Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura
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Cuando llegaron al juzgado, todos los compañeros saludaron con efusividad a Marisol. Se alegraban de su vuelta, y ella mostró por primera vez en esa mañana un leve síntoma de alegría. Con Pablo Víctor su comportamiento había sido distante y alicaído, y este no quiso inmiscuirse. Dio los buenos días y entró en su despacho. Aún no se había quitado el abrigo cuando fue abordado por doña Lucía con un tono sutil que escondía una actitud inquisidora. Se dirigió a él interesándose en principio por su estado y su estancia en esta nueva ciudad, adulándole acto seguido por su trayectoria profesional, que apuntaba a un futuro prometedor en la carrera judicial.
—Sé que fue el número uno de su promoción y que aprobó la oposición con solo tres años de preparación. También sé que viene con muy buenas referencias de sus anteriores destinos, pero creo que no debería menospreciar la labor de los funcionarios de este juzgado. Forman un equipo sensacional y saben perfectamente lo que tienen que hacer. Sus ratios estadísticos son inmejorables. La mayoría de ellos tiene un montón de años de experiencia. Si me permite un consejo, confíe en nuestro buen hacer —se incluyó también—. Ya verá como conforme los vaya conociendo se irá dando cuenta de su valía y todo irá sobre ruedas.
Pablo Víctor se sintió como un niño malo reprendido por su profesora y con estupor respondió a la camuflada invectiva.
—Yo también tengo muy buenas referencias tanto de usted como de ellos, pero si le soy sincero, todavía no he tenido tiempo de formarme una idea siquiera lejana de sus aptitudes. En ningún momento las he puesto en duda y ahora mismo me gustaría aclarar esa cuestión, pero me parece precipitado que saquen conclusiones sobre mí con tan solo una jornada de bagaje. Reconozco que tengo una forma peculiar de trabajar, pero nunca he tenido ningún problema con nadie y estoy seguro de que aquí tampoco lo tendré. Imagino por qué lo dice. Seguro que Maximiliano se llevó una impresión sobre mí de prepotencia y desconfianza hacia él, pero le aseguro que nada más lejos de la realidad. Le agradezco el consejo —dijo finalmente con todo el tacto que pudo, pero inflexible.
La letrada de la Administración de Justicia no esperaba una respuesta tan directa y tajante y contestó amilanada.
—Hace unos minutos hemos estado hablando de usted y cierto es que ha salido a relucir la conversación que tuvo ayer con Maximiliano, pero no pretendía indisponerle. Tan solo aconsejarle. Es un tema tan claro el del suicidio que nos llamó la atención su reacción. Si quiere, puede consultar con Angustias —se refirió a ella de tú, señal de que congeniaban—, la juez del número 3. Ella piensa igual que nosotros.
—No es necesario. Esta misma mañana le he entregado a Marisol el expediente con el auto de sobreseimiento provisional firmado. Igualmente he revisado el resto de expedientes que me entregó Maximiliano y me ha complacido comprobar lo bien que estaban instruidos. Pensaba devolvérselos justo ahora. Si le parece, creo que es una buena oportunidad para que tengamos una charla todos juntos y felicitarles por su trabajo. Eso no quita que sepan que tengo la intención de revisar uno por uno todos los asuntos que penden de este juzgado y por supuesto quiero contar con la colaboración de todos, que seguro que me aportan mucha luz con su experiencia.
El nuevo juez no se andaba con rodeos. Era una persona directa y clara. Se dirigió a todo el personal y sentó las bases para un perfecto funcionamiento, lo cual no tenía que conllevar un cambio drástico que afectara a los funcionarios. La recepción del mensaje pudo calar más o menos, pero a Marisol le gustó el discurso y empezó a cambiar su percepción sobre Pablo Víctor. Si una virtud tenía esa persona es que siempre iba de frente.
El resto de la mañana transcurrió en calma, departiendo con el personal sobre algunos de los asuntos que iba repasando. Llegadas las tres salió disparado para ir a su casa a cambiarse de ropa para coger el tren a San Sebastián. Apenas le quedaba nada allí, más allá de los recuerdos, pero aprovechó que el viernes 8 de diciembre volvía a ser festivo para ir a por su añorada Harley-Davidson. Cuando apagaba la luz de su despacho se presentó Marisol para pedirle disculpas por su comportamiento de la mañana. Estaba pasando una mala racha y no se encontraba bien. Esa fue su endeble justificación. Sabía que no había sido muy amable con Pablo Víctor y él no tenía la culpa de lo que le pasaba. Parecía querer arrimarse a un hombro, aunque fuera desconocido, para desahogarse, contando lo que le ocurría, pero no era el momento propicio y se conformó con disculparse. Pablo Víctor no le dio importancia y le dijo que no tenía por qué. Que no se preocupara. Ya tendrían tiempo de hablar distendidamente, pues pensaba quedarse mucho tiempo en Valencia. El rumbo iba enderezándose poco a poco sin necesidad de girar el timón.
Dos horas después salía de casa en dirección a la estació del Nord. En el portal se cruzó con una simpática niña que acababa de bajar del autobús del colegio. Portaba a cuestas una mochila con la que a duras penas podía, pero lucía una sonrisa descomunal, síntoma claro de que empezaba unas minivacaciones hasta el lunes siguiente. Más adelante supo que esa sonrisa era intrínseca y genéticamente natural. Su desparpajo sí lo descubrió en ese mismo instante. Con tan solo nueve años hablaba por los codos, aunque era la primera vez que se veían.
—Hola. ¿Tú eres Pablo Víctor, verdad? Nuestro nuevo vecino —le lanzó de buenas a primeras.
La deducción podía ser lógica. En un edificio de tan pocos vecinos una persona nueva siempre llamaba la atención. Pero también pensó que solo llevaba allí desde el lunes por la noche y no conocía a nadie salvo a Esperanza.
—Sí —contestó sorprendido. No artículo más palabras, pero tampoco le dio opción la niña, que continuó hablando.
—Me alegro mucho de que hayas alquilado el ático. Así podremos hacernos amigos y podré subir a tocar el piano. Don Calixto me daba clases, pero meses antes de morir mi madre me desapuntó. Me gustaba mucho tocar y lo echo de menos.
—Claro, claro, puedes subir cuando quieras, si tu madre te deja, por supuesto. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Oh, muchísimas gracias. Qué ilusión. Yo me llamo Espe, como mi madre. Encantada de conocerte. Bueno, hasta otro día —desapareció corriendo escaleras arriba, eufórica y vigorosa sin que pareciera pesarle la mochila. Pablo Víctor apenas tuvo tiempo de reaccionar y solo alcanzó a soltar un timorato hasta pronto. Luego, pensativo, de camino a la estación se preguntaba si sería hija de Esperanza. Se había hecho a la idea de que vivía sola, pues no le había mencionado que tuviera hijos. Es más, le había dicho que si alguna vez tenía un hijo le pondría el nombre de su padre. Le chocó, ya que se estaba ilusionando con una mujer de la que no sabía nada y en su subconsciente había fabricado que era soltera y sin hijos. Recapacitó y albergó la posibilidad cierta de que fuera su hija y hasta estuviera casada. Aunque era cierto que había mencionado a su madre y no a su padre. Empezó a hacer cábalas. Siempre precipitándose, sin contemplar que podía ser hija de otros vecinos. Puede que el mismo nombre fuera solo casualidad. No saldría de dudas hasta su vuelta, pero no podía quitarse de la cabeza a la dichosa niña de trenzas con uniforme de colegiala.
Fue frente a la estació del Nord cuando su pensamiento se centró en otra cosa. Le fascinó ese edificio modernista con una fachada descomunal y lleno de detalles ornamentales que rememoraban la afamada agricultura valenciana con motivos de naranjas y flores de azahar. Alzó la vista y visionó como la parte central era culminada con un águila, símbolo de la velocidad y le hizo reflexionar sobre la rapidez con que habitualmente tomaba sus decisiones. Ya en su interior contempló más maravillado todavía la ornamentación con cerámicas vidriadas y mosaicos. Muestra insigne del trencadís valenciano. El acogedor vestíbulo combinaba madera, cristal y mármol, fusionando calidez, transparencia y brillo. Ese año se cumplía su centenario y durante un siglo millones de pasajeros habrían pasado por debajo del zócalo del vestíbulo con la leyenda «Buen viaje». Pablo Víctor era uno más de tantos de los que iniciaban un nuevo viaje. El trayecto era largo y pesado hasta San Sebastián. Ocho horas y media con trasbordo incluido era demasiado pesado, por lo que prefirió tomar el AVE a Madrid y pasar la noche allí, para salir al día siguiente temprano hacia San Sebastián. Anduvo perdido buscando en el panel la vía con destino a la capital pero no la encontraba. No era posible. Nervioso, preguntó en la ventanilla de información dónde le aclararon su imperdonable despiste. El tren no partía de esa estación sino de la de Joaquín Sorolla.
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