Sin embargo, mi amigo y yo resistimos todo. Caminamos hasta donde tantos caminos se separan en la estación de King’s Cross, y subimos con valentía por Pentonville. Otra vez: a nuestra izquierda estaba Barnsbary, que era como África. En Barnsbary semper aliquid novi, 2aunque nuestra ruta había sido trazada por alguna influencia oculta, y llegamos a Islington y elegimos el lado derecho del camino. Hasta ahora seguíamos tolerablemente en regiones conocidas, pues cada año hay una gran feria ganadera en Islington y muchos hombres la visitan. Pero, siguiendo a la derecha, nos adentramos en Canonbury, de donde sólo existen relatos de viajeros. De vez en cuando, quizá, cuando uno está sentado frente a un fuego invernal, mientras afuera la tormenta aúlla y la nieve cae aprisa, el hombre silencioso del rincón se pone a contar que tuvo una tía abuela que vivía en Canonbury en 1860, así como en el siglo XIV era posible toparse con algún hombre que había hablado con uno de los que habían estado en Cathay y visto los esplendores del Gran Cham. Así es Canonbury; apenas me atrevo a hablar de sus plazas sombrías, de los profundos y frondosos jardines detrás de las casas, que se extienden por oscuros callejones con discretas y misteriosas puertas traseras: lo dicho, “relatos de viajeros”, cosas en las que no se puede creer mucho.
No obstante, quien se aventura en Londres tiene una vislumbre anticipada del infinito. Existe una región pasando la Última Tule. No sé cómo fue, pero en esa famosa tarde de domingo mi amigo y yo, cuando cruzábamos Canonbury, llegamos a algo llamado carretera a Balls Pond —el señor Perch, el mensajero de Dombey e hijo, vivía en alguna parte de esa región— y luego, me parece que por Dalston, bajamos hasta Hackney, donde los tranvías, que nosotros llamamos trams y en Estados Unidos me parece que trolleys, salen en intervalos regulares hacia los confines del mundo occidental.
En el transcurso de esa caminata que se había vuelto una exploración de lo desconocido vi dos cosas cotidianas que me causaron una profunda impresión. Una de estas cosas fue una calle; la otra, una pequeña familia. La calle estaba en esa difusa e ignota región de Balls Pond-Dalston. Era una calle larga y era una calle gris. Cada casa era exactamente igual a todas las demás. Cada una tenía un sótano, el tipo de piso que a los agentes inmobiliarios les ha dado por llamar una “planta baja inferior”. Las ventanas de estos sótanos salían a medias del tramo de tierra negra embarrada de hollín con pasto grueso que se hacía llamar jardín, y así, cuando pasamos a eso de las cuatro o cuatro y media, vi que en cada uno de estos “antecomedores” —su nombre técnico— tenían todo listo con la charola y las tazas de té. De esta trivial y natural circunstancia recibí una impresión de una vida monótona, trazada en líneas terribles con un patrón uniforme; de una vida sin aventura en cuerpo ni alma.
Luego, la familia. Se subió al tranvía allá por Hackney. Eran el padre, la madre y un bebé, y pienso que venían de un negocio pequeño, quizá de una pequeña mercería. Los padres eran jóvenes de entre veinticinco y treinta y cinco años. Él llevaba puesta una levita negra brillante —¿un “Albert” en Estados Unidos?—, sombrero de copa, algo de patilla, bigote negro y una expresión de afable vacuidad. Su esposa estaba extrañamente ataviada en satín negro, con un sombrero ancho que se desparramaba; no se veía mal, tan sólo carecía de sentido. Me imagino que a veces, no muy seguido, ella tenía “su genio”. Y el muy pequeño bebé iba sentado en sus piernas. Es probable que se dirigieran a pasar la tarde del domingo con familiares o amigos. Y, sin embargo, me dije a mí mismo, estos dos juntos han tomado parte del gran misterio, del gran sacramento de la naturaleza, de la fuente de cuanto es mágico en el ancho mundo. Pero ¿han discernido los misterios? ¿Saben que han estado en ese lugar llamado Sion y Jerusalén? Estoy citando de un libro antiguo y extraño.
Fue así como, al recordar el viejo cuento de “La resurrección de los muertos”, obtuve la fuente para “Un fragmento de vida”. En ese entonces me hallaba escribiendo Jeroglíficos y acababa de terminar “La gente blanca”; o más bien acababa de decidir que lo que ahora aparece publicado bajo ese título era todo lo que iba a escribir, que el “gran romance” que debió haberse escrito —en manifestación de esa idea— nunca se escribiría. Y así, cuando terminé Jeroglíficos, por ahí de mayo de 1899, me puse a escribir “Un fragmento de vida” y redacté el primer capítulo con sumo deleite y la mayor facilidad. Y luego mi propia vida se hizo pedazos. 3Dejé de escribir. Viajé. Vi Sion y Bagdad y otros lugares extraños —en Cosas de cerca y de lejos hay una explicación de este oscuro pasaje— y me encontré en el mundo iluminado de los flotadores y las escotillas, entrando a L. U. E., cruzando R y saliendo de R3, y haciendo toda clase de cosas raras.
A pesar de estos golpes y cambios, la “idea” no me abandonaba. Volví a intentarlo, supongo que en 1904, consumido por un amargo empeño de terminar lo que había empezado. Ahora todo se había vuelto difícil. Probé de un modo y del otro y de otro más. Todos fracasaron y yo me venía abajo con cada uno, y lo intentaba otra y otra vez. Por fin armé como pude un final, que era pésimo, como me daba cuenta al redactar cada línea y palabra del mismo, y el cuento salió, en 1904 o 1905, en Horlick ’s Magazine, donde era editor mi querido y viejo amigo A. E. Waite.
Aun así, no estaba satisfecho. Ese final era intolerable y yo lo sabía. Otra vez me senté a trabajar; noche tras noche batallaba. Y recuerdo una circunstancia curiosa que puede o no ser de cierto interés fisiológico. Entonces yo vivía en la acotada “planta superior” de una casa en la calle Cosway, carretera a Marylebone. Para poder batallar a solas, escribía en la cocinita, y noche tras noche, mientras luchaba sombríamente, salvajemente, casi desesperadamente por encontrar un cierre digno para “Un fragmento de vida”, me asombraba y casi me alarmaba descubrir que mis pies desarrollaban una sensación de frío atroz. En el cuarto no hacía frío; había encendido los quemadores del horno de la pequeña estufa de gas. No tenía frío, pero los pies se me helaban de una manera bastante extraordinaria, como si los hubieran empacado en hielo. Al final me quitaba las pantuflas con miras a meter los dedos en el horno, y al tocarme los pies con las manos percibía que, de hecho, ¡no estaban fríos en absoluto! No obstante, la sensación permanecía; aquí, supongo, hay un extraño caso de transferencia de algo que estaba pasando en el cerebro a las extremidades. Sentía los pies bastante tibios con la palma de la mano, pero la sensación que tenía era que estaban helados. Pero ¡qué testimonio de lo adecuado de esa expresión estadounidense, “pies fríos”, para indicar un humor deprimido y desanimado! Sin embargo, de uno u otro modo, la historia se terminó y a la postre me saqué la “idea” de la cabeza. He entrado en tanto detalle acerca de “Un fragmento de vida” porque me han asegurado en distintos círculos que es lo mejor que he hecho, y para los estudiosos de los tortuosos caminos de la literatura podría ser de interés saber de los abominables esfuerzos para lograrlo.
“La gente blanca” es del mismo año que el primer capítulo de “Un fragmento de vida”, 1899, que también fue el año de Jeroglíficos. El hecho es que justo en ese momento me encontraba de muy buen ánimo literario. Me había pasado un año entero atosigado y preocupado en la oficina de Literature, un periódico semanal que era publicado por The Times, y otra vez desocupado me sentía como un preso liberado de sus cadenas: listo para danzar en letras hasta donde fuera. Pensé de inmediato en un “gran romance”, una obra muy elaborada y compleja, llena de las cosas más extrañas y excepcionales. He olvidado cómo fue que este diseño se vino abajo, pero al experimentar descubrí que el gran romance se quedaría en el valiente estante de los libros no escritos, el estante donde se encuentran todos los espléndidos libros con sus portadas de oro. “La gente blanca” es un pequeño salvamento del naufragio. De manera curiosa, como se insinúa en el prólogo, el origen de esta historia se encuentra en un libro de texto de medicina. En el prólogo se hace referencia a un artículo del doctor Coryn. Aunque después descubrí que el doctor Coryn sólo citaba un tratado científico del caso de una señora cuyos dedos se inflamaron con violencia porque vio una pesada ventana-guillotina caer sobre los dedos de su niño. Junto con esta instancia, desde luego, deben considerarse todos los casos de estigmas, tanto antiguos como modernos; y entonces la pregunta resulta bastante obvia: ¿qué límites nos resulta viable poner a los poderes de la imaginación? ¿Acaso no tiene la imaginación al menos el potencial de realizar cualquier milagro, por muy asombroso, por muy increíble que sea, de acuerdo con nuestros estándares normales? En cuanto al decorado de la historia, eso es una mezcolanza que me atrevo a considerar un tanto ingeniosa de pedacería de leyendas tradicionales y de brujas y de invenciones mías. Varios años después me divirtió recibir una carta de un caballero que, si no mal recuerdo, era maestro en alguna parte de Malaya. Este caballero, un estudioso serio del folclor, estaba redactando un artículo sobre algunas cuestiones singulares que había observado entre los malayos, y en especial una especie de estado licantrópico que algunos podían invocar sobre sí mismos. Había encontrado, según dijo, similitudes sorprendentes entre el ritual mágico de Malaya y algunas de las ceremonias y prácticas insinuadas en “La gente blanca”. Él suponía que todo esto no era invención sino hecho; es decir, que yo estaba describiendo prácticas que en verdad existían entre la gente supersticiosa de la frontera galesa; me iba a citar en su artículo para la Revista de la Asociación de Folcloristas, o como se llame, y sólo quería avisarme. Escribí cuanto antes a la revista para prevenirlos, pues ¡todos los pasajes seleccionados por el estudioso eran ficciones de mi propio cerebro!
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