Ya en su juzgado fue doña Lucía, la letrada de la Administración de Justicia del número 2 de Instrucción, la que hizo los honores de la presentación a los funcionarios en el recibimiento. Era una señora altiva y distinguida, de carácter adusto. Estaba a punto de jubilarse y había ejercido su cargo en ese mismo juzgado desde hacía treinta y cinco años. Era extremadamente delgada y bajita y su enjuto rostro le hacía parecer mucho mayor. A pesar del excesivo maquillaje y un tinte que no dejaba asomar ni una sola cana no podía ocultar cierta decrepitud. Tanto trabajo a estas alturas de su carrera parecía haber dejado una profunda huella en su piel y en su ánimo. Escudriñó a Pablo Víctor con sus achinados e inquisidores ojos y se dirigió a él con falsa reverencia, anteponiendo el don al nombre, a pesar de la diferencia de edad entre ambos. Su superior le correspondió con el mismo tratamiento, estrechando su delicada mano de la que resaltaban unas largas y cuidadas uñas pintadas en rojo vivo. Doña Lucía era toda una institución en los juzgados valencianos, habida cuenta su antigüedad en el cargo, tal como pudo constatar Pablo Víctor al ver el respeto que le profesaban sus subordinados. Todos la llamaban doña Lucía y la trataban de usted, aunque muchos de ellos se acercaban a su edad y llevaban muchos años trabajando juntos. Cuando el decano le indicó que podía estar tranquilo porque la mayoría de funcionarios eran veteranos y conocían perfectamente su cometido, nunca sospechó que la mayoría tendría más de sesenta años. Solo David, de veinte años, y Marisol, una interina, diez años mayor que este, sobresalían por su juventud. Esperaba que el distanciamiento generacional no fuera un obstáculo para congeniar con ellos, pero a fin de cuentas había venido a trabajar, no a hacer amigos. Bien mirado, la experiencia de los mayores sería una ayuda inestimable para un juez casi novato en estas lides, pues hacía mucho tiempo que no había pisado un juzgado de instrucción.
Al poco tiempo ya pudo comprobar que la tradición estaba instaurada de forma ostensible y con carácter inamovible. Doña Lucía mantenía la distancia con los funcionarios, dejando patente quién mandaba y que estaba un escalón por encima. Igual sucedía con los veteranos, que hacían gala de superioridad sobre los jóvenes, más que por sus méritos, por su antigüedad. El funcionamiento del juzgado estaba anclado en los métodos del pasado desde la perspectiva de Pablo Víctor, pero no tenía intención de realizar variaciones, al menos drásticas, mientras todo marchara bien, tal y como le habían anunciado. De hecho, prescindían de las vigentes denominaciones de sus cargos como pertenecientes al cuerpo de gestión procesal y administrativa, al cuerpo de tramitación procesal y administrativa y al cuerpo de auxilio judicial, y seguían refiriéndose a sus puestos como oficiales, auxiliares administrativos y agentes judiciales, respectivamente. Pablo Víctor no tenía inconveniente en seguir utilizando los antiguos cargos. Además, no suponía ninguna peculiaridad, pues era algo común en todos los juzgados. Sin embargo, no ocurría lo mismo con doña Lucía. Ella sí prefirió el cambio, cuando se produjo, a letrada de la Administración de Justicia. Atrás quedaba que la llamaran secretario del juzgado. El nombre anterior parecía desprestigiar sus funciones, hasta el punto de que utilizaba el masculino en vez del femenino, que tenía peores connotaciones, desde su punto de vista.
Terminadas las presentaciones departió por espacio de una hora con doña Lucía, a fin de hacerse una ligera idea del estado en que se encontraban los asuntos. Luego se cerró en su despacho para ponerse al día, ya que tenía mucho trabajo por delante y cuanto antes empezara mucho mejor. Lo primero de todo fue ordenar que le pasaran a la firma las providencias y autos que estaban atascados desde hacía unos días para agilizar la gestión de los expedientes. Comenzó por Maximiliano, un oficial con un físico mastodóntico que le impedía moverse con agilidad y que hablaba con parsimonia y aspereza. Era un tipo gris, de aspecto cansino, pero su calva reluciente daba buena cuenta de que no tenía ni un pelo de tonto. El típico resabiado. Aunque la puerta del despacho del juez estaba abierta, dio unos golpecitos y esperó que le dieran permiso para entrar y luego para sentarse. A Pablo Víctor le resultaba extraño que se dirigieran a él con ese «don» precediendo su nombre compuesto, lo que le daba un aire repelente. Que personas que tenían la misma edad de sus padres le trataran así le resultaba excesivamente formal y se sentía como un intruso, como si no encajara en unas normas y procedimientos tan consolidados y clasistas, pero decidió no imponer su forma de proceder de buenas a primeras. Sin embargo, de inmediato surgió el primer encontronazo. Maximiliano dejó varios papeles delante del nuevo juez con la intención de que este estampara su firma y se los devolviera, pero se encontró con una seca e inesperada pregunta.
—¿Dónde están los expedientes?
—¿Cómo dice? —contestó entre sorprendido y desafiante. Después de una leve reflexión, consideró que era mejor ser prudente y con voz casi inaudible dijo—.Tan solo se trata de unas simples providencias y autos para firmar.
—Lo sé, pero si no le importa —le habló también de usted. Por su educación no le salía de forma natural hablar de tú a alguien de su edad— me gustaría echar un vistazo a los expedientes antes de firmar. No dudo de su buen hacer pero prefiero saber lo que estoy firmando.
Enarcando las cejas refunfuñó respondón.
—Disculpe. Estamos acostumbrados a que diligencias de mero trámite sean firmadas sin más —tanto don Cándido como doña Angustias, refiriéndose respectivamente al anterior titular del juzgado y a su colega del número 3, lo hacían sin mirar.
—¿Mero trámite, no? —iba a envalentonarse pero rectificó sobre la marcha y cambió el discurso previsto por uno más suave—. No dudo de que sus razones tendrían, y mucho menos de su profesionalidad, pero yo tengo mi forma propia de actuar. Además me vendrá bien ir conociendo los asuntos pendientes. No se preocupe, tráigame los expedientes y mañana por la mañana a primera hora los tendrá todos firmados. Se lo aseguro.
—Querrá decir pasado. Mañana es la festividad del día de la Constitución —al juez no le dio tiempo a darle la razón. Maximiliano salió del despacho con cara de pocos amigos y con la sensación de haber sido vilipendiado. Nada más cerrar la puerta comenzó a despotricar, aunque su voz no alcanzaba más allá del cuello de su camisa. Instantes después entregaba con desprecio a su señoría un montón de legajos. El juez prefería ver los autos originales, en vez de consultar los documentos digitalizados.
—Aquí tiene, pero quisiera comentarle uno en particular que tramita Marisol, la auxiliar que está de baja. Lleva unos días aparcado, concretamente desde que ella faltó al trabajo el lunes pasado. Como no sabíamos cuando se iba a incorporar lo dejamos en su mesa, pero es un tema claro de un suicidio. Doña Angustias lo conoce. Simplemente estábamos esperando que llegara el informe de toxicología y lo recibimos hace una semana. He preparado el auto de sobreseimiento provisional y lo iba a pasar a la firma de la juez del número 3, que está al corriente del asunto. Si no le importa se lo paso a ella.
—¿Un suicidio, dice? —profirió, mostrando gran interés, rascándose la barbilla—. No, no se preocupe, no quisiera molestar a doña Angustias. Prefiero echarle personalmente un vistazo al expediente. Si necesito alguna aclaración le llamaré o hablaré directamente con la juez del 3. Me quedaré esta tarde el tiempo que sea preciso, pero no dude de que mañana, digo, pasado, lo tendrá firmado. Puede retirarse.
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