Jorge Óscar Sánchez - La predicación

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Esta obra tiene como trasfondo el mundo de
habla hispana y está dirigido a las
personas de todos los niveles académicos de nuestro continente. Lo que enseña en este libro el Dr. Sánchez son
lecciones vitales que vienen respaldadas por
resultados concretos de su experiencia ministerial desde el púlpito, de su experiencia como profesor de homilética y de su cualidad como buen oyente, primera facultad que caracteriza a todo verdadero predicador.

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Soy el primero en defender la idea de que hoy Dios sigue hablando a su pueblo, la pregunta es: ¿cuándo y dónde lo hace? A mí me habla principalmente en mi estudio cuando estoy preparándome y desarrollando mi sermón para el próximo domingo. ¿Me habla también cuando estoy en el púlpito? Por supuesto. La práctica, sin embargo, me ha enseñado a no confiarme, porque nunca estoy muy seguro si lo que me viene a la mente en un determinado momento es la voz de Dios, o son mis propios razonamientos que me impulsan a decirle algo fuerte a algún mal educado que está molestando y distrayendo a los demás. Si usted no está viviendo en tiempos de una visitación espiritual poderosa, le ruego que se ponga a estudiar y no haga que el nombre de Cristo llegue a tener una pobre reputación por su charlatanismo barato.

Esta diferencia en la forma de concebir la predicación ha dado como resultado que los pentecostales acusan a los evangélicos de ser «luz sin fuego», y los evangélicos les devuelven el favor diciendo que los Pentecostales son «fuego sin luz». Esta polaridad no debe existir. La verdadera predicación cristiana debe combinar los dos elementos en forma balanceada. Jesús dijo que Juan el Bautista fue «una antorcha que ardía y alumbraba» (Jn. 5:35). En él se combinaban el conocimiento y la pasión. Lo mismo se debe decir de nosotros.

c. El movimiento carismático:

En un domingo de enero, en pleno invierno canadiense, junto con mi familia decidimos visitar una iglesia evangélica cercana a nuestra casa. Llovía y hacía un frío intenso, por tanto, bajé a Frances y a Christopher en la puerta de la iglesia y yo fui a buscar un lugar para dejar nuestro automóvil. Como siempre ocurre con los visitantes, me tocó ir hasta el punto más lejano del estacionamiento. Entre que volví al santuario, colgué mi abrigo y el paraguas, se me fueron varios minutos del culto. Cuando me acerco a la puerta del salón de reunión uno de los ujieres me extiende el programa y me saluda. Después de contestar a las preguntas habituales, le digo: «Se ha hecho tarde… mejor que entre ya». «No se haga problema», fue su respuesta, «no perdió nada. Solamente los cantos».

La respuesta de este hermano en Cristo describe con precisión absoluta la manera de pensar de la gran mayoría de los evangélicos a lo largo de los últimos siglos y de una pequeña minoría en el presente. La idea que se sostenía era, que el componente central del culto era el sermón, y los cantos eran apenas un aperitivo para el plato principal. En algunos casos las canciones eran una excusa para darles unos minutos extra a los que siempre llegan tarde; en el mejor de los casos, era para crear una cierta «atmósfera» para la predicación. Esta forma de pensar habría de ser desafiada y alterada a partir de la aparición del movimiento carismático.

Partiendo desde el tronco principal del pentecostalismo, el movimiento carismático hizo su aparición en la década de los sesenta, y desde entonces se ha difundido por todo el mundo. Sus doctrinas han sido básicamente las mismas del movimiento pentecostal, pero su contribución distintiva al reino fue volver a descubrir el valor de la adoración a Dios. Unido al momento en que Los Beatles hacían su impacto en la cultura popular, este movimiento trajo un nuevo estilo de «adoración» (traducido… de hacer música). Los viejos himnos fueron reemplazados por canciones cortas; el piano y el órgano de tubos fueron cambiados por la batería, el piano y las guitarras eléctricas; la rigidez corporal de los evangélicos dio lugar a las palmas, los brazos levantados y diversas formas de expresión corporal. Mientras antes los cantos eran un relleno dentro del culto, ahora las canciones espirituales llegaron a ser su componente primordial.

Este nuevo movimiento también tuvo su impacto sobre la predicación cristiana. Una de las novelerías que comenzaron a difundir es que la iglesia crece por el poder de la alabanza. Estoy de acuerdo cuando la Biblia enseña que Dios vive en medio de las alabanzas de su pueblo (Sal. 22:3); y al leer relatos como el de 2 Crónicas 20 y la gran victoria militar que obtuvo la nación de Judá a consecuencia de «comenzar a alabar», debemos reconocer que la alabanza es un arma poderosa para el avance del reino. Por tanto, debemos darle la bienvenida a este nuevo énfasis que volvió a colocar la alabanza y la adoración en el lugar que le corresponde dentro de nuestros cultos. Sin embargo, cuando uno escucha a algunos líderes afirmar que la alabanza es el medio principal para el crecimiento de la iglesia, se queda asombrado frente a otro caso de una brutal miopía doctrinal e histórica. ¿Qué decimos frente a esta idea? Quisiera responder apelando a la Biblia, a las lecciones de la historia de la iglesia y a los ejemplos del presente.

Según la Biblia, la misión de la iglesia es hacer discípulos para Jesucristo (Mt. 28:18-20) 8. El mismo Señor nos indicó que para que las personas llegaran a ser discípulos maduros, debíamos enseñarles a guardar todas las cosas que él nos mandó. La predicación y la enseñanza de la Palabra de Dios son los dos pilares fundamentales del discipulado. A la enseñanza luego le agregamos: la comunión con los hermanos, el servicio a los demás, la oración colectiva, el compartir la fe con los de afuera, etc. Y cuando crecemos en el conocimiento de Dios, entonces, la oración, la alabanza y la adoración llegan a ser la máxima expresión de nuestro amor hacia él. Al conocer el ser de Dios y la grandeza de su amor para con nosotros respondemos con el deseo de que Cristo sea exaltado en nuestra vida y sobre todo el universo. Cuando nos reunimos como iglesia, por ende, es para darle gloria, honra y honor a Jesús, que es el Cordero de Dios y él único que merece recibirla. La calidad de nuestra adoración siempre será en medida proporcional a nuestro crecimiento personal. Y no me cabe la menor duda que cuando declaramos la gloria de Dios a los principados y potestades (Ef. 3:10), al elevar nuestras voces, el mundo espiritual queda impactado y el Espíritu Santo tiene libertad para moverse en medio de su pueblo. Y de esa manera abrimos las puertas para mayores conquistas.

Sin embargo, si una persona será salva, primero tendrá que aceptar ciertas verdades proposicionales que deberá entender con la mente, creer con el corazón y confesar con la boca (Rom. 10:8-9), y ponerlo en práctica en su vivir diario. La alabanza no tiene ningún poder para lograr semejantes resultados. La alabanza podrá ablandar el terreno duro, pero si luego sobre ese terreno preparado no se siembra la semilla de la palabra viva, en vano trabaja el labriego. La enseñanza y la alabanza siempre deben ir tomadas de la mano. Pero mucho cuidado con confundir el orden: la predicación siempre debe conducir a la alabanza, nunca al revés.

Años atrás llegó a nuestra iglesia un hermano que ilustra hasta qué extremo se puede llegar a distorsionar una buena enseñanza. Me contaba que en su iglesia solamente se reunían para adorar, y sus cultos muchas veces ¡se extendían hasta siete horas!!! Se jactaba de que ellos no abrían la Biblia en el culto. Me contaba que la alabanza era una experiencia emocional liberadora y que regresaban a casa exhaustos, pero muy «livianos» para encarar la semana. Mientras me compartía semejante modelo de culto público, no pude menos que pensar, ¿qué diferencia hay entre estos «adoradores» y los espectadores que van a un partido de fútbol, y tienen una catarsis emocional al «adorar» a su equipo favorito gritando y blasfemando durante dos horas? Ellos también regresan a casa «livianitos y renovados emocionalmente». Este tipo de cristianos y modelo de culto son el ejemplo viviente de la corriente que ha atrapado a muchos ingenuos en la actualidad, y es que adoran la adoración . La adoración es todo lo que importa. Especialmente, si se adora imitando a los artistas de moda (aunque los tales se hacen llamar adoradores, salmistas, etc.). Todo lo demás, inclusive la predicación, carece de valor. La adoración es buena para ellos. Si Dios aprueba o reprueba semejante ejercicio, no les preocupa mucho.

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