Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura
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Pronto se escondería el sol y estaría solo en la playa. Compungido y liberado a la vez, dejó atrás las últimas acometidas de las olas que parecían venir allende los mares para golpear duramente su corazón y al mismo tiempo acariciar suavemente su piel tan mojada de agua salada.
Iba a ser su última noche. Al día siguiente debía cargar sus pertenencias en la furgoneta para partir. Ya tenía los deberes hechos. Durante su última semana había aprovechado para decir adiós a sus compañeros y amigos. Pero todavía quedaba una visita ineludible. Breve pero intensamente amarga. Tal vez incomprensible para aquellos que se aferran al pasado, pero necesaria y obligatoria. ¿Quién sabe si sería la última vez que se vieran? Por si acaso, un fuerte abrazo lleno de cariño selló la puerta que se cerraba.
Abrió la puerta después de dar unos golpes y retirando la cortinilla de eslabones metálicos entró extrañado, vislumbrando a través del traslúcido cristal que no había nadie en el interior.
—Buenas, ¿se puede pasar? ¿Hay alguien? —llamó. Ante la falta de respuesta se introdujo unos pasos y gritó como si no existiera nadie más en su mundo—: ¿Irina? Soy yo —oyó ruido proveniente de la cocina pero nadie salió a recibirle. Decidió asomarse y un chillido ensordecedor le dio la bienvenida.
—Me has dado un susto de muerte —espetó—. No te esperaba hasta las tres y todavía falta casi una hora.
—Esta noche no he dormido mucho y he madrugado bastante —se excusó—. Por eso he salido antes de lo que tenía previsto. Debía haberte avisado. Lo siento, pero tenía ganas de llegar cuanto antes.
—No importa. Mejor así —respondió contenta, pensando que las ganas de llegar eran para verla a ella—. Tan solo que no tengo la comida preparada todavía. Tendrás que esperar un poco.
—Claro, cómo no, pero no entiendo nada —musitó dubitativo, mirando a su alrededor—. ¿Cómo es posible que no haya nadie a estas horas? Me llamó la atención ver el aparcamiento vacío, pero esperaba ver gente dentro. ¿Ocurre algo?
—Los lunes es nuestro día de descanso y está cerrado al público. Cuando me dijiste ayer que venías a comer, no pude desperdiciar la oportunidad. Tenía ganas de volver a verte y de que respondieras la pregunta que se quedó en el aire la última vez que viniste. Me he tomado la libertad de preparar un steak tartar para dos. No me sale tan rico como a mi hermana pero espero que te guste.
Pablo Víctor se sintió más confundido todavía pero a su vez halagado. En sus planes no entraba perder demasiado tiempo comiendo. Había quedado con Esperanza para que le entregara las llaves de su nueva casa y después tenía que descargar la furgoneta que llevaba cargada hasta arriba, pero no podía hacerle ese feo despreciando la invitación. Se quedaría gustoso el tiempo que hiciera falta a compartir mesa con esa mujer tan encantadora.
El tiempo se les pasó volando. Dos desconocidos se contaron sus vidas sin tapujos, sin ocultar el más mínimo detalle, mientras saboreaban con delectación el steak tartar y un tinto crianza de Rioja, del que dieron buena cuenta. El vino ayudó a un hombre parco en palabras por naturaleza a que se explayara sin reservas. Ambos lo hicieron. Dos historias tristes, diferentes, distantes en el tiempo y en el espacio, apuntaban a un nuevo amanecer todavía por escribir.
Después del postre Irina le cogió la mano y la puso entre las suyas.
—No es necesario que contestes si eres feliz. Ya sé la respuesta —apuntó. Afuera caía agua nieve y la chimenea hacía un rato que se había apagado sin que ninguno de los dos se hubiera percatado. Le agradó comprobar el calor que irradiaba la piel de Pablo Víctor. Lo miró fijamente, sabiendo también la respuesta, y dijo—: Va a nevar. La carretera se va a poner impracticable. Quédate a pasar la noche.
Ante el silencio helado Irina reanudó la conversación
—¿Acaso tienes miedo?
—Yo únicamente tengo miedo a la muerte —contestó categóricamente.
Irina pronunció una frase en ruso.
—«El amor es más fuerte que la muerte y el miedo a la muerte. La vida es sostenida por el amor y avanza solo gracias al amor» –tradujo acto seguido—. Es una cita de Iván Turguénev, un escritor ruso.
Con el corazón desbocado y la mente ardiente, Pablo Víctor apretó con fuerza las manos de Irina sin decir nada. Como un relámpago le vino a la memoria la imagen de Esperanza. Se había citado con ella en unas horas. Siguió callado e indeciso. Confuso. Un golpe de viento contra la ventana rompió el silencio y frenó sus titubeantes ímpetus y deseos. Tragó saliva y masculló.
—Será mejor que me vaya, antes de que empeore la cosa… —tosió y rectificó—, antes de que empeore el tiempo.
Asomada a la ventana vio aterida como la ventisca se llevaba una furgoneta. Apenas se veían dos luces rojas entre la neblina haciéndose cada vez más pequeñas hasta desaparecer por completo en la lejanía. ¿Quién sabía si algún día unas luces blancas alumbrarían el camino de vuelta?
Trescientos kilómetros después y tres horas más tarde la voz de otra mujer recibía a un hombre contrariado.
—Hola, ojos verdes —esta vez el calificativo lo empleó en el saludo en lugar de en la despedida, lo cual hizo cambiar el semblante de un viajero que traía reflejada en la cara la señal de haber recorrido una larga distancia entre el arrepentimiento y la incertidumbre sobre si había actuado correctamente—. ¿O debería dirigirme a usted como su señoría? —matizó con ironía—. Vaya, vaya, que calladito se lo tenía usted. ¿Quién se lo iba a imaginar? Tenías pinta de todo menos de juez.
El sarcástico recibimiento relajó la tensión que acumulaba Pablo Víctor tras el viaje, pero sobre todo tras lo acontecido con Irina. Estar frente a Esperanza le hacía evadirse de preocupaciones. Pero se había retrasado demasiado y no eran horas para entretenerse. Todavía debía subir los trastos a la vivienda. Lo acompañó hasta el ático y le entregó las llaves para que hiciera el honor de abrir la puerta de su nueva casa, de una nueva etapa. Después de hablar amistosamente unos minutos junto al piano se excusó, dejándole con sus quehaceres, y tras darle la bienvenida se despidió con sorna del ilustrísimo señor juez.
Se hizo bastante tarde hasta que quedó completamente instalado. Todos los enseres transportados estaban amontonados y en desorden, como sus ideas, pero la fatiga pudo con él y prefirió continuar al día siguiente. Sin cenar y sin leer se fue a la cama para intentar descansar, aunque sin mucho convencimiento de poder conseguirlo. Era el preludio de otra pertinaz noche de insomnio.
Capítulo 7
Se respiraba un otoño primaveral. Era cinco de diciembre y el invierno estaba a punto de hacer su aparición. No obstante, un enorme sol comenzaba su brillante ascensión y ya dardeaba con sus rayos. La luminosidad del día reflejada sobre la terraza era antagónica con la visión contemplada hacía un mes desde su casa en San Sebastián. Era un buen presagio comenzar un día tan importante para él fortalecido con la energía que le contagiaba el astro rey. El hecho de que hasta las diez no lo recibiera el decano le permitió remolonear un poquito más entre las sábanas y desayunar con sosiego e hilaridad en la terraza. Luego se afeitó con sumo cuidado la descuidada e incipiente barba de tres días, limpió concienzudamente sus zapatos hasta dejarlos relucientes y vestido con un traje regio y su mejor corbata se encaminó hacia su nuevo destino con ganas de agradar y ofrecer una grata impresión.
Tomás no le hizo esperar, a pesar de que se presentó con diez minutos de antelación en el Decanato. Con trato cordial le acompañó por la Ciudad de la Justicia, mostrándole las dependencias comunes del edificio y un par de salas de vistas, al tiempo que le ponía al corriente de la situación en la que se encontraba su nuevo juzgado. No era caótica, pero casi dos meses sin juez había supuesto irremediablemente una acumulación de tareas y los retrasos comenzaban a hacer que la situación fuera acuciante. La llegada de Pablo Víctor fue recibida como agua de mayo, más si cabe para la titular del Juzgado número 3, que había estado auxiliando al número 2. La sustitución en asuntos urgentes y de importancia había acabado por desbordar a su titular. Quizás por ello Pablo Víctor se llevó la impresión de que era una persona arisca, rozando casi la impertinencia, cuando se la presentaron. Algo le decía que su cara le resultaba, aunque muy vagamente, conocida, pero no sacó el tema a colación. La conversación fue breve y no quiso entretenerla demasiado, al darle la impresión de que estaba realmente ajetreada. Inevitablemente tendrían que cooperar en asuntos en los que ella hubiera intervenido y él debiera continuar con la instrucción de las causas incoadas, pero de entrada no le gustó su casi hostil actitud. De momento no parecía que fuera a mostrarse muy colaboradora. Pero eso se vería en un futuro inmediato.
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