El primer caso de investigación que quiero reseñar es el conocido proyecto de Taylor (2000 [1980]) de acercarse a los significados precoloniales de supay, la palabra actual para ‘demonio’ en la mayor parte de variedades quechuas. Con una metodología que integra el examen dialectológico con la lectura atenta y crítica de los datos aportados por las crónicas y los diccionarios coloniales —un tipo de lectura que, en buena cuenta, merece el nombre de «filología» en el sentido clásico del término—, Taylor llega a la conclusión de que, en el mundo andino precolonial, el supay de una persona era «ese aspecto del alma que representa su identidad personal, no transmitida sino esencial, la sombra que, antes de la evangelización cristiana debía liberarse de los sufrimientos de este mundo […] para descansar al lado de las demás sombras de su etnia, en el (s)upaymarca ‘la tierra de las sombras’» (Taylor, 2000 [1980], p. 29). Pero más que los resultados de Taylor, interesa, para nuestros fines, cómo el investigador llegó a ellos. La empresa era riesgosa porque justamente la palabra había sido seleccionada por los operadores religiosos del discurso evangelizador para representar al demonio, personaje central de las creencias católicas que debían ser transmitidas a los indios, en gran medida mediante el quechua llamado «general» mencionado anteriormente.
Taylor acude, en primer lugar, a la comparación de los significados asignados a la palabra en los léxicos quechua-castellano de los siglos XVI y XVII. En este punto es pertinente mencionar que los diccionarios y gramáticas bilingües de los primeros siglos de la Colonia estaban fuertemente atados a la acción de la Iglesia católica; es más, la mayor parte de sus autores eran religiosos. Así sucede en los tres casos más importantes analizados por Taylor: fray Domingo de Santo Tomás (1560) define la palabra como ‘ángel, bueno o malo’ y como ‘demonio, trasgo de casa’. El Arte y vocabulario de la lengua general del Perú llamada quechua, tradicionalmente conocido como el «anónimo de 1586» y recientemente atribuido a un equipo dirigido por el sacerdote jesuita Blas Valera (Cárdenas Bunsen, 2014), ofrece tres acepciones básicas, en las cuales «el aspecto angélico positivo de supay ya ha desaparecido» (Taylor, 2000 [1980], p. 20): estas son ‘demonio’, ‘fantasma’ y ‘la sombra de la persona’. El jesuita Diego González Holguín, trabajando sobre el quechua cuzqueño ya a inicios del siglo XVII, registra ‘el demonio’ para supay, pero para supan, una entrada alternativa en su Vocabvlario, consigna ‘la sombra de persona, o de animal’, y recoge una serie de expresiones derivadas, como supaya– ‘volverse muy malo como un demonio’, supayniyuq ‘el que posee al supay’ y la forma reduplicada supay supay con el significado de ‘visión, o duende, o fantasma’. A partir de estos datos, Taylor concluye que el sentido «oficial» de supay se fue convirtiendo en ‘demonio’ en el discurso evangelizador, tal como en el presente, pero que había otros matices en juego entre los siglos XVI y XVII, ‘fantasma’ y ‘sombra’, cuya atribución al pasado andino precolonial se ve reforzada por el examen dialectal.
En efecto, al revisar los léxicos quechuas contemporáneos, Taylor identifica que, en la mayor parte de variedades, la forma que se conserva para la glosa ‘demonio’ es supay, incluso en aquellas variedades que han experimentado un cambio del fonema patrimonial /s/, en posición inicial de palabra, a /h/ y, en algunos casos, a cero, un camino que podemos representar como */s/ > /h/ > ø (por ejemplo, sacha ‘árbol’ > hacha > acha). Esta prevalencia de la palabra con /s/ inicial en dichas variedades corrobora la idea de que supay ‘demonio’ fue una forma impuesta y reforzada por la institucionalidad colonial, puesto que la palabra escapó a las tendencias fonético-fonológicas esperables en el léxico patrimonial. Asimismo, es llamativo para Taylor que en un documento presentado por Torero (1974, p. 110), se reporte la creencia de los indios de la sierra central de que luego de la muerte, las almas se dirigían al upaimarca de Titicaca y de Yaromarca, lugar de nacimiento del Sol y de Liviac, la divinidad del rayo y el trueno. Este upaimarca puede ser entendido como el lugar de descanso eterno de las almas. En el primer componente de esta palabra (upay) observamos la última etapa del cambio de */s/ en posición inicial a cero. Entonces, es posible relacionar esta forma con hupani, término registrado en un moderno diccionario de quechua de Áncash-Huailas (Parker & Chávez, 1976), con el significado de ‘sombra, de persona o animal, a la caída del sol’. Por otra parte, los rituales religiosos orientados a devolver a los enfermos su «sombra, su alma», tal como han sido registrados en los documentos del siglo XVII correspondientes a la zona altoandina de Cajatambo (Duviols, 2003), confirman la importancia de este concepto en la religión andina todavía practicada en esa centuria. A partir del caso de upaimarca, Taylor puede concluir que la antigua «sombra» de los seres humanos estaba asociada, en la visión andina prehispánica, al culto de los muertos, y que este concepto fue confundido, por los religiosos españoles, con el demonio. Así, «parece evidente que el Demonio que veían por todas partes los primeros españoles no correspondía necesariamente al mismo concepto en el espíritu de los antiguos peruanos y que numerosos aspectos de los antepasados muertos inspiraban tanto el miedo como el respeto» (Taylor, 2000 [1980], p. 34).
Este trabajo representa bien, a mi modo de ver, un enfoque seguido en muchos estudios posteriores de la lingüística andina, enfoque que logra conectar la lectura atenta del material documental, sobre todo colonial, con los datos ofrecidos por el examen dialectal contemporáneo. Se trata de una manera indirecta de acercarse a concepciones claves de la cultura andina que, si bien no llega a suplir la abundancia de textos escritos en lenguas indígenas mesoamericanas, la afronta de manera seria y creativa. En este sentido, la lingüística andina se alinea bien con la afirmación de que «la experiencia filológica en la interpretación de textos, la edición y la paleografía resultan vitales para la sociolingüística histórica» (Nevalainen & Raumolin-Brunberg, 2012, p. 28), aunque para mejorar las condiciones materiales del trabajo en esta área se deberían escuchar los reclamos que se han formulado en años recientes para lograr un mayor cuidado en la edición de las principales fuentes coloniales andinas (Cerrón-Palomino, 2002a).
El segundo caso que resumo en este acápite corresponde no al quechua sino al castellano del siglo XVII en el virreinato del Perú. A partir de un conjunto de quejas presentadas a la justicia colonial entre 1595 y 1646, además de un grupo más tardío de expedientes para efectos de comparación (1659-1679), Anna María Escobar (2012) se propone estudiar si los patrones en el uso del pretérito perfecto eran comunes o divergentes entre un grupo de monolingües castellanohablantes y de bilingües (denunciantes presentados como «indígenas»), con el fin de obtener una visión más clara de las etapas tempranas en el desarrollo del pretérito perfecto en los Andes. Como se sabe, esta es una forma verbal que muestra gran variabilidad en las diferentes lenguas, y en el castellano en particular. En el marco dialectal hispánico, se ha encontrado que algunas variedades son más conservadoras con respecto a esta forma verbal, que tiene en ellas una función hodiernal o anclada temporalmente al mismo día del tiempo del habla, y que contrasta, así, con el pretérito simple, mientras que en otras variedades ha adquirido funciones evidenciales, en oposición al pretérito pluscuamperfecto. Entre las primeras variedades se encuentran las de Alicante y Madrid; entre las segundas, el castellano andino ecuatoriano y el peruano (Escobar, A. M., 2012, pp. 470-471, ver las referencias citadas ahí). Por ejemplo, en el análisis de Anna María Escobar sobre el castellano moderno en contacto con el quechua (Escobar, A. M., 2000, p. 242), oraciones como Mi garganta se ha cerrado y todo me ha pasado y Entonces han venido carros —parte de narrativas de experiencia personal— se construyen con el pretérito perfecto para enfatizar que el evento ha sido vivido o presenciado por el hablante4.
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