su tío tenía un laboratorio como el del doctor Frankenstein, lleno de retortas, probetas, jaulas de Leyden y rayos cruzándolo de lado a lado. Guardaba en cajas de cristal los cadáveres verdosos de María y Fernando, los profesores asesinados del IES Lope de Vega, con tornillos en el cuello. Óscar y él bailaban un frenético vals y terminaban en un beso apasionado. Mientras, Daniel observaba la escena. Llevaba una guirnalda que relucía con un ámbar intenso, casi rojo, mientras repetía:

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