Javier L. Ibarz - La Biblioteca de Ismara

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Un libro de literatura juvenil fantástica, trepidante y adictiva. Clara tiene quince años y su vida se desmorona al perder a toda su familia en un terrible accidente de tráfico. Un misterioso hombre, salido de no se sabe dónde, aparece afirmando ser su tío con la intención de hacerse cargo de ella. Al mismo tiempo, unos salvajes asesinatos asolan su instituto. ¿Qué hacer si sospecha que ese supuesto pariente está involucrado? ¿Y cuándo descubre que es ella misma la que está relacionada con los sucesos? ¿Y si además se convierte en el objetivo de una siniestra Hermandad?Empieza así una frenética aventura que nos llevará desde Madrid hasta las ciudades perdidas de los alquimistas, un camino de iniciación repleto de peligros y sorpresas que llevará a Clara a descubrir los secretos ancestrales que rodean a su linaje familiar, a aprender la ciencia oculta de la Alquimia y a verse involucrada en una guerra milenaria sin cuartel.

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Inés, catorce años, de mirada dulce y acuosa, fue su salvación. La encontró en el gimnasio del instituto, practicando ballet, y congeniaron enseguida. Al menos con ella podía hablar de algo que no fueran exnovias de toreros.

—Arantxa Argüelles en el Lago de los cisnes … —La cara se le iluminaba cuando hablaba de vídeos de danza—. ¡Veintidós doble fuetés! Tienes que venir a mi casa para verlo.

Inés podía invitar a gente a visitar su casa. Clara no.

A cambio, su nueva vivienda era fascinante: tres pisos, con las paredes pintadas en colores claros, sobrios y luminosos; dos grandes salones, uno en la planta primera y otro en la tercera; una enorme biblioteca, con miles de libros colocados en altas estanterías que llegaban hasta el techo, y un sótano tortuoso con una amplia bodega de origen medieval. El sueño de cualquier escritor.

Su tío le explicó que esa bodega era en realidad el final de un pasadizo que cruzaba por debajo la muralla de Bosca, usado en la Edad Media para escapar de los asedios a la ciudad. Formaba parte de una red de corredores que conectaban la casa con la Abadía del Temple, el castillo de Loarre o los numerosos alcázares y castillos de la comarca.

—O con Pau —apuntó Clara.

—No —replicó Gabriel—. Ese paso pertenece a otra red de comunicación. Solo nosotros podemos usarlo.

—¿Nosotros? ¿Quiénes sois «nosotros»? —se interesó la muchacha, y creyó ver cómo Óscar miraba a Gabriel con una cierta insistencia—. ¿Esa es la famosa información que aún estoy esperando que me cuentes?

—Ya te hablé de por qué teníamos que irnos de Madrid.

—No fuiste tú. Fue Sophie.

—Bueno —concedió Gabriel—, pero, fuera quien fuera, ya lo sabes.

—No me vale —insistió Clara—. Siempre que hablamos, llega un punto en que te callas y cambias de tema. Siempre parece que estés a punto de contarme algo importante de verdad y nunca lo haces.

—No hay nada más que debas saber. En cuanto lo necesites, no tendrás ni que preguntarlo, porque yo mismo te diré lo que haga falta. Pero, por favor, confía en mí. En este momento ya sabes todo lo necesario.

—Y, claro, tengo que confiar en ti porque no te había visto en la vida, pero eres mi tutor y el hermano de mi padre —hizo una pausa antes de añadir—, o eso dices.

—Sí.

—Pues no cuentes con ello. No soy una niña y tengo derecho a saber quién soy, quienes somos los Riglos y de qué va todo este asunto del ocultamiento. Por qué vuestros abuelos se cambiaron el nombre y quiénes nos persiguen. Si tengo o no más tíos o parientes sorpresa, si tendré que quedarme en Bosca el resto de mi vida o, en fin, si voy a acabar con la cabeza a dos metros del cuerpo antes de cumplir los dieciséis.

Óscar evitó que Gabriel tuviera una reacción desmesurada.

—Clara, no insistas —pidió Óscar.

—Es que es absurdo —le espetó Clara—. Cuando hablo con Sophie me dice que tal cosa y tal otra me la tiene que contar mi tío y cuando hablo con él no puede contarme nada.

Se volvió a Gabriel.

—Pues al menos deja que me lo cuente ella… —pidió—. O tú, Óscar.

Gabriel le lanzó una mirada disuasoria y en ese punto acabó la conversación.

картинка 13

Era frustrante. El relato de Sophie, que en realidad no aclaraba nada, era la única explicación con la que Clara podía contar; la difusa historia de una familia perseguida, sin saber muy bien por quién ni por qué, aunque, eso sí, por razones trascendentales para la raza humana. Pocas explicaciones podían ser menos satisfactorias que eso. ¿A dónde o a quién podría preguntar? Óscar parecía el más accesible de los dos, pero desde que habían empezado las clases, no había espacio para investigaciones, ni explicaciones ni nada que terminara en «ones». Óscar la recibía por las tardes y su tío la despedía por la mañana. Los dos trabajaban hasta tarde, porque siempre que Clara se despertaba había alguna luz encendida y oía conversaciones apagadas, pero no sabía en qué, ni cuánto durarían esos trabajos.

Por otro lado, su cuarto era muy guay y todo un éxito en el instituto: «¿Que vives en la Casa de la Bruja? ¿Y duermes en la torre? ¡Tienes que invitarme a tu habitación pero ya!». Pero su tío siempre se negaba a darle permiso.

—Nadie entrará en esta casa hasta que sepamos si son o no tus amigos de verdad y puedes fiarte de ellos. Óscar o yo tenemos que conocerlos antes.

—¿Por qué?

—Es mejor que no sepas los detalles.

Estaba harta de esa contestación. Y además, qué más daba. En cuanto llegaran y vieran que no había internet, solo libros y discos, seguro que ya no les molaba tanto.

2

Pero no todo era malo. Una de las consecuencias de vivir sin internet y apenas sin televisión era que Clara no había leído tanto en su vida. Ya no solo libros de fantasía: libros de literatura «de verdad».

Madame Bovary le resultó demasiado duro, así que lo dejó. Aunque podía entender a esa mujer muriéndose de asco en una ciudad pequeña. Ojeó el Ulises de Joyce y al cabo de un rato se dio cuenta de que no entendía ni una palabra. «Léetelo en inglés», le dijo su tío. Solo faltaría eso. Bastante tenía con comerse la cabeza en castellano para ponerse con un libro de 600 páginas y un diccionario al lado.

Pero en cambio le encantó Borges. El Aleph era un cuento genial. Fantástico y real y, al mismo tiempo… ¿no le estaba pasando a ella algo parecido? Vivía rodeada por cosas increíbles y sabía que los demás no las reconocerían aunque pudieran verlas. Por supuesto, en el cuento el aleph era auténtico, y lo de los Riglos y la secta… bueno, Clara aún tenía sus dudas.

Cuando terminó, le pidió otros libros de Borges a su tío, que le pasó las obras completas, pero a Clara no le hicieron mucha gracia los poemas. Prefería al Borges cuentista.

De modo que se estaba volviendo una chica superculta. Una frikie , vamos. Pero frikie con clase, no de los Klingon y eso. Frikie de premios Nobel. Borges era premio Nobel, ¿no?

Claro que un chateo insustancial de cuando en cuando, algún comentario borde en internet o un SMS con mala baba entre amigos… eso se echaba de menos. Incluso un golpe de serie cutre, para desculturizarse un rato.

Sorprendentemente, la segunda semana sin tele ni redes sociales todo empezó a resultar mucho más interesante. Tenía tiempo para hacer los deberes, leer y dibujar y, sin conexión a internet, el tiempo en el ordenador lo utilizaba para escribir. Estaba empezando a llevar una especie de diario y eso cada vez la llenaba más. De pronto tenía ganas de volver a su torre a imaginar universos y escribir reflexiones. Su lenguaje se estaba volviendo más rico y el Word le corregía faltas de ortografía que ahora se le estaban haciendo evidentes. Eliminar la escritura taquigráfica de los SMS empezaba a ser un placer.

Pero Nuria e Inés eran las dos únicas amigas que tenía. Los padres de Nuria estaban siempre delante e Inés era aún demasiado pequeña para tratar ciertos temas. Si pudieran utilizar su habitación, ese refugio perfecto, con maravillosas vistas y aislado por completo, donde hablar de lo que quisieran sin ser molestadas, sería genial.

Esa tarde se plantó delante de su tío y le dio un ultimátum.

—Necesito que dejéis a mis amigos venir aquí. Me da igual que creas que nos van a delatar o que su visita provocará la tercera guerra mundial. En esta casa hace falta alguien que tenga menos de cincuenta años.

—Óscar tiene treinta y yo, cuarenta y dos.

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