Maximiliano abandonó el despacho con resignación y tras cerrar la puerta no pudo resistirlo y resoplando rezongó.
—Creo que este pipiolo ha venido a tocarnos las pelotas. Con el atraso que llevamos y quiere revisar los expedientes uno por uno, como si nosotros no supiéramos hacer nuestro trabajo. Ya os he dicho antes que viene de juez estrella y me parece que se va a estrellar como siga en esa línea.
Enseguida se armó un cierto revuelo y comenzaron las murmuraciones y cuchicheos en voz baja. A la mayoría, acostumbrados a dominar el cotarro, les importunaba que alguien llegado de fuera quisiera cambiar las reglas del juego. Suponía una injerencia en sus hábitos que no les sentó nada bien. Comenzaron a divagar sin fundamento, sin comprender el motivo por el cual había solicitado la plaza en comisión de servicios durante un año. No era normal que hubiera venido desde San Sebastián, pero no atinaban con la verdadera razón.
—Intuyo que lo de menos era el destino. Seguro que lo que quería era huir de San Sebastián. Yo creo que se acaba de separar o divorciar y está tan afectado que quiere iniciar una nueva vida. Lo de venir a Valencia debe de ser lo de menos. Habrá aprovechado la primera vacante que se le presentó. O también puede que tenga familia aquí, pero lo que está claro es que su matrimonio no funciona —concluyó una observadora y suspicaz oficial.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión, si se puede saber? —preguntó otro auxiliar administrativo.
—Pues por la marca de su dedo anular. Todavía se le nota el surco del anillo de boda, lo que implica que se lo ha quitado hace muy poco tiempo.
Una vorágine de divagaciones y especulaciones frívolas fluyeron a borbotones de inmediato sobre si realmente estaba afectado por una separación, o quizás fuera él quien hubiera decidido romper el matrimonio. Frases como «seguro que tiene una amante en Valencia y por eso ha solicitado la plaza» y similares conclusiones sin ningún fundamento eran vertidas sin pudor, tanto sobre su ámbito personal como profesional.
—¡Un poco de cordura, por favor! —replicó David, el joven agente judicial—. ¿No os parece que estamos precipitándonos? No conocemos nada sobre él, y aunque así fuera qué nos importan sus motivos. Lo importante es que sea un buen juez y todo fluya como la seda. Tan solo lleva una horas en su puesto y ya lo estamos prejuzgando y condenando. Creo que deberíamos ofrecerle el beneficio de la duda. ¿No creéis?
Maximiliano iba a protestar, pero finalmente desvió su vista hacia el ordenador y calló. Lo mismo hizo el resto. Un silencio conventual se apoderó de la oficina y cada uno siguió a lo suyo.
Mientras tanto, la persona objeto de los dardos, ajena a la rumorología, se había concentrado en un único expediente. El del suicidio de Norma Faulí. Qué extraña coincidencia que el suicidio de la chica del hotel Neptuno fuera instruido por el Juzgado número 2. Rápidamente ató cabos y supo de qué le sonaba la cara de doña Angustias. Se había cruzado con ella en el vestíbulo del hotel cuando fue a realizar la diligencia de levantamiento del cadáver. El destino le había deparado que el primer caso que tenía entre sus manos estuviera relacionado con su accidentada y sorpresiva llegada a Valencia. Un asunto que sin duda despertó su interés de forma inusitada. Pero más sorprendente fue comprobar, tras la lectura de la autopsia, que se habían encontrado restos de semen en la vagina. Era un hecho que desconocía. De inmediato supuso que podía tratarse de una violación y por eso decidió suicidarse o incluso que fuera víctima de una agresión sexual y que luego la asesinaran. Sin embargo, pronto descubrió que no había signos de violencia. La vagina no mostraba señales de forzamiento, ni había síntoma alguno de que la agredida hubiera ofrecido resistencia. Era evidente que no había sido violada, pero no por ello Pablo Víctor se convenció de que debía archivar la causa tan a la ligera, sin profundizar un poco más. La autopsia mostraba como causa de la muerte la ingesta masiva de barbitúricos. Eso era un hecho incuestionable, pues el informe de toxicología así lo corroboraba. Todo encajaba perfectamente, pero aun así no quería darse por vencido y dar el caso por cerrado. Le intrigaba la circunstancia de que la directora del hotel no le hubiera mencionado que la huésped había mantenido relaciones sexuales previamente a su muerte. En el fondo, no estaba obligada a contarle nada y razones de confidencialidad le impedían hablar sobre ello. Pero ¿y el inspector de policía? Tampoco le había dicho nada referente a ese trascendente detalle. ¿Por qué, si se identificó como juez aunque estuviera allí casualmente? Tampoco tenía que saberlo en ese momento, pensó. Seguramente se determinaría posteriormente con la práctica de la autopsia. En fin, todo tenía su punto lógico, pero le intrigaba en demasía y no pensaba quedarse de brazos cruzados.
Solicitó a David que le averiguara y le facilitara el teléfono del inspector que tan amablemente le atendió, y sin perder ni un segundo lo llamó.
—Buenos días, soy el juez Hernández Gascó, del Juzgado de Instrucción número 2 de Valencia. Quisiera hablar con el inspector García.
—Perdone, su señoría, pero no hay ningún inspector García en jefatura —informó con cautela el policía.
Pablo Víctor revisó extrañado el atestado y verificó el nombre, comprobando que no se había confundido. Sí, José García García, del grupo de Homicidios, perteneciente a la Brigada Central de Investigación de Delitos contra las Personas. Esperó unos instantes mientras oía como al otro lado de la línea murmuraban: «Hay un juez que pregunta por el inspector García. Le he dicho que se equivoca, pero insiste». Un segundo después una voz distinta sonaba por el auricular.
—Disculpe, señoría, mi compañero lleva poco tiempo aquí y todavía no conoce a todos los mandos. El inspector García no está en estos momentos en jefatura. Puedo dejarle nota para que le llame cuando vuelva. No tardará mucho, pero si lo desea podemos localizarlo para que contacte con usted.
El juez estaba impaciente por hablar con él, pero no demostró su impaciencia y aguardó a que le devolviera la llamada. Fue a darle el número de teléfono y se dio cuenta de que todavía no le había dado tiempo a aprendérselo.
—No se preocupe, tengo el número registrado —oyó, para su tranquilidad. Todavía no había embarcado y ya quería volar. La paciencia no era una de sus virtudes.
Media hora más tarde mantuvieron una breve conversación telefónica y se emplazaron para verse a las cuatro de la tarde en el juzgado. El inspector no podía acudir antes ni aceptar su invitación a comer, pero no pudo negarse a que se vieran ante la insistencia del juez. A este no le quedó más remedio que comer a solas y esperar. Bajó a un horno cercano que hacían comidas para llevar y se pidió un bacalao a la vizcaína, que lo transportó a su reciente pasado en el País Vasco. La amable atención de Arantxa, la dueña, y de Ana, la dependienta, hizo que se convirtiera en cliente habitual desde ese mismo día. Dos chiquillas tan guapas y zalameras siempre fidelizaban a la clientela, tanto como los variados y ricos platos que cocinaban. Pero no podía perder ni un minuto de tiempo. Mientras comía aprovechó para mirar los autos con mayor detenimiento y llamar al hotel Neptuno preguntando, sin éxito, por la directora.
A la hora acordada, en el vacío edificio de la Ciudad de la Justicia dos hombres de ley se encontraban por segunda vez.
—Adelante, inspector García —le saludó, al tiempo que se levantaba de su sillón para estrecharle su huesuda mano—. Le agradezco enormemente su deferencia por acceder a mi petición, más si cabe habiéndole avisado con tan poco tiempo de maniobra.
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