Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura

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Un hombre solitario decide trasladarse a Valencia huyendo de su trágico pasado en busca del amor, de una nueva vida. Pero en su primer día en la playa de las Arenas es objeto de una fatídica premonición que se convertirá en una obsesión para él mientras descubre esa fascinante ciudad. Tras una ardua y obstinada investigación judicial sin sentido, la sombra de la muerte guiará sus pasos, conduciéndole hasta la misma puerta del infierno.

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El inspector Nápoles terminó la inspección ocular del lugar de los hechos sin recoger ningún dato clarificador más y se despidió de Pablo Víctor y sus acompañantes. Allí ya no había nada más que hacer. Marisol y David, todavía impresionados, se fueron a casa. Lo mismo hizo el juez, pero antes, tras recoger su motocicleta del parquin de juzgados, decidió pasar de nuevo a dar una vuelta por La Marina. No era su primera vez. Paseó por la dársena sin conciencia del mordiente frío que hacía y la alta humedad, que le calaba hasta los huesos. Al llegar al punto donde antes estaba tendido el cuerpo bajó de la moto. Frente al restaurante Destino Puerto —triste destino, pensó—, a escasos metros de distancia del edificio Veles e Vents se agachó, mirando a la profundidad de las aguas, buscando algún hallazgo, pero solo vio su triste rostro reflejado. Metió la mano en el agua dando un brusco manotazo y las ondas deshicieron su imagen. Luego siguió caminando hasta llegar a la punta del espigón, desde donde oteó un horizonte oscuro y vacío y un mar calmado. Divisó también toda la costa siguiendo la línea de playa desde el punto más alejado que alcanzaba su visión hasta el más cercano. Justo allí, a la altura donde terminaba la fina arena, estaba el hotel Neptuno. Quiso preguntarle al dios de los mares el porqué de muchas cosas. ¿Sería posible que el cuerpo hallado estuviera sumergido durante cuarenta días? ¿Habría alguna relación entre la muerte de la mujer de la dársena y la chica suicida del hotel? Había ido hasta allí para desvelar incógnitas, pero la divinidad no le dio respuesta alguna. De ningún tipo. Abandonó el lugar con una sensación de perfidia y decidió irse a casa con el sonsonete de un viejo bolero: «… y al mar, espejo de mi corazón, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar».

Capítulo 11

«No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. No es necesario ser más que uno mismo. Todos iremos al paraíso y Van Dyck se haya con nosotros: en otras palabras, qué agradable le parecía a uno la vida, qué dulces sus recompensas, que trivial aquel rencor o aquella queja, qué admirable la amistad y la compañía de la gente de su propia especie…

El gato sin cola es un animal extraño. Qué curioso lo que lo cambia a uno una cola.

La belleza del mundo que pronto perecerá tiene dos filos, uno de risa, otro de angustia, partiendo el corazón en dos.

Y pensé en las puertas cerradas de la biblioteca; y pensé en lo desagradable que era que lo dejaran a uno fuera; y pensé que quizás era peor que le encerraran a uno dentro; y tras pensar en la seguridad y la prosperidad de que disfrutaba un sexo y la pobreza y la inseguridad que achacaban al otro y el efecto en la mente del escritor de la tradición y la falta de tradición, pensé finalmente que iba siendo hora de arrollar la piel arrugada del día, con sus razonamientos y sus impresiones, su cólera y su risa, y de echarla en el seto. Un millar de estrellas relampagueaban por los desiertos azules del cielo. Se sentía uno solo en medio de una sociedad inescrutable.

No solo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme.

La vida es un sueño. El despertar es lo que nos mata».

Pablo Víctor quedó desencajado. Leyó el escrito varias veces pero no acertaba a descifrar su significado. A media mañana el inspector Nápoles contactó con él, tal y como le había sugerido si descubría algún dato relevante sobre la muerte, para anunciarle que habían encontrado una hoja manuscrita en uno de los bolsillos del abrigo. La escritura se había difuminado por el contacto con el agua y resultaba complicado recomponer el texto, pero finalmente consiguieron darle forma. El inspector hizo una fotografía con su móvil y se la envió por wasap, pero se veía borrosa. Así que transcribió el texto y lo mandó mecanografiado para que el juez pudiera leerlo sin dificultad. Tras repasarlo concienzudamente llamó al inspector.

—No entiendo el motivo por el que ahora dice que es evidente que se trata de un suicidio. Que se haya encontrado una nota no significa nada. Además, después de leerla varias veces sigo pensando que no es concluyente para determinar con fiabilidad que se trata de un suicidio.

—Cierto es que no se trata de una carta de despedida clara y concisa, pero hay frases que apuntan a ello. Escucha las que he subrayado: «Todos iremos al paraíso»; «Qué agradable le parecía a uno la vida»; «Pensé finalmente que iba siendo hora de arrollar la piel arrugada del día»; «No solo cesan el esforzarme y el luchar» y por último, «La vida es un sueño. El despertar es lo que nos mata». No me negarás que se está refiriendo al hecho de quitarse la vida.

—No me negará usted que las frases son cuanto menos ambiguas, y caben muchas interpretaciones al respecto. Me cuesta admitir que se trate de una carta de suicidio. Sigo albergando serias dudas de que lo sea. Por cierto, en la primera foto que me ha enviado con el texto original aparece a pie de página una rúbrica, si bien la fotografía se corta y no se puede apreciar si debajo consta algún nombre. En el texto traducido no figura firma alguna.

—Efectivamente, hay un garabato que podemos aceptar como rúbrica. Aparentemente es sencilla, infantil, diría yo. Son unos trazos ascendentes y descendentes oblicuos en forma de dientes de sierra. Suponemos que es la firma de la suicida, pero no figura nombre alguno debajo. Además, como te dije, no encontramos ningún documento de identidad de la difunta con el que poder cotejar si coincide con su firma. He visto de todo tipo, pero esta es tan básica —Pablo Víctor se sintió aludido, pero no quiso interrumpirle—. Podría ser un rayón o incluso una prueba para ver si el bolígrafo funcionaba, habida cuenta su trazado. He pensado en cualquier posibilidad, pero lo que es indudable es que está al final del texto. En consecuencia, todo apunta a que es la rúbrica de la fallecida. Lo que me inquieta es un dato que no me cuadra. En algunos párrafos habla en género masculino y tratándose de una mujer… es desconcertante. Viendo la redacción casi poética podría ser una alegoría o qué se yo. En fin, cuando descubramos de quién se trata será fácil determinar con una prueba caligráfica si la escritura coincide con la de la propia difunta.

—Coincido con usted en que eso nos ayudará. Imagino que ya se habrá puesto manos a la obra, pero por si acaso no estaría de más que comprobara las denuncias de las últimas semanas sobre personas desaparecidas.

—Estamos en ello —contestó algo fastidiado por la observación, después de toser secamente y pegar otra calada a su cigarrillo—. En cuanto tengamos el informe de la autopsia que determine el día de la muerte interrogaremos también a los camareros de los restaurantes cercanos al lugar donde encontramos el cadáver por si vieron algo sospechoso que atrajera su atención. No te preocupes. Puedes estar tranquilo que por mi parte pondré toda la carne en el asador para averiguar si se trata de un crimen, pero mi intuición de sabueso me dice que es claramente un suicidio. Respecto a tu apreciación de que no pudo ser un suicidio porque tenía los bolsillos cargados de piedras y las manos atadas, te diré que lo de las piedras tiene una explicación lógica, y era favorecer que la muerte fuera más rápida y segura. En cuanto a lo de las manos atadas es innegable que intervino otra persona pero eso no nos conduce irremediablemente a que la asesinaran y luego la ataran para lanzarla al agua, sino que fue auxiliada por alguien para suicidarse. No es necesario que te recuerde que en derecho penal existe el delito de auxilio o cooperación al suicidio.

Pablo Víctor, reflexivo, se quedó callado unos segundos. No contestó. Solo era capaz de imaginar a la mujer ahogándose. En su mente se reproducía la inmersión. Una muerte trágica, notando poco a poco como le faltaba el aire hasta la expiración definitiva. Sintió la asfixia en sus propios pulmones hasta quedar conmocionado.

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