Danis Dionisi - Leyendas del rugby
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El griterío se fue acallando y tras los himnos ejecutados por la banda del Regimiento de Patricios, los equipos se aprestaron para iniciar el match.
En ese momento se produjo un hecho que demoró el comienzo del partido y casi obliga a su suspensión. Varios jugadores franceses se agruparon y hablando entre ellos señalaban hacia el sector de la cancha donde se encontraban los jugadores vestidos de celeste y blanco. El movimiento de los franceses sorprendió a Ehrman, Giles, Eduardo Domínguez y el resto de los argentinos. Pero la sorpresa fue mayor cuando el capitán pidió la presencia del traductor, mientras señalaba de manera directa a un jugador argentino. Al fullback. “A ese lo conocemos, jugó contra nosotros hace pocos meses”, le dijo al traductor el tercera línea Prat, capitán francés. “¡Sí, ese es un inglés que nos enfrentó en Twickenham!”, agregó enojado el formidable wing Pomathios.
Si bien el apellido del jugador que señalaban los franceses era más inglés que el palacio de Buckingham, en realidad se trataba de un joven argentino, del brillante fullback William Barry Holmes, protagonista de la más maravillosa y cinematográfica leyenda que ha dado el rugby de nuestro país.
Era un porteño nacido en 1928. Se había educado en el Saint George’s School de Quilmes, y como lo pedía su sangre inglesa, abrazó el deporte desde muy chico.
Con solo diecisiete años jugó en la primera de Old Georgian y a los dieciocho viajó a Inglaterra para estudiar en Cambridge.
Como rugbier era un crack. Un fullback al que nunca se le caía la pelota y, además, gran pateador. Por eso pronto fue convocado a jugar en el tradicional combinado que unía a players de su universidad con los de la vecina Oxford.
En 1948 volvió a la Argentina como integrante de ese combinado, deslumbrando al rugby local. En cada tercer tiempo de 1948, Barry reafirmaba los lazos de amistad y consolidaba el amor por su tierra natal. Al finalizar la gira retornó a Inglaterra convencido de que algún día se afincaría definitivamente en el norte argentino. El fullback amaba esa zona del país.
Dos meses después de retornar a Cambridge se sorprendió al recibir una convocatoria al seleccionado inglés, y en 1949, con solo veinte años, fue el fullback titular del equipo de la rosa en los cuatro partidos del Cinco Naciones.
En esa época el Cinco Naciones era, para los argentinos, una competencia épica que se conocía por los cuentos de los pocos privilegiados que alguna vez habían presenciado un partido del torneo. El mito rodeaba a esos matches. ¡Y ahora un argentino era titular del representativo de los inventores del juego!
Solo sus amigos del Saint George’s se enteraron en la Argentina, pero en Europa miles de fanáticos se maravillaron con el juego del joven William. Sus actuaciones en los cuatro partidos fueron muy destacadas, sobre todo en el que Inglaterra le ganó 8-3 a Francia en Twickenham. Jugó tan bien que al finalizar ese Cinco Naciones los seleccionadores ingleses ya le habían asegurado un lugar para el torneo de 1950.
Pero él tenía firmes convicciones. Por eso no se deslumbró con las luces del Viejo Continente, y dos meses después, en mayo de 1949, decidió volver a la Argentina para radicarse definitivamente en el lugar donde había echado raíces. Su plan era casarse, jugar rugby en Old Georgian, y luego instalarse en Salta para trabajar como agrimensor. Parecía mucho para sus escasos veinte años, pero William Barry Holmes era dueño de una poderosa personalidad. Cuando retornó a la Argentina apenas jugó un par de partidos en su club y fue convocado al seleccionado. Nada lo detenía. Ni siquiera las quejas de esos franceses a los que había derrotado algunos meses atrás en Twickenham y ahora querían impedirle jugar con la camiseta de su país natal.
Las discusiones duraron algunos minutos y los franceses, verdaderos caballeros del deporte, terminaron aceptando que Holmes jugara el partido. Fue victoria francesa por un escaso 5-0 y gran actuación del fullback argentino.
El sábado siguiente, Barry Holmes fue titular en la revancha, luciendo orgulloso el yaguareté junto al corazón. Ese fue su último partido de rugby.
Un mes después de los inolvidables partidos ante Francia se casó y se radicó en Salta. Pero antes del final de ese inolvidable 1949, William Barry Holmes contrajo una fiebre tifoidea que lo llevó a la muerte en la ciudad del norte argentino. Tenía veintiún años, varios partidos jugados para Oxford-Cambridge, y test matches para Inglaterra y Argentina. Una vida de leyenda.
El ex alumno del Saint George’s era un elegido y sería un gran error decir que tuvo una vida corta, porque una hora en la vida de algunos elegidos es un año en la del común de los mortales.
William Barry Holmes tuvo una existencia intensa marcada por el rugby y por los afectos indestructibles y eternos como el del legendario pilar de Old Georgian, Norman Tomkins, un duro que no deja pasar un día sin recordar a su amigo, y que sigue soñando con la superproducción de Hollywood que cuente la vida del sensacional fullback que iluminó aquella tarde fría y gris de 1949 encandilando a los sorprendidos franceses.

8 Los náufragos de Beromama
Beto escribió en la pared. Roberto escribió en la pared. Mango escribió en la pared. Marcelo escribió en la pared. Y Oscar y Cacho y Pitu y muchos más. Todos esos pibes escribieron en la pared de la esquina de Palmar y El Rastreador, ahí en los pasajes de Liniers, en el barrio de las Mil Casitas.
Querían rubricar su ilusión. Ponerle la firma a sus ansias.
Y aquel día de fines de los años treinta sellaron una historia de amor al rugby. Una leyenda legítima, pura, eterna.
Eran chicos, ninguno pasaba los dieciocho años, pero sin saberlo habían encontrado la razón de su trascendencia.
Esos pibes no solo estaban fundando un club, también escribían las primeras líneas de una historia apasionante que iba a tener lugar treinta años después, la leyenda del viaje que empezó en naufragio.
Se habían robado una pelota de la cancha de Pacific, y con esa ovalada jugaban en las calles de Liniers, un barrio más habituado a la Pulpo de goma que a la guinda de cuero.
Un día quisieron hacer un club para jugar contra los pitucos de San Isidro. Y nada los paró.
El club nació sin sede, sin cancha, sin camisetas, pero con una ilusión poderosa.
Había que llamarlo de alguna manera, y los pibes de Liniers no encontraron mejor idea que identificar al club con sus propios nombres.
Porque ellos eran el club.
BEto Latorre, ROberto Pascual, MAngo Latorre, MArcelo Bogliette, CArlos Latorre, CUcho Noriega, MAlambo Gallardo. Todos escribieron las dos primeras letras de sus nombres o de sus apodos en la pared y la denominación del nuevo club de rugby quedó inmortalizada.
BEROMAMACACUMAOSPOBICHUCACOPRIPEJOPI
¡Precioso! Ningún equipo de rugby en el mundo tenía un nombre tan musical.
Los pibes estaban orgullosos y hasta habían pintado un cartel de chapa con las diecisiete sílabas. Pero un burócrata de esos que nunca faltan les aguó la fiesta. “¡Este nombre es muy largo!”, dijo un empleado de la Unión. “Es inaceptable”.
Entonces la identidad del nuevo club quedó reducida a sus cuatro primeras sílabas: BEROMAMA.
Entrenaban en los bordes de la General Paz, y si la pelota viajaba a la avenida no había problema. En esa época pasaba un auto cada diez minutos.
Un día quisieron impregnar de alcurnia al club y pusieron un aviso en el diario: “Se busca persona de ascendencia inglesa para presidente de club de rugby, presentarse en pasaje La Cautiva 499 (la casa de Chucruta Parodi, uno de los pibes)”. Tres días después un señor muy bien trajeado tocó el timbre y se presentó en casa de los Parodi mostrando el apellido inglés de su documento y antecedentes como ejecutivo de Duperial en su currículum. A la semana era el presidente de Beromama.
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