Javier L. Ibarz - La Biblioteca de Ismara

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Un libro de literatura juvenil fantástica, trepidante y adictiva. Clara tiene quince años y su vida se desmorona al perder a toda su familia en un terrible accidente de tráfico. Un misterioso hombre, salido de no se sabe dónde, aparece afirmando ser su tío con la intención de hacerse cargo de ella. Al mismo tiempo, unos salvajes asesinatos asolan su instituto. ¿Qué hacer si sospecha que ese supuesto pariente está involucrado? ¿Y cuándo descubre que es ella misma la que está relacionada con los sucesos? ¿Y si además se convierte en el objetivo de una siniestra Hermandad?Empieza así una frenética aventura que nos llevará desde Madrid hasta las ciudades perdidas de los alquimistas, un camino de iniciación repleto de peligros y sorpresas que llevará a Clara a descubrir los secretos ancestrales que rodean a su linaje familiar, a aprender la ciencia oculta de la Alquimia y a verse involucrada en una guerra milenaria sin cuartel.

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—Pues será mejor que lo dejemos —concluyó Óscar—. A veces me pregunto si no tendríamos que contárselo todo nosotros, dijera Gabriel lo que dijera. Pero sé que la última voluntad de César era mantener a Clara al margen. Y mientras esté en su mano cumplir con ese deseo, por muy absurdo o irracional que nos parezca, Gabriel no le contará nada. Yo no puedo, ni quiero, luchar contra eso, al menos, de momento. Es él quien debe tomar las decisiones que afectarán para siempre a la vida de su familia. Nos guste o no, y aunque nuestro destino dependa de ello, es el único pariente vivo que le queda en el mundo.

Ninguno de los dos añadió nada más sobre el tema y la conversación siguió por otros caminos.

Clara durmió de un tirón hasta que llegaron a la Rue d’Orléans. Medio amodorrada, se tomó un vaso de leche con cacao y se acostó.

картинка 11

El after sun de Sophie era milagroso. Clara se levantó con un bonito color bronceado, feliz. Fuera nevaba y era muy agradable mirar por la ventana y ver el cielo nacarado vertiendo blandamente sus copos sobre Pau.

Se encontraba a gusto en esa casa. Hablar con la alquimista le hacía sentir que tenía otra oportunidad de entregar el cariño que hubiera querido darle a su madre. Junto a Sophie parecía posible aceptar el perdón.

—Hoy haremos una sesión de alquimia para degustadores. —La voz de la francesa interrumpió sus pensamientos.

—¿Y eso qué es?

—Hoy cocinaremos. Haremos una quiche - lorraine , que es la mejor manera de comprender los principios básicos de transformación a través del calor…

—Ja, que bueno —rio Clara.

Óscar asomó la cabeza:

—¿Qué es lo bueno?

—Sophie —contestó Clara—. Que dice que cocinar es como la alquimia…

—Porque lo es. —Sophie se reafirmó—. ¿Has hecho o visto hacer algo al baño maría? Pues es una técnica de alquimia, y se llama así por Miriam la Alquimista, o María la Judía: ya ves si están cerca las dos cosas. Si dominas las técnicas culinarias estás en camino de comprender las bases de la alquimia. Todas las dos tratan de transformar un elemento en otro, aunque los fines sean distintos.

—Pero no peores —apostilló Óscar, relamiéndose.

—No peores, es verdad —concedió, riendo, Sophie.

Cocinaron, se divirtieron y comieron. Incluso Gabriel pareció contagiarse del ambiente relajado.

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Pero todo termina. Con la sensación de haber disfrutado, pero con ganas de seguir en Pau una semana más, llegó el momento de marcharse. Clara empezaría las clases y se enfrentaría a sus nuevos compañeros en… de hecho, no tenía ni idea de a dónde se dirigían.

—Bueno, supongo que ahora me podréis decir a dónde vamos.

—No te preocupes. —Gabriel acomodaba el equipaje en el coche de Óscar—. En diez minutos estaremos allí.

¿Diez minutos? No había muchas opciones. Tenía que ser en Francia o en un sitio fronterizo. Y si mañana iba a ir al instituto, habría aulas de informática, conexión a internet… A mediodía, como muy tarde, Lucas y ella estarían hablando.

Sophie salió al jardín a despedirles. Clara le dio un enorme abrazo y le hizo jurar que se mantendrían en contacto. La alquimista asintió y volvió a abrazarla. Luego se quedó al pie de las escaleras esperando a que se fueran.

Subieron al coche y Óscar arrancó, pero en vez de enfilar hacia la verja de entrada, condujo el automóvil a un cobertizo al otro lado del jardín. Entraron por la enorme puerta abierta y todo fue oscuridad durante un par de minutos. Una luz débil se fue poco a poco transformando en lo que parecía la boca de un túnel. Salieron a un jardín con grava, frente a un palacete de estilo modernista rodeado de árboles.

Era un túnel cortito. Entonces seguían en Francia.

Bajaron del coche, sacaron las compras y entraron en la casa.

Era amplia, pero no hacía frío. Como si hubieran puesto la calefacción antes de llegar.

—Bienvenida a Bosca —dijo su tío—. Esta será tu casa desde ahora.

¿Bosca? ¿Esa ciudad de cincuenta mil habitantes al pie del Pirineo, donde los osos se morían de frío en invierno y solo se iba a esquiar? ¿Bosca? Maldita sea, ¿en qué momento del viaje se había dormido?, porque no es que la geografía fuera su fuerte, pero habían recorrido bastante menos de los, como mínimo, ciento y pico kilómetros que separaban Bosca de Pau.

Miró el reloj de la casa. Cinco minutos antes estaban en el jardín de Sophie. No podía ser. No había cambio horario entre Francia y España. Sencillamente, era imposible.

Entró en el salón y una luz anaranjada empezó a parpadear.

—¿Un localizador? —se extrañó Óscar—. Pero si lo miramos todo anoche.

—Alguien de los suyos nos ha visto en Pau, seguro. Hay que pasar otra vez los detectores.

Revisaron una a una todas las prendas. Nada.

—Ven, Clara. Veamos si lo tienes tú. —Gabriel empezó a pasar el detector por las cosas de Clara. El aparato parpadeó al pasar por la libreta. Ella se asustó.

—No. No me tires la libreta, por favor. Otra cosa más no. Me la regaló papá.

—No te la voy a quitar —la tranquilizó su tío—. Solo voy a desactivarla.

Introdujeron la libreta en una caja de boj decorada con filigranas plateadas y, al salir, la luz anaranjada no volvió a encenderse.

—Ya está. Alguien debió meterte algún localizador.

—Pero si en casa de Sophie no encontrasteis ninguno —apuntó Clara.

—El detector de Sophie solo capta los localizadores móviles y el de tu libreta debía ser fijo. Ella se niega a poner un detector de fijos porque dice que le da dolor de cabeza, y que como su casa está protegida contra transmisiones, basta con detectar los móviles. Y este es el resultado.

«Lo que está claro es que se tragan sus propias paranoias», pensó Clara. Lejos de Sophie, todo parecía aún más irreal. Detectores fijos, móviles, dolores de cabeza… Ella sí que tenía la cabeza como un bombo. En cuanto pudiera le mandaría un mensaje a Adolfo y…

—¿Te enseño tu habitación? —Óscar le indicó las escaleras. Clara asintió. Aunque no le apeteciera demasiado conocer su nueva celda, al menos allí podría estar un rato a solas.

Subieron a la segunda planta y luego a la tercera. El pasillo era elegante, pintado en un gris suave con las puertas lacadas en blanco. Todo parecía antiguo y nuevo a la vez, como recién restaurado. Al final de unas escaleras más estrechas estaba su habitación.

Una estancia circular, de unos 5 metros de diámetro, en una torre, rodeada de ventanas. ¡Y para ella sola!

—Es preciosa —dijo con sinceridad—. ¿Tengo internet?

—No.

—¿Tendré móvil?

—No.

—¿Play?

—¿Cómo?

—Consola de videojuegos.

—Sí. Sin conexión a internet, claro.

—Esto es una mierda de aburrimiento.

Óscar la dejó sola. Y Clara volvió a repasar su nueva habitación.

Si la viera Patricia, iba a flipar en colores y si la viera Lucas, la coronaba como la tía más guay de todo el instituto y si la vier…

No la iba a ver nadie.

Ella estaría allí, en esa ciudad helada y perdida al sur de los Pirineos, eternamente sola para el resto de su vida. Su habitación era guay, la casa era guay, pero estaban en el sitio equivocado. ¿De qué servía tener lo mejor de lo mejor si no había nadie con quien te apeteciera compartirlo?

Pero, aunque no quiso reconocérselo a su tío, cuando esa noche miró por la ventana y vio lo que parecía un bosque en medio de la ciudad, sintió que esa habitación tenía algo que le hacía sentirse bien, cómoda. Que la recibía como si, por fin, hubiera llegado a su hogar.

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