La semana se convirtió en un no parar de imprimir invitaciones, elegir decoraciones y hacer collares, esto último a cargo de Óscar y Gabriel. Con tanto movimiento, a Clara casi se le había olvidado que quería conectarse a internet.
Casi.
Durante los desplazamientos al salón donde se iba a celebrar la fiesta, había localizado un cibercafé en una calle cercana. Como Gabriel se negaba a que los amigos de Clara le ayudaran dentro del local, siempre iba allí sola. Y en uno de los viajes, aprovechando que ni Gabriel ni Óscar venían con ella, entró en el establecimiento, pagó la tarifa mínima y se sentó, al fondo, frente a un ordenador. Suspiró un momento antes de entrar en su cuenta de Facebook. Introdujo su email: ccarrasco789@hotmail.es…
O lo intentó, porque cuando intentaba escribir «Carrasco», en la pantalla aparecían otros caracteres. Menuda mierda el amuleto ese.
Se lo quitó; nada. Lo guardó en el bolsillo; nada. Le pidió a la chica que atendía el Cíber que se lo guardara…; nada. Debía tener un radio de acción enorme.
Tendría que abrir una nueva cuenta de correo.
Al cabo de un rato la tenía configurada: csanchez789@hotmail.es (cuanto más se pareciera a su correo antiguo, más fácil sería que supieran quién era). Ya podía crear una cuenta de Facebook con su nuevo nombre. Intentó usar la cámara del ordenador para hacerse una foto, pero solo obtuvo una masa de colores remotamente humanos en donde debía estar la cara. Lo intentó un par de veces más, sin éxito. La computadora debía estar estropeada. Pues sin foto, qué demonios. Abrió su cuaderno de notas, dispuesta a enviarle un correo a Adolfo… Y entonces se dio cuenta de que con el apellido cambiado y sin una foto iba a ser difícil que la reconocieran.
Cuando estaba dándole vueltas a la solución del problema, miró por la ventana y vio a su tío dirigirse al local del cumpleaños. Se levantó a toda prisa y salió corriendo; tenía que llegar antes que él o se acabarían las escapadas sorpresa. Evitó el recorrido que seguía Gabriel, metiéndose por calles secundarias, y logró entrar en el local segundos antes de que su tío llegara.
Al menos ya tenía configurada la cuenta. La próxima vez, la usaría.
Bruno Candial había dormido en Ismara. Desde los ataques de la Hermandad, cada vez lo hacía más a menudo. Siempre se había sentido más seguro en Ismara que en la superficie, pero ahora no era una cuestión de percepción. La superficie era peligrosa. Bruno era de la vieja guardia, de los pocos que aún se negaban a rodearse de electromagnetismo, módems, routers y todos esos aparatos modernos. Que le dieran un buen par de legajos, oliendo a polvo y ácaros, algo tangible, y lo verían disfrutar.
A las cinco encendía el fuego en su tahona, una de las pocas panaderías con horno de leña que quedaban en Bosca, y allí se dirigía cuando vio a Antoine salir de la Biblioteca de Ismara. Bruno observó cómo miraba a uno y otro lado antes de dirigirse a una de las salidas. Le pareció que no quería ser visto, y él mismo se ocultó. No era una hora habitual y ese comportamiento era sospechoso. Habían empezado a correr rumores insistentes sobre la presencia de un topo en la Societas , y no tenía ninguna intención de acabar con la cabeza separada del cuerpo. Esperó a que Antoine saliera de Ismara y, minutos después, hizo lo mismo.
Cuando Natalia acudió, como todos los días, a comprarle el pan, lo comentó con ella. Pero Natalia le restó importancia. Antoine estaba investigando la historia de los Riglos y su relación con Ramyr. Era normal que estuviera en la Biblioteca. Y en cuanto a la hora… ¿cuántas veces no se habían quedado ellos estudiando o leyendo hasta la madrugada?
Mientras Natalia salía de la panadería, Bruno se preguntó si no sería oportuno hablarle a Antoine de los libros del reservorio, que Gabriel descubrió y sirvieron para deducir que su sobrina podía ser el instrumento que estaban esperando. ¿Quién los tenía ahora? Había sido una investigación complicada, trabajando cada uno por su lado, unos en Ismara, otros en Bosca, o en Francia… ¿Seguían los libros en la Biblioteca o se los había quedado alguno de los investigadores? Natalia, Gabriel, Sophie… Sophie era como una madre para Antoine. Si los tenía ella, Antoine habría podido consultarlos. ¿Óscar…? Tal vez. O Mónica, aunque, desde que era alcaldesa, sus trabajos como investigadora estaban un poco estancados. Los libros se habían repartido entre ellos, de eso estaba seguro, pero juraría que se devolvieron al reservorio. Cuando volviera a ver a Antoine, se lo comentaría.
—Estás pillando fama de pija —dijo Nuria, en tono confidencial.
Clara casi se atragantó con la manzana. Acababan de terminar el primer bloque de clases y estaban almorzando en el patio. Miró a su amiga, atónita.
—¿Qué?
—Es lo que comentan todos. Por lo de la fiesta —añadió—. Todos la llaman ya Sweet Sixteen .
—No me fastidies —se quejó Clara, mirando suspicaz a su alrededor. Le pareció ver caras que la miraban con expresiones de desaprobación. ¿O es que se estaba emparanoiando?
—Sí. Y todos esperan que te regalen una moto, un apartamento en la playa o cualquier otra historia de esas; que salgas a cantar Mamma Mia o algo así con un coro de bailarines profesionales y que invites al Dani Martín o algún famoso. Como si fueras yanqui.
—¡Venga ya!
—Pues sí —confirmó Nuria, y luego, conciliadora, añadió—. Pero no hace falta que hagas nada de eso. Con las piñatas, alguna bebida y patatas fritas, a mí me parece que ya está bien.
—Pero es que ni siquiera es mi cumpleaños, que es en febrero… Eso ha sido idea de mi tío, que quiere… —No; mejor que no le contara a Nuria las paranoias de su familia, porque si se daba cuenta de lo grillados que estaban todos, ya la podía dar por perdida—. …bueno, tonterías suyas.
—Que a mí me gusta la fiesta, de verdad. Yo solo te cuento lo que hay. Y oye, si tú y yo sabemos que no eres ni pija ni rara, lo que piensen los demás da lo mismo, ¿no?
Sí, claro que daba lo mismo… Que te marcaran como la frikie -pija al mes de llegar a un instituto era lo mejor que te podía pasar… Si buscaba argumentos para un cuento costumbrista, ya tenía uno, con ella de personaje principal.
A cada segundo odiaba más esa maldita fiesta.
Pero llegó el día. Gabriel tenía preparadas cientos de guirnaldas, una para cada invitado, que brillarían en la oscuridad. Primero en blanco, pero un par de minutos después de ser colocadas, se colorearían en tonalidades que irían del verde lima al azul eléctrico y del rosa chicle al ámbar. Gabriel le explicó el código: azules y verdes podían ser invitados a su casa sin problemas; del rosa al amarillo, con reservas (solo si una exhaustiva investigación los identificaba como no peligrosos). Pero las que brillaran en ámbar marcarían a alguien peligroso y esa persona debería ser neutralizada de inmediato.
—¿Asesinada? —preguntó Clara, entre asustada y esperanzada—. Porque tengo un par de nombres en mente…
—No —remarcó Óscar, riendo—. Neutralizada. Hay compuestos que producen pérdidas selectivas de memoria. Recordarán entrar en la fiesta, pero nada más. Y luego tendrán muchas dificultades para memorizar cualquier dato que se refiera a ti.
—¿Y cuándo me enseñaréis a hacer esos conjuros? —preguntó Clara. Si algo se le estaba haciendo evidente era que los aparatos que construía la secta de su tío funcionaban. ¿Habría parte de verdad en lo que le habían contado? Tal vez. Claro que de ahí a tragarse lo de la conspiración contra su familia había un mundo.
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