Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura
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La directora se puso en guardia. Sabía que tarde o temprano iban a llegar las preguntas, pero la pilló desprevenida. Dudó.
—No, que yo sepa, pero podemos comprobarlo inmediatamente —dijo girándose hacia el monitor y poniendo las manos sobre el teclado del ordenador. El juez le recordó su nombre completo y le facilitó el número de DNI de la difunta. Inmediatamente comprobó que únicamente existía el registro del día 3 de noviembre.
Pablo Víctor puso cara de circunstancias mientras sacaba conclusiones mentalmente. No quería dar a entender nada sobre sus pensamientos y con su gesto habitual de acariciarse el mentón hizo otra pregunta.
—¿Está segura? ¿Completamente segura —reforzó— que se hospedó sola y que no recibió ninguna visita desde su llegada?
—Se alojó sola y aunque no es imposible que pudiera recibir alguna visita es altamente improbable que así fuera. Es un hotel muy pequeño y con fácil control de acceso. Pondría la mano en el fuego, por lo que me dijeron los empleados, que nadie entró ni salió de la habitación desde que llegó.
—¿Y los empleados? ¿Qué me dice del servicio? —disparó a quemarropa casi sin dejarla terminar la frase.
La directora suspiró quejosa mientras la tensión iba en aumento. No le había gustado en absoluto la insinuación, que pareció soliviantarle. Si pretendía involucrar al personal del hotel con la muerte, no se iba a mostrar colaboradora.
—Si está insinuando que algún empleado pudo tener relaciones sexuales con esa chica, le diré que casi todas somos mujeres. Aquí únicamente trabajan dos hombres, un recepcionista que empezó su turno cuando ya se había descubierto el cadáver y el mozo, que hace funciones de botones y que es homosexual. Creo que eso demuestra que no hay conexión entre la muerte y que se la follara antes un empleado —sentenció encabritada—. Ahora bien, si sospecha que aun así algún empleado pudo matarla, sea hombre o mujer, puede usted interrogarlos cuando estime oportuno, empezando por mí —culminó bastante alterada.
Las conclusiones eran aplastantes y rompían la relación que el juez estaba buscando entre la muerte y el acto sexual previo con el presunto asesino.
—Discúlpeme de nuevo. No pretendo involucrar a nadie del hotel, pero necesito esclarecer algunos datos. Estoy recopilando toda la información que pueda para tomar una determinación sobre el archivo de las diligencias judiciales. Me resulta todo tan extraño. ¿Por qué iba a hospedarse en un hotel alguien que vive en Valencia para suicidarse? ¿Para qué gastarse dinero pudiendo hacerlo en su casa sin coste alguno? —sabía que comenzaba a pisar terreno cenagoso, pero una fuerza indómita le empujaba a no reprimirse.
—Me parece de Perogrullo. ¿Qué le importa a una persona que se va a quitar la vida que le hagan un cargo en la visa? ¿No le parece ridículo cuestionar por qué se hospedó en el hotel? Suicidarse en su casa supondría un drama para la familia, un escándalo en la vecindad. Resulta mucho más aséptico como lo hizo. Pero ¿qué sabemos nosotros? Quizás tenía especial interés en que su última visión del mundo terrenal fuera una maravillosa vista al mar —apuntó con sarcasmo.
Este último comentario horadó el corazón de Pablo Víctor. Estaba obnubilado con esa defunción. La clarividencia de la directora, que él no poseía en esos momentos, estaba en consonancia con lo que pensaba todo el mundo. Decidió no empecinarse más en el caso. Su mente estaba obturada.
—Tiene usted razón. Puede estar tranquila. No hay más preguntas. Ha sido muy amable accediendo a atenderme. Muchas gracias.
La directora lo acompañó hasta la salida y lo vio partir con la esperanza de que no volviera a aparecer para incordiar con este asunto. Pero a su vez con la inconsciente esperanza de que por otros motivos ese hombre volviera a cruzarse en su camino.
Capítulo 8
Nostalgia, incomprensión, responsabilidad, sentido del deber. Sensaciones que se agolpaban sin orden ni concierto. Dura, la noche había sido muy dura. Sin pesadillas pero con un sueño discontinuo y poco reparador. Aunque había acordado con el inspector Nápoles que hablarían al día siguiente para que le contara sus averiguaciones, sabía que la incertidumbre no le dejaría conciliar el sueño. La indecisión por no molestar fue vencida por la inquietud y a las once de la noche lo telefoneó para que le contara el resultado de sus pesquisas. Se excusó diciendo que no quería llamarle en un día festivo. El inspector no se molestó. Norma Faulí vivía con su madre, pero desde que esta había fallecido por una neumonía hacía dos meses los vecinos no la habían vuelto a ver aparecer por allí. La chica les dijo que se había ido a vivir con su novio pero nadie la creyó, ya que tenía problemas psíquicos y pasaba largas temporadas en sanatorios para enfermos mentales, donde ingresaba cuando sufría alguna crisis. La pobre muchacha era esquizofrénica y solo tenía a su madre para que cuidara de ella. Lo del novio era otro de sus delirios, según su madre. Nunca la habían visto con ningún hombre, aunque ella decía que era por discreción, porque su pareja era una persona muy importante y quería mantener en secreto la relación. En conclusión, según palabras literales de la vecina de su mismo rellano: «La chica no estaba muy bien terminada. Vamos, que estaba loca». Desde el día del entierro de su madre no la habían vuelto a ver ni sabían nada de ella. La revelación de estos nuevos datos le removió el estómago y no le dejó descansar.
A pesar de la festividad el juez acudió temprano al juzgado para ponerse al día. Vertió el sobre de azúcar en el vasito de cartón y removió el café en el sentido contrario al que la mayoría de gente le da vueltas. Era otra de sus curiosas peculiaridades. Otra más en las que nadaba contracorriente. El cuerpo le pedía ingerir cafeína lo antes posible. La noche había sido convulsa y necesitaba comenzar el día despejado. Ya no podía decirse que nunca tomaba café. Últimamente estaba abusando de él. En su fuero interno seguía brotando una sombra de duda, pero había llegado el momento de tomar una decisión y debía dar carpetazo al asunto. No había indicios de criminalidad y por tanto no podía demorar más el archivo de las diligencias penales. Ya era hora de dedicarle atención al resto de expedientes. Después de una jornada maratoniana se marchó a casa agotado.
Al día siguiente madrugó y sobre las siete y media de la mañana ya estaba de nuevo en su puesto de trabajo. Justo cuando oyó que alguien entraba en el juzgado, salió del despacho a darle los buenos días y se encontró con una desconocida. Una cara lánguida y de abatimiento mostraba que su noche tampoco había sido reconfortante. Después de una semana de baja, Marisol volvía al trabajo. Conocía por referencias de sus compañeros que el nuevo juez ya se había incorporado pero le sorprendió una voz rota al escucharla a su espalda. Creía que estaba sola y le sobresaltó el inesperado saludo.
—Buenos días, soy Pablo Víctor, el nuevo juez. Tú debes de ser Marisol, si no me equivoco.
—Sí —contestó simplemente, tardando un poco en reaccionar—. Perdone, pero no esperaba que hubiera alguien tan temprano. No he dormido muy bien y todavía estoy adormilada. Necesito un café cargado para ponerme en marcha.
A pesar de que no se llevaban muchos años de diferencia, Pablo Víctor no le sugirió que le hablara de tú. No quería hacer distinciones entre los compañeros.
—A mí me ocurre lo mismo. Yo ya he tomado uno, pero hoy me he levantado muy pronto y no he desayunado en casa. Si te apetece, estás invitada a desayunar. Yo también necesito cargar pilas y así aprovechamos para ir conociéndonos.
Marisol aceptó el ofrecimiento, como no podía ser de otro modo, pero no pareció ser una buena idea. Sentados en la cafetería, frente a frente, la conversación era forzada. Pablo Víctor mostró preocupación por lo que le había pasado y le preguntó por su enfermedad, pero rápidamente comprendió que ella no quería dar muchas explicaciones sobre su problema. Resultó ser un tema tabú. Recurrió entonces al trabajo y sacó a colación el asunto de la muerte por suicidio. El juez se explayó en algunas consideraciones sobre lo sospechoso de la muerte, pero no le contó nada de su entrevista con la directora del hotel ni de las últimas averiguaciones del inspector Nápoles. Esperaba obtener algún dato que le aportara valor pero no fue así. La auxiliar recordaba el caso pero no mostró ningún interés por el mismo, ya que para ella era un asunto más. Dieron por zanjado el tema y de nuevo una barrera sigilosa se interpuso entre ambos. Marisol no podía disimular su nerviosismo. Además, el cansancio en sus ojos transmitía una sensación de absentismo, como si estuviera pensando en otra cosa. La extraña actitud no pasó desapercibida para Pablo Víctor, y supo que era hora de regresar al juzgado. Había albergado la esperanza de que, al ser de similar edad, fuera más factible un acercamiento mayor que con el resto de compañeros, y se sintió un poco decepcionado. Le hubiera gustado encontrar a alguien que le comprendiera, pero cada persona es un mundo. Era posible que le hubieran hablado ya de él a Marisol y que su forma de trabajar no encajara con la seguida en el juzgado durante muchos años. Pero no pensaba cambiar. Había venido a Valencia con una clara intención y de momento únicamente había encontrado incomprensión y un gran vacío.
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