Arthur Machen - La casa de las almas

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Quizá ninguna otra figura encarne mejor la transición de la tradición gótica al horror moderno que Arthur Machen. En la última década del siglo XIX, el escritor galés produjo un cuerpo seminal de relatos de horror y de lo oculto, de corrupción espiritual y física, y de sobrevivientes malignos del pasado primigenio, que horrorizaron y escandalizaron a los lectores de finales de la era victoriana. La casa de las almas es una colección de cuatro obras maestras del horror y el misterio, publicadas por primera vez en un solo volumen en 1906: «Un fragmento de vida», «La gente blanca», «El gran dios Pan» y «La luz más recóndita». En palabras de Stephen King, «„El gran dios Pan“ es el mejor relato de terror que se ha escrito en lengua inglesa»; para Guillermo del Toro, es prueba fehaciente de que «el mal nunca reposa: está gestando». «Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño.» Jorge Luis Borges «Entre los creadores modernos del horror cósmico elevado a su punto artístico más alto, pocos pueden tener la esperanza de rivalizar con el versátil Arthur Machen, autor de una docena de relatos en donde los elementos de terror oculto y amenaza siniestra alcanzan una incomparable esencia y agudeza realista.» H.P. Lovecraft

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—Sí, ¡y que no le guste Hampton Court! Eso demuestra lo mala que debe ser, más que ninguna otra cosa.

—Es hermoso, ¿verdad?

—Jamás olvidaré la primera vez que lo vi. Fue poco después de que empecé en la Ciudad, el primer año. Tenía mis vacaciones en julio, y estaba recibiendo un salario tan pequeño que era impensable ir a la costa ni nada por el estilo. Recuerdo que uno de los otros empleados quería que lo acompañara a un tour de caminatas por Kent. Eso me hubiera gustado, pero el dinero no lo permitía. ¿Y sabes qué hice? En ese entonces vivía en la calle Great College, y el primer día de vacaciones me quedé en la cama hasta después de la hora de la comida y me pasé la tarde holgazaneando en un sillón con una pipa. Había conseguido un tipo de tabaco nuevo, de un chelín con cuatro el paquete de dos onzas, mucho más caro de lo que podía permitirme fumar, y lo estaba disfrutando inmensamente. Hacía un calor espantoso, y cuando cerré la ventana y bajé la persiana roja se puso peor; a las cinco, el cuarto era como un horno. Pero me alegraba tanto de no tener que ir a la Ciudad que nada me molestaba, y de repente me ponía a leer un poco de un extraño libro viejo que había sido de mi pobre papá. No podía entender mucho de lo que decía, aunque de alguna manera encajaba, y estuve leyendo y fumando hasta la hora del té. Luego salí a caminar, pensando que me vendría bien un poco de aire fresco antes de irme a acostar, y empecé a vagar, sin fijarme mucho por dónde iba, dando vuelta aquí y allá según mi capricho. Debo de haber caminado kilómetros y kilómetros, muchos de ellos en círculos, como dicen que hacen en Australia cuando se pierden en el matorral, y estoy seguro de que no habría podido repetir la misma ruta con exactitud ni por cualquier cantidad de dinero. El caso es que seguía en la calle cuando encendieron las luces, y los faroleros iban corriendo de un farol a otro. Fue una noche maravillosa: cómo quisiera que hubieras estado ahí, querida.

—En ese entonces yo era una muchachita.

—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, fue una noche maravillosa. Recuerdo que iba caminando por una callejuela llena de casitas grises idénticas, con albardillas y jambas de estuco; muchas puertas tenían una placa de latón, y una decía:“FABRICANTE DE CAJAS DE CONCHAS DE MAR”, y me dio mucho gusto, pues a menudo me había preguntado de dónde saldrían esas cajas y las cosas que uno compra en la playa. Unos niños jugaban en la calle con alguna u otra tontería, algunos hombres cantaban en el pequeño pub de la esquina y de casualidad volteé para arriba y noté que el cielo se había puesto de un color maravilloso. Desde entonces he vuelto a verlo, pero creo que nunca ha sido justo como se veía aquella noche, de un azul oscuro que resplandecía como una violeta, como dicen que se ve el cielo en otros países. No sé por qué, pero el cielo o algo me hicieron sentir raro; todo parecía cambiado de una manera que no podía entender. Me acuerdo de que le conté lo que había sentido a un señor de edad que conocía, amigo de mi pobre padre; lleva cinco años muerto, si no es que más. Y él me miró y me dijo algo sobre el país de las hadas; no supe de qué hablaba, y me atrevería a decir que no me había sabido expresar correctamente. Pero, ¿sabes?, por un momento o dos sentí que esa callejuela era hermosa y que el ruido de los niños y de los hombres en el pub parecía encajar con el cielo y volverse parte de él. ¿Recuerdas el viejo dicho de que uno “camina en el aire” cuando está contento? Bueno, pues de verdad así me sentía al caminar, no exactamente en el aire, ¿sabes?, pero como si el pavimento fuera de terciopelo o una alfombra muy suave. Y luego, supongo que todo fue mi imaginación, el aire parecía oler dulce, como el incienso en las iglesias católicas, y mi respiración se puso rara y entrecortada, como sucede cuando uno se emociona mucho por algo. Nunca antes ni después he sentido algo tan extraño.

Darnell se detuvo de pronto y alzó la vista hacia su esposa. Ella lo miraba con los labios entreabiertos, con ojos ansiosos y fascinados.

—Espero no estarte agotando, querida, con toda esta historia sobre nada. Tuviste un día difícil, preocupada por la tonta muchacha; ¿no sería mejor que te vayas a acostar?

—Ay, no, Edward, por favor. Ahora no me siento cansada. Me encanta oírte hablar así. Por favor, sigue.

—Bueno, pues después de caminar otro poco, ese sentimiento raro parecía desvanecerse. Digo otro poco, y en realidad pensé que habría caminado unos cinco minutos, pero había visto mi reloj justo antes de entrar en esa callejuela, y cuando lo volví a mirar ya eran las once. Debo de haber caminado más de doce kilómetros. Apenas podía creer lo que veía y pensé que de seguro mi reloj se había vuelto loco, aunque después descubrí que estaba perfectamente bien. No podía entenderlo y aún no puedo; te aseguro que el tiempo pasó como si hubiera caminado de un extremo de la calle Edna al otro. Y ahí estaba yo, en medio del campo abierto, con un viento fresco que soplaba desde un bosque y el aire lleno de suaves susurros, y las notas de los pájaros desde los arbustos y el canto del pequeño arroyo que pasaba por debajo del camino. Yo estaba parado en el puente cuando saqué mi reloj y encendí un cerillo para ver la hora, y de repente me di cuenta de lo extraña que había sido esa noche. Verás, todo era tan diferente a lo que había estado haciendo mi vida entera, en especial el año anterior, y casi parecía que yo no podía ser el mismo hombre que había estado yendo a la Ciudad cada mañanas y regresando cada tarde después de escribir un montón de cartas aburridas. Era como ser arrojado de pronto de un mundo a otro. Bueno, pues de algún modo encontré el camino de regreso, y mientras caminaba decidí cómo iba a pasar mis vacaciones. Me dije: “Voy a hacer un tour de caminatas igual que Ferrars, sólo que el mío será un recorrido de Londres y sus inmediaciones”, y ya tenía todo resuelto cuando entré en la casa como a las cuatro de la mañana y el sol estaba brillando, ¡y la calle casi tan tranquila como el bosque a medianoche!

—Creo que tuviste una idea estupenda. ¿Sí hiciste tu tour? ¿Compraste un mapa de Londres?

—Claro que hice mi tour. No compré un mapa; eso lo habría arruinado de algún modo; ver todo trazado, nombrado y medido. Lo que yo quería era sentir que estaba yendo a donde nadie había ido antes. Qué tontería, ¿no? Como si hubiera semejantes lugares en Londres o en Inglaterra, para el caso.

—Entiendo lo que dices: querías sentir como si estuvieras emprendiendo una especie de viaje de descubrimiento. ¿No es así?

—Exactamente: eso es lo que trataba de decirte. Además, no quería comprar un mapa. Yo hice un mapa.

—¿A que te refieres? ¿Hiciste un mapa en tu cabeza?

—Después te cuento eso. Pero ¿de veras quieres oír sobre mi gran tour?

—Por supuesto que sí; debe de haber sido encantador. Me parece una idea de lo más original.

—Bueno, a mí me parecía la gran cosa, y lo que acabas de decir del viaje de descubrimiento me recordó lo que sentía en ese entonces. De niño me gustaba enormemente leer sobre los grandes viajeros, supongo que como a todos los niños, y de marineros cuyo barco se desviaba de la ruta y se encontraban en latitudes donde ningún barco había navegado antes, y de la gente que descubría ciudades maravillosas en países extraños; y todo el segundo día de mis vacaciones me sentí igual que cuando leía esos libros. No me levanté hasta bastante tarde. Estaba muerto después de haber caminado tantos kilómetros; sin embargo, cuando acabé de desayunar y llené mi pipa, me divertí mucho de pensarlo. Era un tremendo disparate, ¿sabes? Como si pudiera haber alguna cosa nueva o maravillosa en Londres.

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