Marcelo Barros - La condición femenina

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Cuando hablamos de la condición femenina, la expresión puede aludir al estado de la feminidad, a su posición subjetiva. Pero la voz «condición» permite en español la doble significación del estado de una cosa por un lado, y a la vez del requisito, de lo que tiene que darse para que algo tenga lugar. Freud nos enseña que el amor de la feminidad, de lo que él designó como el tipo femenino más puro y auténtico, tiene una condición. Es ésta la razón del título de este libro. La condición femenina no alude únicamente a la posición subjetiva de la mujer y al estatuto de su sexualidad. Se refiere más centralmente a la condición que esa sexualidad impone, por así decirlo. Es la condición de un deseo que pudiera sostenerse allí donde ella, una mujer, encarna al Otro absoluto. La de ser amada más allá de los espejismos en los que el partenaire –y ella misma- se consuelan.

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“Lo que le importa al sujeto, lo que desea, el deseo en cuanto deseado, lo deseado del sujeto, cuando el neurótico o el perverso tiene que simbolizarlo lo hace literalmente en última instancia por medio del falo”. (Lacan, J., Las formaciones del inconsciente, Paidós, Bs. As., 1999).

Desde la dialéctica del falo y de la castración (siempre van juntos), desde este lenguaje, los dos sexos se “hacen señas” significándose a sí mismos como objetos deseables y significando lo que desean. También se significa lo que no sería valioso, lo cual se omite a veces y es igualmente importante. El eje falo-castración es aquello con lo que se construyen los cuerpos. Pero lo que se comprueba de una manera más que patente, es que, como bien señala J.-A. Miller en la página 82 de su curso sobre los semblantes, solo hay esbozos de simbolización del genital femenino, “a diferencia de la proliferación, la exuberancia del semblante fálico, completamente destacable en todas las civilizaciones” (Miller, J.-A. De la naturaleza de los semblantes, Paidós, Bs. As., 2001). La lengua del deseo es una lengua fálica, y esa es la razón de que Freud entendiera que había una sola libido –masculina– porque todo lo que es sexualizado, investido eróticamente a nivel de los fantasmas inconscientes, tiene una significación fálica.

La forma fálica es el patrón de lo que Freud llama “ilusión”, porque nos permite significar lo real del sexo y de la muerte asignándole un valor positivo o negativo. Aparte de un significante, el falo se nos revela como una función de sexualización. Se faliciza, por así decirlo, todo lo que se quiera proponer como un valor erótico idealizado o degradado. Porque el objeto degradado también tiene un valor fálico, y así las variadas máscaras de la feminidad valen para el deseo por su significación fálica. “Virgen” o “prostituta” no son términos rígidos, sino dos polos de una gama muy diversa de significaciones fálicas de la feminidad, diversamente combinables, en las que se incluyen los modos tiernos o sensuales, desabridos o excitantes, maternales o aniñados, ingenuos o provocativos. Si el órgano vaginal entra en el juego del deseo es por medio de una función fantasmática que lo “ficcionaliza”, y esto quiere decir que lo hace ser otra cosa que lo que es. El patrón fálico es lo que rige esa ficción, aunque ella pueda darse bajo cualquier registro pulsional, como el oral que es el más frecuente (una mujer decía, cuando veía un hombre que la excitaba, que “se le hacía agua la c…”). La muy conocida imagen de la copa, del Grial como símbolo de la feminidad, no deja de tener una significación fálica en la idea del “pene hueco” ya señalado por Lacan en la página 452 de Las formaciones del inconsciente. Construir ficciones es lo que hacemos permanentemente con la realidad. Nos lo muestra de un modo claro Freud en su trabajo sobre “El poeta y los sueños diurnos”, que en realidad trata del poeta y “el fantasear” –das Phantasieren–. Ahí vemos que se fantasea todo el tiempo, se vela lo real todo el tiempo. Jamás toleramos lo real desnudo, sin vestirlo de significaciones siempre fálicas, de interpretaciones, de una estructura más o menos narrativa o poética, trágica o cómica. Se aprecia bien este carácter de in-vestidura, de ropaje, que el sujeto le otorga a lo real y a sus retoños, en el término mismo que Freud emplea para designar la operación de velamiento que lleva a cabo el lenguaje onírico: verkleiden. Significa disfrazar, vestir, cubrir, pero con la connotación de “travestir”, de cubrir una cosa con las ropas de lo contrario a lo que ella es. Vestimos la realidad cruda con significaciones y esas significaciones nos consuelan; alivian la angustia de esa que es, como decía Borges, la mayor de las congojas: la prolijidad de lo real. Lo que Lacan llama en su seminario veinte la función fálica, es una función de consolación, tanto en el nivel de las significaciones del deseo como en el nivel del goce. La significación es fálica porque el falo es el referente último de todo lo que decimos.

Es la tesis de Freud: al final de nuestro discurso, de cualquier discurso, en última instancia hemos hablado velada o explícitamente del falo y de la castración. Porque el falo –que no es el pene– es por sobre todas las cosas el simulacro esencial, el semblante de los semblantes, un “sustituto real”, en suma, el consolador por excelencia, tal como lo propone la página 355 de Las formaciones del inconsciente. Se trata ahí del falo como significante del deseo, de ese falo que encontramos por todas partes, menos allí donde se lo espera, que es en el plano del encuentro sexual. Porque en el encuentro –o desencuentro– genital es donde el falo, el falo como tal, como sexual, nos falla. Pero las ficciones fálicas, en cambio, permiten que nos hagamos ilusiones y pululan por todas partes. Toda ficción es consoladora porque vela lo real que nos angustia. ¿No es esto lo que la teoría psicoanalítica nos dice acerca de la función de cualquier ensoñación, en tanto el sueño busca proteger el deseo de dormir? ¿No dijo Freud que en el fondo todo sueño es un “sueño de comodidad”, una consolación, una satisfacción alucinatoria, y en cierto sentido una masturbación? También es verdad que el deseo de dormir no es lo único que hallaremos en los sueños. En todo caso, a lo largo de este libro veremos que en la feminidad hay algo que contraría a esa función de consolación. Si por un lado ella juega el juego y su destreza para enmascararse es notoria, en lo femenino hay algo que se opone a las transacciones de la comodidad.

Freud ganó para siempre la condena de los obtusos al postular que el sexo de la mujer era el prototipo subyacente a cualquier representación de un órgano desvalorizado. Por supuesto, la torpeza inmejorable de sus críticos tomó eso como una desvalorización de la feminidad. Lo que la clínica mostró en ese entonces –y lo sigue haciendo– es que horror, odio, desprecio y disposición a la homosexualidad pueden ser los efectos negativos del descubrimiento de la diferencia sexual. Y la diferencia sexual reside, esencialmente, en que hay quienes no tienen el falo, aunque lo cierto sea que a la mujer no le falta nada en lo real. Es algo que decimos con Lacan aunque a menudo sin medir la importancia de lo que eso implica, porque lo decimos como si quisiéramos expresar: “En el fondo, no hay nada de qué asustarse ante el cuerpo de una mujer, porque a la mujer no le falta nada”. Pero si se consideran las cosas desde una perspectiva lacaniana, habría que decir que es justamente porque nada falta en el cuerpo femenino que la angustia aparece ante él. ¿No es lo que Lacan nos enseña, que hay angustia cuando nada falta? Lo único que especifica a la feminidad como tal es su sexo, pero este sexo que es el suyo no constituye un atributo significante y está por fuera de toda atribución. En realidad, y esto es el punto fundamental en el abordaje de la feminidad, ni siquiera se trata de ausencia de falo porque ahí donde concebimos esa ausencia ya hay una atribución fálica. El sexo corporal de la mujer se presenta en principio como algo que está por fuera de la dialéctica de la presencia y la ausencia del falo. Ni positivo ni negativo, ni dulce ni amargo. No dice nada. Es un silencio, y tenemos que decir que es un silencio mudo, porque hay silencios que hablan. Hablan cuando están articulados en la dialéctica de lo presente y lo ausente. Ese silencio del sexo corporal de la mujer es otra cosa; no es un atributo negativo, sino que es una ausencia radical de atribución, lo que es muy diferente. El sexo corporal de la mujer es la negación de todo semblante, y por eso la tan conocida queja de las mujeres “no tengo qué ponerme” guarda una verdad de estructura que hay que saber leer: no se trata de ponerse algo para cubrir la ausencia de lo que nunca se trató que tuviese. La ausencia fálica misma ya es algo que la mujer “se pone”. Esto es algo articulado como tal por Lacan en la página 155 de La relación de objeto:

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