Marisol atendía sin pestañear, viendo como Pablo Víctor destilaba puro amor evocando su añorado pasado. Por momentos asomaba la empatía y se veía identificada recordando su no muy lejana felicidad. Pero esperaba el dramático desenlace. Más que intuir, tenía la certeza de que el matrimonio de Pablo Víctor no había acabado bien. Eso era más que evidente, pero no contaba con que hubiera una hija de por medio. Quizás esa fuera la verdadera causa de su desazón. El verse alejado de su niña. Pero el juez había cogido carrerilla y sabía que no debía esperar mucho para conocer que ocurrió al final.
—Año y medio después —Pablo Víctor tragó saliva. No era capaz de articular palabra. Apretaba con fuerza y rabia la mandíbula y su rostro rígido se tensaba. Se armó de valor y prosiguió—, mi querida Albuchi se ahogó en la playa de la Concha —no derramó ni una sola lágrima mientras relataba la tragedia, al contrario que Marisol, que no esperaba ese fatal desenlace y no pudo reprimir el llanto. Lo único que se le ocurrió fue cogerle de la mano, pues no pudo ofrecerle palabras de consuelo. A Pablo Víctor se le apareció la imagen de una niña jugando, cantando, riendo…Viviendo. Había sido su mayor motivo de felicidad y paradójicamente su mayor motivo de desgracia. Sacó de su cartera la fotografía que había guardado durante tanto tiempo en su caja metálica de galletas y se la enseñó a Marisol. Una preciosa criatura sentada en la arena junto a su madre, de la que era su vivo retrato, disfrutaban de un espléndido día soleado. Del último día de Albuchi. Marisol pensó en sus pequeños de tres y cinco años y un escalofrío recorrió su espina dorsal. Asintió con los ojos cerrados al escuchar que no hay nada peor en la vida que la muerte de un hijo. Sintió lástima y compasión, pero permaneció callada. Apretó con fuerza las manos de Pablo Víctor y le dejó continuar—: Ese aciago día mi mujer Alba y unas amigas tomaban el sol en la playa mientras mi hija y otros niños jugaban en la orilla. En un descuido, sin que nadie se percatara, mi Albuchi se metió en el agua y en un santiamén las indomables olas del mar se la llevaron consigo para siempre. A partir de ahí la desolación fue mi compañera de viaje. Estaba totalmente destrozado. Nada ni nadie podía devolvérmela. Pero peor era lo de mi esposa. A ella se le sumaba el sentimiento de culpabilidad. No podía quitarse de la cabeza que había muerto por no estar atenta. Por su culpa. Yo trataba de hacerle ver que había sido un accidente, que se trataba de una fatalidad y que ella no tenía nada que ver. Podía haberme pasado a mí. ¿Cómo te hubieras comportado conmigo?, le decía. Debíamos ser fuertes y apoyarnos el uno al otro. Era lo único que nos quedaba. A nosotros mismos. Pero ella no lo pudo resistir y una semana después fue a reunirse con nuestra pequeña en el abismo. Una excelente nadadora como ella se metió mar adentro hasta que debieron faltarle las fuerzas y sucumbió. Ahora sus cenizas navegan juntas y yo me he quedado en la más absoluta soledad. A veces me siento como un traidor por no haber ido a reunirme con ellas. Ni en mis peores momentos de desvarío se me pasó por la cabeza la idea del suicidio y eso me hace sentirme a menudo cobarde y miserable. Ellas eran toda mi vida. Y sin embargo aquí estoy yo en busca de una nueva vida. Y lo más gracioso de todo es que si después de cuatro años me he decidido a emprender este nuevo camino es siguiendo los deseos de Alba. Ella me lo pidió. Me ha costado mucho, o quizás demasiado poco, según se mire, pero esa fue la razón por la que vine a Valencia. Si no para olvidar, sí para resucitar.
Marisol comprendió de inmediato el motivo por el que el juez reaccionó de esa manera al ver a la mujer ahogada. Debieron revolvérsele las entrañas rememorando su pasado. Todo empezaba a cobrar forma.
—Ahora ya sabes la razón de mis noches de insomnio. No era mi intención contarte nada de esto. Simplemente quería quedar contigo para cambiar impresiones sobre la mujer ahogada descubierta esta mañana. No sé, es posible que una cosa me haya llevado a la otra. La verdad es que la muerte me obsesiona. Yo mejor que nadie debería comprender que alguien tenga motivos para suicidarse, pero por más que lo intento no logro entenderlo. La vida, a pesar de los duros golpes que a veces recibimos, es lo más preciado que tenemos. Desde mi posición de juez soy implacable con aquellas personas que han cometido un homicidio. No hay nada más reprobable. Por ello, además de resistirme a creer que alguien quiera acabar con su vida por propia voluntad, me exijo a mí mismo el llevar hasta el último extremo las averiguaciones y así tener la certeza de que no se trata de un suicidio. Y si se trata de un homicidio o un asesinato, dejarme la piel para investigar quién ha sido el autor. Con el asunto de esta mañana ha rebrotado en mí esa sensación y no puedo descansar en paz pensando que hay un culpable detrás. ¿Te pasa a ti lo mismo? ¿No podías dormir por eso?
—No, qué va —dijo un poco azorada—, no tiene nada que ver. Pensarás que soy una insensible pero más allá de la repugnancia que me ha provocado ver el cadáver la realidad es que personalmente me resulta indiferente si se trata de un suicidio o de un asesinato. Mis motivos son otros muy distintos pero se ha hecho tarde y tengo que marcharme. Me gustaría contártelo con calma otro día con más tiempo. Creo que me hará bien abrirte mi corazón. En cuanto al suicidio tengo mi propia opinión. Tan solo te diré que en algún momento de debilidad y desesperación se me ha pasado por la cabeza quitarme la vida.
Capítulo 12
Cada uno abandonó el mercado por una puerta diferente. Pablo Víctor, por la misma que había entrado, y Marisol por la opuesta, que daba acceso a la calle Conde Salvatierra de Álava. Antes decidió comprar unas flores en la coqueta floristería que engalanaba la salida del mercado. Estaba contenta y le apeteció poner un toque de color en su casa. En su vida. Estaba atravesando un mal momento pero la reciente conversación le hizo ver que no todo son nubarrones y que de nuevo podía volver a brillar el sol. Sintió lástima por Pablo Víctor y le embargó la compasión. Este sentimiento sin embargo fortaleció su alicaído deambular y se fue a casa reflexionando.
Pablo Víctor tomó un camino distinto. Divergente. No sabía el motivo por el cual había decidido contar a Marisol su historia de amor y de desdicha. Cayó en la cuenta de que era la segunda persona a la que se lo había contado en poco tiempo. Ambas mujeres eran totalmente desconocidas para él y sin embargo les había abierto su corazón de par en par. No había vuelto a saber nada de Irina y sin embargo la tenía siempre presente en sus pensamientos. El halo misterioso que la envolvía lo atraía enormemente, pero siempre que pensaba en ella le conducía irremediablemente a Esperanza. Tenían algo en común y no solo era el parecido físico. Fuera lo que fuera sentía atracción por las dos. De pronto sintió uno de sus impulsos y decidió visitar a su vecina. Era viernes y hasta el lunes no tenía pensado volver al juzgado salvo imprevistos de la guardia. Lo aconsejable era abstraerse del trabajo en la medida de lo posible. No podía hacer nada y si había alguna novedad el inspector Nápoles le pondría al corriente de inmediato.
Ding-dong. Enseguida se oyó «voy, un momento». Al poco notó como le observaban a través de la mirilla y una alegre cocinera le abrió la puerta con un delantal puesto, un trapo de cocina en la mano y una efusiva y enorme sonrisa. Pablo Víctor no supo si se debía a su mera presencia o es que era así con todo el mundo. Siempre la había visto sonriente. No le importó si no era solo por él. Lo hacía sentirse bien.
—¡Qué alegría verle! Hace días que no sé nada de usted. ¿A qué se debe el honor de que se digne a visitarme su señoría? ¿Acaso necesita sal? —bromeó Esperanza.
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