Ricardo Monreal Ávila - La infamia

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Esta obra narra la infamia que el Estado Mexicano urdió contra la familia Monreal desde 1998, cuando puso en marcha un operativo para desacreditar a un adversario político: Ricardo Monreal. Sin una sola prueba, sembró en la prensa sembró la semilla de la infamia. Desde entonces y hasta 2018 ha utilizado, de manera intermitente, una sucia maniobra para tratar de entorpecer un proyecto político alternativo. Las instituciones que deberían dar seguridad y certidumbre a la sociedad, se pusieron al servicio del grupo que ostentaba el poder para reprimir y amedrentar.

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Con el paso del tiempo, las sociedades crecieron —en habitantes y extensión territorial—, por lo que se fueron volviendo más complejas, lo que trajo consigo nuevos retos que las viejas organizaciones políticas, los Estados, no podían enfrentar con éxito; hubo pues que modernizar al Estado. De nuevo surgieron muchos pensadores, particularmente después de la Edad Media, que estudiaron de dónde venía y hacia dónde debería encaminarse el nuevo modelo. Más allá de sus posturas para justificar los Estados absolutistas, podemos decir que dentro de la ciencia política se acepta que una de las primeras concepciones del Estado moderno fue la propuesta por Thomas Hobbes, precursor de la teoría del contrato social.

Para Hobbes, las ideas y modelos sociales que subsistían en su época habían hecho que el hombre fuera el lobo del hombre (homo homini lupus), por lo que una manera de cambiar esta situación era buscar una nueva forma de convivencia social que se centraba en una idea: que todas las personas pertenecientes a una sociedad entregaran, de manera racional y voluntaria, parte de sus derechos a una sola instancia, que sería la que podría tomar decisiones, buscando así que la paz reinara frente al caos o la guerra. Y aunque las ideas de Hobbes son hoy catalogadas como absolutistas, pues la democracia representativa no entraba aún en escena, lo cierto es que su pensamiento marcó el inicio de la idea de la sociedad civil —a través de este contrato social—, y con ella los riesgos que implicaba, especialmente, el peligro de que el soberano —en el cual se deposita la representación— utilice de manera incorrecta el poder que la sociedad le confiere.

Después de Hobbes muchas otras grandes figuras intentaron refinar las maneras en que las sociedades modernas podrían organizarse; ejemplos de ello son el inglés John Locke y el francés Montesquieu. Para Locke —a diferencia de Hobbes— el poder sólo se ejerce para preservar los derechos (a la vida, la libertad y la propiedad) de los integrantes de este contrato social, lo cual se logra a través de la ley.

Pues la ley, rectamente entendida, no es tanto la limitación como la orientación de las acciones de un agente libre e inteligente hacia su propio interés… el fin de la ley no es abolir o restringir, sino preservar y aumentar la libertad… pues la libertad consiste en estar libre de las restricciones y violencias de los demás. 6

Montesquieu, en su emblemática obra El espíritu de las leyes, marcó una hoja de ruta con unas coordenadas muy claras que llevarían a las naciones a buen puerto. Esto no significaba que en el trayecto no fuera a haber tormentas, pero al menos ya se tenía un destino mucho más preciso para la nave cuya tripulación y pasajeros eran gobernantes y gobernados: era la nave del Estado. Estableció un principio básico que desde entonces es aplicable a cualquier modelo democrático: la división de poderes. Para él, “cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad [y] tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo”. 7Alertaba así del peligro que se corre cuando se concentra el poder en una sola persona, pues lo más probable, dada la naturaleza humana, es que se abuse de él. Esto se puede evitar de una manera relativamente simple, distribuyendo competencias y potestades entre distintos órganos de gobierno, en aras de un equilibrio que permita que, si hay desavenencias o algún intento de abuso, sea el poder quien enfrente al poder. 8Así pues, en la mayoría de los países poco a poco se fue cimentando la idea de la democracia representativa y la división de poderes.

México fue, por supuesto, imbuido de muchas de las ideas del Renacimiento y los esbozos de lo que sería el Estado moderno. Para muchos autores la influencia francesa fue la que predominó cuando los aires de cambio empezaron a sentirse desde finales del siglo XVII y principios del XVIII. Otros alegan, con cierta razón, que la independencia norteamericana y la discusión para la elaboración de su Constitución también tuvieron eco en la conformación de nuestro país. La mayoría de quienes se convertirían en nuestros excelsos defensores de la independencia y la libertad leían con fruición a Locke, Montesquieu, Rosseau; pero también a los norteamericanos Madison, Hamilton y Jay. Quizá Madison fue el más agudo de los tres al reflexionar sobre cómo debería ser la Constitución de su país. Para él, “la acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía”. 9Sabía también, “que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”, 10por lo que, “en todos los casos en que se ha de conferir un poder, lo primero que debe decidirse es si dicho poder es necesario al bien público, lo mismo que lo segundo será, en caso de resolución afirmativa, cómo precaverse lo más eficazmente que sea posible contra la perversión del poder en detrimento público”. 11

Para algunos, todas estas ideas se vieron reflejadas en la Constitución de Apatzingán de 1814, impulsada por José María Morelos y Pavón, en la cual la separación de poderes fue la manera de no depositar todo el control en una sola persona. 12Algunas de las constituciones posteriores (desde la Constitución de 1824 hasta la de 1857, y finalmente la de 1917) trataron de generar mejores y más claros contrapesos, pero, aun así, el Porfiriato —la dictadura totalitaria en México— pudo echar raíces durante más de 30 años.

Después del Porfiriato, cuando quedó claro que la concentración del poder del Estado en un solo individuo y su uso indebido no podía ser contenido solamente por el hecho de que estuviera estipulado en la Constitución, las estructuras de control en México cambiaron notoriamente. La institucionalización de la Revolución intentó darle el poder a una institución política —y no a una persona— que en México se convirtió en un partido hegemónico. Durante ese largo periodo —más de 70 años— se pueden identificar a ciertos líderes cuya preeminencia nos regresó al punto de partida: el poder concentrado en las manos de un solo hombre, quien hacía y deshacía vidas y destinos, con la única diferencia de que sólo podía hacerlo durante seis años. Así se pervirtió el modelo. Más que señalar un culpable en particular, lo cierto es que los componentes del modelo hegemónico fueron los que impidieron que los postulados de la división de poderes se llevaran a la práctica. Desde el Porfiriato —con algunos breves interludios— hasta fechas muy recientes, los poderes Legislativo y Judicial estuvieron supeditados al jefe del Estado mexicano; en este hiperpresidencialismo, se llegó a hablar incluso de facultades metaconstitucionales, 13que en realidad lo que significaban era que el ejecutivo en turno hacía uso a su antojo de todo el aparato gubernamental. Lo cierto es que después de siete décadas, el modelo autoritario estaba agotado; sin embargo,

ninguno de los ocupantes de Los Pinos pudo o siquiera se propuso asumir la responsabilidad de transformar el sistema existente. Por el contrario, con diferentes estilos, todos y cada uno de ellos decidieron preservar la contradicción central de su gobierno y del régimen —ser democrático en la forma y antidemocrático en la esencia— [y] defender los privilegios de la clase política con todos los medios a su alcance. 14

Y uno de estos medios fue mantener bajo la férula del Ejecutivo a los otros dos poderes, por lo que podemos decir que en México el Estado nunca alcanzó una verdadera modernización debido a que los contrapesos institucionales fueron, en la práctica, inexistentes.

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