Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura
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—¿Me escuchas? ¿Estás ahí? —repitió el inspector varias veces, elevando el tono de voz cada vez más. Se disponía a colgar cuando por fin oyó una voz que parecía de ultratumba.
—Perdone, he tenido un lapsus mental. No me encuentro demasiado bien. La noche ha sido larga y dura y no he descansado nada. Voy a darme un paseo que me ayude a despejarme. Si hay noticias nuevas avíseme, por favor.
—Deberías intentar dormir un poco y desconectar del caso. Te sentará bien. La investigación lleva su propio ritmo y no conviene acelerarlo. No debes agobiarte —el inspector Nápoles pronunció las palabras sin mucho convencimiento. Sabía que el caso había impresionado sobremanera al juez y que este parecía mostrar demasiado interés en el asunto. Carraspeó fuertemente y continuó—: No dudes de que si hay alguna novedad importante te llamaré —colgó el teléfono móvil y mientras le traían la cuenta del café, terminó de fumarse el cigarrillo apurándolo al máximo hasta dejar únicamente el filtro. Apagó la colilla en el cenicero y suspiró jadeante, pensando que este juez, si bien le gustaba su manera de actuar, iba a resultar agotador.
—Dígame —contestó Pablo Víctor un instante después sin dejar que el teléfono sonara más de una vez, suponiendo que al inspector se le había olvidado comunicarle algo.
—Hola, soy Marisol. Solo llamaba para ver cómo te encuentras —Nápoles no era la única persona que había percibido el estado de preocupación del juez. Cuando volvían al juzgado de guardia notó que Pablo Víctor se involucraba en demasía en el caso, cosa a la que no estaba acostumbrada con sus predecesores, y por otro lado tenía la sensación de que el juez por momentos parecía ausente, como si estuviera en otro lugar. Era inquietante.
—Bien, bien —mintió involuntariamente—. Y tú, ¿qué tal estás?
—La verdad es que no podía dormir, así que he aprovechado para venir al centro a hacer unas compras navideñas.
—Estamos los dos igual, entonces. Yo tampoco he dormido nada, bueno, la verdad es que ni siquiera lo he intentado. No paro de devanarme los sesos con el asunto de la mujer ahogada. He estado hablando con el inspector Nápoles y tenemos puntos de vista distintos. Sé que es muy precipitado sacar conclusiones, pero me gustaría saber tu opinión. ¿Qué te parece si me acerco donde estés y nos tomamos un café? De hecho, iba a salir a dar una vuelta.
—Por mí estupendo. Si quieres quedamos dentro de media hora. Así termino de comprar y a ti te da tiempo a llegar hasta aquí. Si no te importa, claro. Podemos quedar en el mercado de Colón. ¿Sabes dónde está?
Pablo Víctor no había oído hablar de este, pero con las explicaciones de Marisol y preguntando a algún transeúnte no le fue difícil encontrarlo y en veinte minutos se plantó en la puerta que daba a la calle Jorge Juan. Mientras esperaba no dejaba de alucinar boquiabierto con la extraordinaria belleza de su singular arquitectura. Su madre le había hablado maravillas del Mercado Central y cuando lo visitó pensó que se había quedado corta en sus alabanzas, pero no entendía como no le había mencionado la existencia del mercado de Colón. Cuando Marisol lo citó esperaba encontrarse con un mercado tradicional de venta de productos alimenticios y no con una verdadera obra de arte arquitectónica dedicada ahora a locales de hostelería. Su característico color rojizo le dotaba de una variante constructiva fuera de lo común y el diseño policromado de la puerta por donde entró era de una riqueza sin igual. La utilización del hierro en su cubierta le atrajo considerablemente y no se cansó de mirar hacia arriba, anonadado. Si la estació del Nord le pareció un fiel reflejo del modernismo, el mercado de Colón no le andaba a la zaga. Tenían en común la utilización del trencadís. Para un admirador de Gaudí, y de toda la corriente artística modernista, como él era, el mercado de Colón le pareció uno de sus máximos exponentes. Si bien en la época de su edificación, ciento un años atrás, no lo consideraron como tal, este elemento constructivo del ensanche de Valencia supuso el colofón a la grandiosa y preciosista proliferación de innumerables edificios en la ciudad construidos por la burguesía valenciana. En sus paseos por Valencia, Pablo Víctor no dejaba de asombrarse contemplando el señorío de sus calles, jalonadas por casas de estilo modernista, pero no esperaba descubrir una muestra tan impactante como la del mercado de Colón. Mientras le caía la baba mirando la parte superior de la puerta apareció por detrás Marisol. Al oír su nombre se giró y no pudo evitar exclamar.
—¿No es extraordinario? Esta ciudad no deja de sorprenderme a cada paso que doy.
—Sí, es una preciosidad. Fue un gran acierto que decidieran restaurarlo y recuperarlo para el disfrute de los ciudadanos, aunque apenas funcione ya como mercado. ¿Sabes que el afamado arquitecto Norman Foster quedó fascinado cuando lo visitó?
—No me extraña en absoluto. Es muy peculiar. A partir de ahora lo voy a incluir en punto obligado de visita de mis rutas cuando salgo a andar. Ha sido un acierto que nos citáramos aquí. Es impresionante. Pero sentémonos a tomar algo.
En su interior, Pablo Víctor siguió disfrutando de la luminosidad y amplitud que ofrecía la distribución de las cafeterías dispuestas en espacios abiertos en los laterales del mercado. Sus terrazas estaban concurridas y cualquiera de ellas le atraía para tomar algo, pero se percató de que había una horchatería tradicional y sugirió que se sentaran allí. Tenía previsto acercarse un día a Alboraya, la cuna de la horchata, para degustar la auténtica y tradicional bebida de chufa, pero no desperdició la ocasión de tomarla ese día acompañada de unos deliciosos fartons artesanos. El ambiente que les rodeaba invitaba a la relajación y por unos instantes se olvidó del motivo que le había llevado hasta allí. Fue entonces cuando agradeció a Marisol que hubiera accedido a quedar con él.
—No tienes idea de lo que un momento tan insignificante como pueda parecer este supone para mí. A veces me siento muy solo y valoro mucho el poder conversar con alguien con quien me siento a gusto. Y contigo lo estoy a pesar de que nos conocemos poco y nuestro primer encuentro no fue para enmarcar.
Marisol no esperaba una confesión así de buenas a primeras y no supo qué decir en principio. Sintió ganas de abrirse y destripar lo que a ella le estaba ocurriendo, pero frenó sus ansias por prudencia. Nadie mejor que ella en esta etapa de su vida podía comprender sus palabras. Soledad, como su verdadero nombre, aunque se hiciera llamar Marisol. Eso era lo que realmente sentía ella.
—Es normal —acertó a decir después de tomar un trago de horchata—. Acabas de llegar a una ciudad donde no conoces a nadie. Apenas llevas dos semanas aquí.
—Te equivocas —le cortó abruptamente—. Vine a Valencia para darle un vuelco a mi vida y realmente aquí me siento feliz. Cierto es que llevo poco tiempo y que el trabajo me ha absorbido tanto que no he entablado relaciones amistosas, pero la soledad la llevo arrastrando desde hace cuatro años. Desde que una dramática circunstancia cambió el devenir de mi feliz existencia. Bueno, una no. Fueron dos mazazos que sobrevinieron seguidos y por los que me hundí.
Marisol estaba expectante. Le resultaba raro que Pablo Víctor la hubiera elegido para desahogarse, pero comprendió que necesitaba hacerlo. Sabía que todos debemos verbalizar nuestros sentimientos para descargar el peso que recae sobre nuestra conciencia cuando algo nos martiriza. Puso cara de estar ahí para lo que hiciera falta y le dejó que se explayase.
—Todo comenzó una Nochevieja de 2008 en Palma de Mallorca. Hacía unos meses que había tomado posesión de mi primer destino como juez y eran mis primeras Navidades fuera de casa. Fui con un compañero y sus amigos a escuchar las doce campanadas en la plaza donde está ubicado el Ayuntamiento. Un edificio para enamorarse, bueno, como toda la isla —apuntó nostálgico—. Ay, ese casco antiguo de la ciudad con sus callejuelas llenas de palaciegas casas con sus hermosos patios en cada rincón —a Pablo Víctor se le erizaba el bello rememorando vivencias—. Valencia me recuerda a Palma. Sin duda, hay raíces históricas que las asemeja. Bueno, me estoy desviando de lo que quería contarte. Como te decía, el artesonado del ayuntamiento, como el de muchos techos de edificios que casi se besaban con los de enfrente, eran para enamorarse, y allí me enamoré. Cuando me comí la última uva noté como un chorro de cava me salpicaba la espalda. Me giré y allí me encontré una sonrisa traviesa e inocente al mismo tiempo. Yo que me había dado la vuelta con la intención de reprender a quien había agitado la botella dejando escapar el espumoso, al verla me quedé sin aliento. Ella se abalanzó sobre mí, me dio la botella y rodeando mi nuca con sus dos manos me dio un dulce beso en la boca y me deseo feliz año nuevo. Atónito, no fui capaz de reaccionar. Me cogió de la mano, y ya no nos separamos. Jamás. En una mano ella y en la otra una botella, qué más podía pedir. Fue una noche inolvidable bailando al son de la música de la orquesta que tocaba en la plaza —suspiró emocionado con los ojos brillantes—. Una felicidad inconmensurable. Un año después en el mismo lugar y a la misma hora con la plaza abarrotada, como si estuviéramos solos y nada ni nadie nos importara en este mundo, le pedí que se casara conmigo. Seis meses después la novia más guapa y radiante del planeta subía al altar en la catedral de San Sebastián, de donde era ella. Le hacía ilusión casarse en su ciudad y festejar el convite en el majestuoso hotel María Cristina. El dispendio económico mereció la pena por ver a mi mujer tan dichosa. Tengo presente la enorme y lujosa suite nupcial como si estuviera allí ahora mismo. Tras la boda pasamos una maravillosa luna de miel en Lanzarote, donde disfrutamos de nuestra pasión por el surf, y al finalizar regresamos a Palma. Allí vivimos unos años maravillosos, justo hasta un mes antes de que naciera nuestra hija, momento en el que decidimos volver a San Sebastián para estar cerca de su madre —Pablo Víctor recordó la áspera despedida de su suegra cuando fue a verla antes de partir definitivamente para Valencia.
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