Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura

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Un hombre solitario decide trasladarse a Valencia huyendo de su trágico pasado en busca del amor, de una nueva vida. Pero en su primer día en la playa de las Arenas es objeto de una fatídica premonición que se convertirá en una obsesión para él mientras descubre esa fascinante ciudad. Tras una ardua y obstinada investigación judicial sin sentido, la sombra de la muerte guiará sus pasos, conduciéndole hasta la misma puerta del infierno.

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Presuroso, cogió una lanzadera que le llevara hasta la estación correcta. Justo un minuto antes de oír el pitido del maquinista que avisaba del arranque se sentaba sudoroso en su asiento. Aplacados los nervios, con el vaivén del tren, en pocos minutos quedó sumido en un profundo sueño.

A la llegada a la estación de Atocha lo inundaron de abrazos y besos interminables. Sus padres habían accedido a encontrarse con él para pasar unas horas juntos. Era la única manera. Después de tanto tiempo su padre no pudo oponerse a los deseos irrefrenables de su madre y cogieron el tren de Santiago. No hizo falta que su mujer le insistiera mucho, pues en el fondo él también tenía ganas de ver a su benjamín. No se lo pensaron y, aceptando la propuesta que les hizo su hijo esa misma mañana, emprendieron el camino.

Cenaron en un pequeño restaurante cerca de la estación y su madre lo puso al día de innumerables detalles, insignificantes para él. Pablo Víctor, como era de esperar, contó justo lo imprescindible. Era de las pocas cosas en las que se parecía a su padre. Ambos eran parcos en palabras e introvertidos. En eso no había sacado el carácter de su madre. No es que estuviera orgulloso de haber heredado el carácter de su padre en ese aspecto, pero sí de compartir el sentido de la responsabilidad que le había inculcado y de la máxima de que la honradez debía ser su bandera por encima de todo. Ninguno de sus padres comprendía la decisión repentina de trasladarse a Valencia, pero lo vieron distinto. Parecía, si no feliz, al menos sí entusiasmado con el cambio, y eso era suficiente para que se despreocuparan. Les hubiera gustado pasar el fin de semana junto a su hijo, pero este tenía la ruta bien marcada. Al día siguiente partía para San Sebastián. Ellos decidieron quedarse hasta el domingo disfrutando de Madrid. Se despidieron de su hijo en la puerta de un modesto apartamento de alquiler y a las doce de la noche, con los ojos nublados de gotas de felicidad, les dio la espalda a sus queridos padres.

Capítulo 9

«—¿Qué jinetes son esos?

—Los que preceden a la Bestia.

—La del Apocalipsis.

Describió Tchernoff la bestia apocalíptica…: blasfemia contra La Humanidad, contra la justicia, contra todo lo que hace tolerable y dulce la vida del hombre. La fuerza es superior al derecho. El débil no debe existir. Sed duros para ser grandes. Y la bestia con toda su fealdad, pretendía gobernar al mundo y que los hombres le rindiesen adoración».

Puso toda su concentración en la lectura de esas líneas de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. No sabía por qué había elegido ese libro. Seguramente porque su madre le había hablado tanto y tan bien de Blasco Ibáñez, uno de los valencianos más ilustres, que ardía en deseos de leer su obra. Pero ¿por qué sintió el impulso de elegir esa novela? Su madre le había hablado de Cañas y barro, de La barraca, de Entre naranjos y de otras muchas, todas ellas ambientadas en Valencia. Y sin embargo se decidió por esta, que hablaba de la muerte. Una novela cruda y desgarradora que reflejaba los hechos como si estuviera viviendo, o más bien muriendo, en la Primera Guerra Mundial. Otra vez la muerte como compañera de viaje. El tren parecía tirado por cuatro caballos endiablados. Un jinete montado sobre un caballo blanco: la Peste; otro sobre un caballo rojizo: la Guerra; otro sobre un caballo negro: el Hambre; y el último, montado sobre otro caballo blanco con el nombre de la Muerte. «Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de La Humanidad aterrada», siguió leyendo. Se acordó fugazmente de la gitana que conoció en la playa y de su asustadiza predicción. No quiso rememorar el encuentro y continuó con la lectura del libro.

«—Se ha matado —dijo una voz que parecía surgir de un pozo—. Es la alemana que se ha matado… La infeliz no había dado sola el salto de muerte. Alguien presenciaba su desesperación. Alguien la había empujado. ¡Los jinetes! ¡Los cuatro jinetes del Apocalipsis! Ya estaban sobre la silla: ya emprendían su galope implacable, arrollador».

Conmovido, finalizó la primera parte de la novela. Ahora quien le vino a la mente fue la chica que se suicidó en el hotel. No era su persona sobre la que giraba la muerte, como predijo la gitana. La muerte giraba alrededor de toda la humanidad desde los anales de la historia hasta nuestros días. La peste, si bien ahora bajo el disfraz de otras epidemias y enfermedades mortales, seguía azotando ferozmente a pesar de los avances de la ciencia. El hambre se extendía sobre una gran parte de la población mundial, en contraposición con los avances tecnológicos y los utópicos deseos de vivir en un mundo mejor y más solidario. La guerra, imparable en numerosos territorios, ajena a los tratados de paz y el esfuerzo de naciones y organismos internacionales a los que maniataban mayores intereses económicos. En definitiva, la muerte no había dejado de acecharnos nunca, mostrándose de diferentes formas, pero siempre presente e ineludible. Era inevitable. No podíamos sustraernos a ella. Era ley de vida. Peste, hambre, guerra, accidentes, muerte natural. Se presentaba de mil maneras diferentes. Unas veces de forma inesperada, otras no tanto, pero casi siempre involuntaria. Nadie quería danzar con ella. Sin embargo, de forma incomprensible había seres humanos que decidían bailar con ella voluntariamente, como la alemana del relato que terminaba de leer. Como la chica del hotel. ¿Cuáles serían sus razones para lanzarse a los pies de los caballos para ser pisoteados sin piedad? Pablo Víctor debería entenderlo mejor que nadie, pero seguía sin comprenderlo. Un sudor frío comenzaba a apoderarse de él. Se levantó y fue al servicio para mojarse la nuca y luego buscó la cafetería para beber un poco de agua. Quería apartar de su cabeza sus atormentados pensamientos, pero instantes después una fuerza irresistible le llevó a que se sentara de nuevo con el libro entre sus manos. Intentó abstraerse, sin que le afectara personalmente el fiel reflejo de unos hechos tan lejanos y ajenos, pero prosiguió con la lectura: «Creyó ver a la Bestia, eterna pesadilla de los hombres. ¿Y el mal quedaría sin castigo, como tantas veces?». La frase le hizo reflexionar. Había archivado el caso, dejándolo sin castigo. «No había justicia; el mundo era producto de la casualidad; todo mentiras, palabras de consuelo para que el hombre sobrelleve sin desamparo el desaliento en que vive». ¿Sería cierto que no había justicia? ¿Qué podía hacer un simple juez frente a la poderosa muerte? «Le pareció que resonaba a lo lejos el galope de los cuatro jinetes apocalípticos atropellando a los humanos. Vio un mocetón brutal membrudo con la espada de la guerra; el arquero de sonrisa repugnante con las flechas de la peste; el avaro calvo con las balanzas del hambre; al cadáver galopante con la hoz de la muerte. Los reconoció como las únicas divinidades familiares y terribles que hacían sentir su presencia al hombre. Todo lo demás resultaba un ensueño. Los cuatro jinetes eran la realidad».

Una realidad muy presente para él, que no podía apartar de su vida, a pesar de su denodado empeño. A la que no podía vencer. «Aunque la Bestia quedase mutilada volvería a resurgir años después, como eterna compañera de los hombres». Cada página que pasaba, cada línea que leía, le atormentaba más y más, pero no podía apartar sus ojos de la novela, que estaba devorando sin respiro. El tren pasó del galope al trote y comenzó a frenar justo cuando le quedaba por leer el último párrafo. «Al tenerlo cerca le echó los brazos al cuello, lo apretó contra las magnolias ocultas de su pecho, que exhalaban un perfume de vida y de amor, le besó rabiosamente en la boca, lo mordió, sin acordarse ya de su hermano, sin ver a los dos viejos que lloraban abajo queriendo morir; y sus faldas libres al viento, moldearon la soberbia curva de unas caderas de ánfora. FIN». Suspiró aliviado. Uno, muchos, muchísimos, habían muerto, otros querían morir por la pérdida de seres queridos, pero una mujer exhalaba un perfume de vida y de amor. Le vino a la memoria de nuevo esa gitana de caderas de ánfora. No solo le habló de muerte. También de amor.

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