Arthur Machen - La casa de las almas

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Quizá ninguna otra figura encarne mejor la transición de la tradición gótica al horror moderno que Arthur Machen. En la última década del siglo XIX, el escritor galés produjo un cuerpo seminal de relatos de horror y de lo oculto, de corrupción espiritual y física, y de sobrevivientes malignos del pasado primigenio, que horrorizaron y escandalizaron a los lectores de finales de la era victoriana. La casa de las almas es una colección de cuatro obras maestras del horror y el misterio, publicadas por primera vez en un solo volumen en 1906: «Un fragmento de vida», «La gente blanca», «El gran dios Pan» y «La luz más recóndita». En palabras de Stephen King, «„El gran dios Pan“ es el mejor relato de terror que se ha escrito en lengua inglesa»; para Guillermo del Toro, es prueba fehaciente de que «el mal nunca reposa: está gestando». «Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño.» Jorge Luis Borges «Entre los creadores modernos del horror cósmico elevado a su punto artístico más alto, pocos pueden tener la esperanza de rivalizar con el versátil Arthur Machen, autor de una docena de relatos en donde los elementos de terror oculto y amenaza siniestra alcanzan una incomparable esencia y agudeza realista.» H.P. Lovecraft

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Había un arrebato en la voz de Darnell al hablar que volvía su historia casi una canción, y respiró profundo cuando las palabras terminaron, lleno del recuerdo de aquel lejano día de verano, cuando algún encantamiento tocó las cosas comunes, transmutándolas en un gran sacramento, haciendo que las obras mundanas resplandecieran con el fuego y la gloria de la luz eterna.

Y algo del esplendor de esa luz brillaba en el rostro de Mary, que estaba sentada, quieta, contra la dulce penumbra de la noche, con su cabello oscuro volviendo su rostro más radiante. Estuvo en silencio un rato breve y luego habló:

—Oh, querido, ¿por qué esperaste tanto para contarme estas cosas maravillosas? Me parece hermoso. Por favor, continúa.

—Siempre he temido que todo fuera una tontería —dijo Darnell—. Y no sé cómo explicar lo que siento. No pensé que pudiera decir tanto como he dicho hoy.

—¿Y te pareció lo mismo día tras día?

—¿De todo el tour? Sí, me parece que cada recorrido fue un éxito. Claro, no a diario me iba tan lejos; estaba muy cansado. A menudo descansaba el día entero y salía en la noche, después de que encendían los faroles, y entonces sólo recorría dos o tres kilómetros. Vagaba por viejas plazas oscuras y oía el viento de las colinas susurrando en los árboles; y cuando sabía que estaba a nada de alguna de las grandes calles resplandecientes, me hallaba hundido en el silencio de vías en las que yo era casi el único pasajero, y los faroles eran tan pocos y tan tenues que parecían dar sombras en vez de luz. Y yo caminaba despacio, de un lado a otro, quizá una hora a la vez, en calles muy oscuras, y todo el tiempo sentía lo que te dije de que era mi secreto: que la sombra, las luces tenues, el frescor de la noche y los árboles que eran como nubes oscuras y bajas eran todos míos, y sólo míos; que estaba viviendo en un mundo del que nadie más sabía, en el que nadie podía entrar.

”Recordé que una noche había ido más lejos. Era alguna parte muy retirada hacia el oeste, donde hay hortalizas, jardines y prados enormes y anchos que bajan con suavidad hasta los árboles junto al río. Una gran luna roja salió esa noche entre velos de ocaso y nubes delgadas y diáfanas, y deambulé por un camino que pasaba junto a las hortalizas hasta que llegué a una pequeña colina, con la luna mostrándose por encima, resplandeciendo como una gran rosa. Entonces vi figuras que pasaban entre la luna y yo, una por una, en una larga fila, cada una encorvada por completo, con grandes paquetes a cuestas. Una de ellas iba cantando y después, en medio de la canción, oí una espantosa risa estridente, con la voz delgada y quebradiza de una mujer muy vieja, y desaparecieron en la sombra de los árboles. Supongo que era gente que se dirigía a trabajar o que venía de trabajar en los jardines, pero ¡qué parecida era a una pesadilla!

”No puedo contarte de Hampton; nunca acabaría de hablar. Estuve ahí una tarde, poco antes de que cerraran las rejas, y había muy poca gente alrededor. Sin embargo, los resonantes patios rojigrises en silencio y las flores que caían al mundo de los sueños cuando llegó la noche, y los oscuros tejos y las estatuas sombrías, y las lejanas y quietas extensiones de agua más abajo de las avenidas, todo se fundía en una bruma azul, todo se ocultaba de la vista de uno, lento pero seguro, ¡como si fueran bajando velos, uno por uno, en una gran ceremonia! ¡Ay, mi amor! ¿Qué podía significar? Muy lejos, del otro lado del río, oí una campana queda tocar tres veces, y tres veces, y otras tres veces más, y aparté la mirada y tenía los ojos llenos de lágrimas.

”No sabía qué era cuando llegué a ese lugar; hasta después me enteré de que tuvo que haberse tratado de Hampton Court. Uno de los señores de la oficina me dijo que había llevado ahí a una chica, empleada de las A. B. C., y se habían divertido mucho. Entraron en el laberinto y ya no podían salir, y luego fueron al río y por poco se ahogan. Me dijo dónde había algunos cuadros picantes en las galerías; su chica aullaba de risa, según me dijo.”

Mary ignoró por completo este interludio.

—Pero me dijiste que hiciste un mapa. ¿Cómo era?

—Algún día puedo mostrártelo, si quieres verlo. Marqué todos los lugares a los que fui y dibujé señales, unas cosas como letras raras, para recordarme lo que había visto. Nadie más que yo podía entenderlo. Quería hacer dibujos, pero nunca aprendí a dibujar, así que cuando lo intenté nada salía como yo quería. Traté de hacer un dibujo de ese pueblo en la colina al que llegué la tarde del primer día; quería hacer una colina escarpada con casas en la cima y a la mitad, pero muy por encima de todas la gran iglesia, llena de agujas y pináculos, y arriba de ella, en el aire, una copa con rayos saliéndole. Sin embargo, no fue un éxito. Hice un signo muy extraño para Hampton Court y le di un nombre que inventé en mi cabeza.

Los Darnell evitaron verse a los ojos a la mañana siguiente cuando se sentaron a desayunar. El aire se había despejado en la noche, pues había llovido en la madrugada, y había un brillante cielo azul, con vastas nubes blancas cruzándolo desde el suroeste, y un viento fresco y gozoso que entraba por la ventana abierta. La bruma había desaparecido. Y con la bruma también parecía haberse esfumado la sensación de cosas extrañas que se había apoderado de Mary y su marido la noche anterior, y mientras miraban hacia la luz clara apenas podían creer que uno había contado y otra había escuchado durante varias horas historias muy apartadas de la corriente habitual de sus pensamientos y sus vidas. Se lanzaban miradas tímidas y hablaban de cosas comunes y corrientes, de la cuestión de si Alice sería corrompida por la insidiosa señora Murry o si la señora Darnell lograría convencer a la muchacha de que esa vieja sin duda actuaba impulsada por los peores motivos.

—Y creo que, si fuera tú —dijo Darnell cuando iba de salida—, me daría una vuelta por las tiendas para quejarme de la carne. El último trozo de res distaba mucho de estar a la altura: todo lleno de nervios.

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