Jorge Óscar Sánchez - La predicación

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Esta obra tiene como trasfondo el mundo de
habla hispana y está dirigido a las
personas de todos los niveles académicos de nuestro continente. Lo que enseña en este libro el Dr. Sánchez son
lecciones vitales que vienen respaldadas por
resultados concretos de su experiencia ministerial desde el púlpito, de su experiencia como profesor de homilética y de su cualidad como buen oyente, primera facultad que caracteriza a todo verdadero predicador.

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El científico moderno ha perdido a Dios entre las maravillas de su mundo; y nosotros los cristianos estamos en serio peligro de perder a Dios entre las maravillas de su palabra» 6.

El apóstol Pablo tiene palabras crucialmente vitales para todos los predicadores evangélicos que han perdido a Dios entre las maravillas de su palabra: «… pues nuestro evangelio no llegó a ustedes en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre» (1 Ts. 1:5). La predicación cristiana auténtica tiene como único fundamento la palabra de Dios y un estudio serio y sistemático de ella, pero el fuego de lo alto debe descender sobre el sacrificio en la cumbre del Carmelo. De otra manera es querer edificar la iglesia con madera, heno y hojarasca, materiales combustibles que no resistirán la prueba del fuego cuando Dios examine nuestros ministerios (1 Cor. 3:10-15).

El segundo peligro que todo predicador auténticamente cristiano debe evitar, es creer que la predicación es un mero debate teológico . Muchos pastores contemporáneos al predicar dejan la impresión que para ellos la predicación es un diálogo intelectual con los que atacan nuestra fe. Es responder las preguntas de enemigos imaginarios. Parecerían razonar, que si lográramos que los inconversos vean la superioridad de nuestra posición, entonces vendrán a la fe. Sin embargo, debemos recordar que los hombres y mujeres nunca vendrán a Dios por la superioridad de nuestra postura filosófica, lo elaborado de nuestros razonamientos, o cuán brillantes puedan ser nuestros argumentos. Una de las manifestaciones más exageradas de esta tendencia es la de ciertos grupos que van a las universidades para tener debates con los exponentes de otras corrientes radicales. Y esperan que diferentes miembros de la audiencia puedan convencerse de la superioridad de los argumentos cristianos y de esa manera respondan a la fe.

Cuando vivía en Canadá fui invitado por uno de los ministerios para-eclesiásticos más reconocidos a nivel mundial a observar un debate en la universidad de British Columbia. Allí, el brillante apologista de este ministerio, debatiría al Dr. Henry Morgentaler. Este, un judío que sobrevivió a dos campos de concentración alemanes, era en aquellos días la fuerza más grande a favor del aborto en Canadá. Hasta el momento del debate, este hombre había abierto una sola clínica para abortos en Vancouver. El motivo de oración que se nos pidió antes del debate era que, el Dr. Morgentaler conociera a Jesús, y detuviera su marcha destructiva. Además, que los estudiantes que asistieran al debate, no solo aceptaran a Cristo, sino que detuvieran su curso de acción en caso que estuvieran considerando dar el paso de terminar con una vida humana.

Recordemos siempre que si una persona vendrá a creer en el evangelio, nunca será por sus propios razonamientos o los nuestros, sino por la obra de iluminación y revelación que el Espíritu Santo opera en el corazón humano.

Asistí al famoso debate, y me dejó la indeleble impresión que había presenciado un diálogo entre dos sordos. Como resultado del debate, el Dr. Morgentaler no aceptó a Jesús, y encima siguió abriendo clínicas a lo ancho de todo el mapa de Canadá. Tampoco recuerdo que un solo estudiante se haya interesado por la posición cristiana, más bien, cada vez que pudieron, aplaudieron al médico y abuchearon al evangelista.

Debemos entender que la apologética no tiene ningún poder a la hora de enfrentar a las huestes espirituales de maldad que se nos oponen. Más bien recordemos siempre que si una persona vendrá a creer en el evangelio, nunca será por sus propios razonamientos o los nuestros, sino por la obra de iluminación y revelación que el Espíritu Santo opera en el corazón humano. Un ser humano muerto en delitos y pecados y enceguecido espiritualmente por el dios de este siglo (2 Cor. 4:4), nunca vendrá a Jesús a menos que el Padre le traiga (Juan 6:44). Nuestra misión, por tanto, es proclamar los grandes hechos de Dios en Cristo Jesús y confiar que el Espíritu Santo hará la obra de convicción que Jesús prometió que haría, llevando el fruto que glorifique al Padre.

El tercer peligro al que muchos pastores evangélicos deben prestar atención, es hacer que el centro de la predicación sean los humanos, y no Cristo Jesús.

En los últimos treinta años, uno de los bisnietos del liberalismo que ha llegado a morar en muchísimos púlpitos evangélicos, es la idea de que si queremos atraer a personas a la iglesia, debemos predicar sermones que respondan a las necesidades sentidas de los oyentes . Los que sostienen estas convicciones anuncian que las virtudes de esta predicación son la clave para el crecimiento rápido de la iglesia. Nos dicen que si predicamos sermones interesantes, como los artículos de Reader’s Digest, las personas vendrán a la iglesia y nuestras posibilidades de alcanzarlos son tanto mayores.

Este razonamiento tiene algo de verdad. Es cierto que si queremos atraer a los inconversos, nunca lo lograremos predicando párrafos desconocidos como la parábola de Ahola y Aholiba. En ese sentido, hay infinidad de predicadores que deberían exclamar con Caín: «Grande es mi maldad para ser perdonada». Sus sermones responden a preguntas que nadie está haciendo, y dejan sin contestar las que todos nos estamos haciendo . Cuesta creer que en el culto del domingo, cuando la iglesia es visitada por el mayor número de no cristianos que llegan buscando respuestas para los dilemas de la vida, un predicador elija como tema: «La disciplina en la iglesia», o «Cómo ser un mejor amigo», o «Cómo tener mejor intimidad con mi esposa». Hacer esto es una muestra acabada de falta de sentido común. Habiendo tantos temas apasionantes en la Biblia para tratar, hay predicadores que todo lo hacen un aburrimiento.

La otra cara de la moneda, sin embargo, es que el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones. El anhelo de alcanzar a las personas es uno que todos los cristianos verdaderos compartimos, pero si en el proceso centramos nuestro mensaje en las necesidades humanas a expensas de la persona y la obra de Cristo, los predicadores dejamos de ser médicos del alma para convertirnos en pobres curanderos. Es administrarle morfina al paciente para que no sienta el dolor, mientras el cáncer se lo come silenciosamente desde adentro. Después de todo, ¿cuáles son las necesidades sentidas que tiene un ser humano sin Dios? La respuesta la da esa vieja canción popular: «Tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor». Eso es todo. Así es como ellos ven la vida. Un ser humano muerto en delitos y pecados, no piensa en su alma, en la eternidad, en Dios, en cómo está su vida a los ojos de un Dios infinitamente santo, en que puede ganar el mundo y perder su alma, y que en consecuencia su necesidad más imperiosa y apremiante es la de un Salvador personal y poderoso. Por tanto, el mensaje cristiano siempre comienza con Dios; luego venimos nosotros.

En la lucha espiritual en la que nos hallamos enfrascados, al enemigo no le importa en lo más mínimo que las personas lleguen a la iglesia, que escuchen y aprendan de Dios, mientras no se les señale el pecado y la necesidad de un Salvador personal. Si nuestros sermones nos enseñan a triunfar sobre el stress, pero no nos indican el camino a la cruz de Cristo, el enemigo ya ganó la batalla. El Señor dijo: «Si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Jn. 12:32). Esa cruz fue, es y será hasta el último día de la historia humana el centro de nuestra fe y la esperanza para nuestra redención, liberación y transformación personal.

Cuando los primeros misioneros cristianos llegaron a Groenlandia, encontraron a personas tan ciegas y depravadas moralmente, que pensaron que predicarles sobre Cristo sería una pérdida total de tiempo. Más bien se dijeron a sí mismos, «primero debemos mostrarles la diferencia entre el bien y el mal, en qué consiste una conducta buena y noble». Así lo hicieron, y después de años de labor no vieron ningún cambio. Sin embargo, todo comenzó a cambiar cuando un misionero a través de un intérprete le estaba hablando a uno de los nativos, y le compartió Juan 3:16. Para su sorpresa, el nativo le dijo: «¿Usted quiere decir que el Hijo de Dios dio su vida por un depravado groenlandés como yo?». «Así es», fue la respuesta del misionero. Cuánto mayor fue su sorpresa cuando el nativo le dijo: «¿Y por qué no me lo había contado antes?». El poder de la cruz con su luz comenzó a penetrar la oscuridad del error, la ignorancia y las supersticiones. Las conversiones a partir de allí vinieron por centenares.

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