—¿Por qué no la habría?
—Pues no lo sé, aunque después he pensado que debo haber sido un muchacho bastante bobo. En todo caso, me divertí muchísimo planeando qué iba a hacer, medio haciendo de cuenta, justo como un niño, que no sabía dónde podría ir a parar ni qué podría ocurrirme. Y me complacía enormemente pensar que todo era mi secreto, que nadie más lo sabía y que, viera lo que viera, no se lo diría a nadie. Siempre había sentido lo mismo con los libros. Claro, me encantaba leerlos, pero me parecía que si yo hubiera sido un explorador, habría mantenido en secreto mis descubrimientos. Si hubiera sido Colón, y si hubiera sido posible hacerlo, habría descubierto América yo solo y nunca le habría dicho una palabra a nadie. ¡Imagínate! Qué hermoso sería caminar por tu ciudad, hablando con la gente, y todo el tiempo estar pensando que uno sabe de un gran mundo allende los mares que nadie se imagina siquiera. ¡Me habría encantado! Y era justo lo que sentía del tour que haría. Decidí que nadie debía saberlo, y así, a partir de aquel día hasta hoy, nadie ha oído una palabra.
—Pero ¿a mí sí me vas a contar?
—Tú eres diferente. Sin embargo, creo que ni siquiera tú escucharás todo; no porque no quiera, sino porque no puedo hablar de muchas de las cosas que vi.
—¿Las cosas que viste? ¿Entonces de verdad viste cosas maravillosas y extrañas en Londres?
—Bueno, sí las vi y no. Todo o prácticamente todo lo que vi sigue en pie y cientos de miles de personas han visto los mismos atractivos; después supe que muchos de los lugares eran bien conocidos por los compañeros de la oficina. Y luego leí un libro llamado Londres y sus alrededores. Pero, no me lo explico, ni los señores de la oficina ni los escritores del libro parecían haber visto las cosas que yo vi. Por eso dejé de leer el libro; parecía sacarle la vida, el verdadero corazón, a todo, volviéndolo tan seco y estúpido como los pájaros disecados en un museo.
”Pensé en lo que haría todo el día y fui a acostarme temprano, para estar fresco. En realidad, sabía maravillosamente poco de Londres aunque, excepto por alguna semana de vez en cuando, había pasado mi vida entera en la Ciudad. Desde luego conocía las calles principales, Strand, Regent, Oxford y demás, y sabía llegar a la escuela a la que había ido de niño y cómo llegar a la Ciudad, pero siempre andaba por los mismos senderos, como dicen que hacen los borregos en las montañas, y eso hacía que fuera tanto más fácil imaginarme que iba a descubrir un mundo nuevo.”
Darnell hizo una pausa en el flujo de su plática. Miró con atención a su esposa para ver si la estaba aburriendo, pero sus ojos lo contemplaban con vivo interés; casi podría decirse que eran los ojos de alguien que anhelaba y un poco esperaba ser iniciada en los misterios, que no sabían qué gran maravilla les sería revelada. Estaba sentada de espaldas a la ventana, enmarcada en el dulce crepúsculo de la noche, como si un pintor le hubiera puesto de fondo una cortina de pesado terciopelo y el trabajo que había estado haciendo se hubiera caído al piso. Apoyaba la cabeza en las dos manos, una a cada lado de su frente, y sus ojos eran como los pozos en el bosque que Darnell soñaba en la noche y en el día.
—Todos los relatos extraños que había oído en mi vida estaban en mi cabeza esa mañana —prosiguió, como si continuara con los pensamientos que habían llenado su mente mientras sus labios callaban—. Me había ido a acostar temprano, como te dije, para descansar bien, y había puesto mi reloj despertador para que sonara a las tres, para salir a una hora bastante extraña para iniciar un recorrido. Había un silencio en el mundo cuando desperté, antes de que sonara el reloj para levantarme, y luego un pájaro empezó a cantar y trinar en el olmo que había en el jardín de al lado, y miré por la ventana y todo estaba tranquilo, y el aire de la mañana entraba puro y dulce, como nunca antes me había tocado. Mi cuarto estaba al fondo de la casa y la mayoría de los jardines tenían árboles, y pasando estos árboles podía ver la parte de atrás de las casas de la siguiente calle elevándose como la muralla de una antigua ciudad, y mientras las veía salió el sol y la gran luz entró por mi ventana, y empezó el día.
”Y descubrí que cuando salí de las calles del entorno inmediato que conocía, volvió algo del sentimiento extraño que me había llegado dos días antes. No era para nada tan fuerte —las calles ya no olían a incienso—, pero lo suficiente para mostrarme lo extraño que era el mundo que iba recorriendo. Hay cosas que uno puede ver una y otra vez en muchas calles de Londres: una vid o una higuera en una pared, una alondra cantando en una jaula, un curioso arbusto floreciendo en un jardín, un tejado con una forma extraña o un balcón con una celosía de hierro fuera de lo común. Quizá difícilmente exista una calle donde no veas una u otra cosa de este tipo, pero esa mañana se presentaron ante mis ojos con una nueva luz, como si trajera puestos los anteojos mágicos del cuento de hadas, y al igual que el hombre en el cuento de hadas, seguí y seguí bajo esa nueva luz. Recuerdo haber atravesado terreno agreste en un lugar elevado; había estanques de agua que resplandecían en el sol y casonas blancas en medio de pinos oscuros que se mecían, y después, al trasponer la cima, llegué a una veredita que se desviaba del camino principal, una vereda que llevaba a un bosque, y en la vereda había una casita vieja y sombreada, con un campanario en el techo y un porche de celosías borrosas y desteñidas al color del mar; y en el jardín crecían altas azucenas blancas, iguales a las que vimos aquel día que fuimos a ver los cuadros antiguos: brillaban como la plata y llenaban el aire de su dulce aroma. Cerca de esa casa fue donde vi el valle y los lugares altos a lo lejos bajo el sol. Así que, como te digo, ‘seguí y seguí’ por bosques y campos, hasta que llegué a un pueblo en la cima de una colina, un pueblo lleno de casas viejas dobladas hasta el suelo bajo el peso de sus años, y la mañana era tan serena que el humo azul subía directo al cielo desde todos los tejados, tan silenciosa que oí abajo a lo lejos en el valle a un niño que cantaba una canción antigua por las calles de camino a la escuela, y cuando empecé a cruzar el pueblo que iba despertando, bajo las solemnes casas antiguas, las campanas de la iglesia empezaron a sonar.
”Fue poco después de haber dejado atrás ese pueblo que encontré el Camino Extraño. Lo vi bifurcarse del polvoriento camino principal y se veía tan verde que me desvié para seguirlo, y pronto sentí como si de veras hubiera entrado en otro país. No sé si era uno de los caminos que hicieron los antiguos romanos de los que solía contarme mi padre, pero estaba cubierto de un pasto profundo y suave, y los altos setos a cada lado parecían no haber sido tocados en cien años; estaban tan anchos, altos y silvestres que las ramas se tocaban por encima de mi cabeza y sólo percibía vislumbres por aquí y por allá del paisaje por el que estaba pasando, como pasa uno en sueños. El Camino Extraño me llevaba sin parar, subía y bajaba una colina; a veces los rosales estaban tan tupidos que apenas si podía abrirme paso entre ellos, y a veces el camino se ensanchaba tanto que era un prado, y en medio había un valle con un arroyo que cruzaba un viejo puente de madera. Yo estaba cansado y encontré un lugar suave y sombreado debajo de un fresno, donde debo de haber dormido muchas horas, pues cuando desperté ya era la tarde. Así que retomé la marcha y por fin el camino verde salió a una carretera, y levanté la vista y vi otro pueblo en un lugar elevado con una gran iglesia en medio, y cuando subí hasta allá había un gran órgano sonando en su interior y el coro estaba cantando.”
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