A modo de ilustración, tradicionalmente se ha pensado la situación de las comunidades andinas como escenarios caracterizados por el aislamiento respecto de los polos de desarrollo económico y social de la Colonia. Sin embargo, la historia social es cada vez más crítica con respecto a esta visión. Ramos, por ejemplo, ha criticado la manera como Torero (2002, p. 90) explicó la persistencia de variedades regionales quechuas sobre la base del supuesto aislamiento socioeconómico. «Este planteamiento —explica— se basa en la creencia profundamente enraizada de que, en los Andes, la población andina vivía en su propio mundo, una visión que ha sido cuestionada por la investigación histórica» (Ramos, 2011, p. 22, traducción mía). El enfoque tradicional también se ilustra en la oposición, expresada fundamentalmente en el discurso colonial legal, entre una «república de españoles» y una «república de indios» durante los primeros siglos de la Colonia. La literatura reciente muestra cada vez con mayor claridad la fluidez y el contacto, obviamente no exento de conflictos y jerarquías, entre las lenguas andinas y el castellano como recursos expresivos para las poblaciones de indios, mestizos y españoles, no solo en las principales ciudades coloniales sino también en las «reducciones» indígenas (Itier, 2011, p. 72). Sin embargo, estamos lejos de poder establecer con claridad, para la región que constituye el foco de este estudio, cuáles fueron las características de estos vínculos siguiendo algunos de los parámetros que propone Trudgill para definir una situación de contacto bajo; en concreto, la estabilidad o inestabilidad social, la existencia de redes densas o débiles y la presencia o ausencia de información compartida en la comunidad. A mi modo de ver, el estado actual del conocimiento sobre la historia social de los Andes norteños impide, pues, aplicar el modelo de Trudgill (2010 y 2011) de manera directa a este escenario. Con miras a su aplicación futura en la región andina, la investigación requeriría concentrarse, probablemente, en regiones y comunidades de habla específicas —comunidades definidas, por ejemplo, en términos familiares—, durante períodos muy bien definidos, para los cuales se cuente con evidencia suficiente, no solo en términos lingüísticos y textuales, sino también sociohistóricos; en el mejor de los casos, individuales, con el fin de abordar con seriedad los parámetros de la densidad o debilidad de las redes y la presencia o ausencia de información compartida. De cualquier modo, con miras a aportar a la futura aplicación del modelo de Trudgill a la zona de estudio, en la presentación de rasgos dialectales del castellano andino norteño que ofreceré en el capítulo 4, incidiré en la posibilidad de definir algunas de estas características lingüísticas como ejemplos de complejización o simplificación en los términos presentados por este autor, pero, por las razones esbozadas previamente, lo haré sin la pretensión de efectuar una evaluación sistemática de la propuesta en el escenario estudiado.
¿Qué aporta el estudio del espacio andino a la sociolingüística histórica?
A diferencia del área mesoamericana, donde las lenguas indígenas contaron con representación escrita antes de la llegada de los españoles y continuaron escribiéndose durante la Colonia, las culturas andinas precoloniales se desarrollaron sin la necesidad de un alfabeto. A pesar de los esfuerzos desplegados para encontrar en manifestaciones culturales como los quipus una forma de escritura, no se ha logrado probar que el tipo de memoria configurado por dichas culturas requiriera fijarse en un código escrito. Desde la semiología cultural, Lotman (1989) ha interpretado este hecho no como una carencia o un déficit en los desarrollos culturales andinos precoloniales —visión que subyace a las mencionadas búsquedas obsesivas en quipus, pallares, tocapus, etcétera—, sino como el resultado esperable de un tipo de memoria cultural orientado a la repetición cíclica de información como un medio ordenador del entramado social, en vez de una memoria atenta a la fijación precisa de las novedades. Por razones obvias, este rasgo cultural también ha sido evaluado por el mundo académico contemporáneo como una desventaja metodológica para acercarse al pasado andino. Después de haber escrito sus primeros estudios sobre el pasado colonial en el Perú concentrándose en los conquistadores como agentes sociales, James Lockhart se dio cuenta de que no podría acceder al discurso directo de los indios por la ausencia de documentos escritos en quechua (y, podríamos agregar ahora, en aimara, en culle, en mochica):
A medida que me concentré en estudiar de alguna forma a la población indígena en un estilo comparable al de mis estudios sobre la sociedad hispana, me di cuenta de que esto solo se podría hacer accediendo a fuentes construidas por las mismas personas, en su propio lenguaje, que revelaran su perspectiva, su retórica, sus géneros de expresión, las intimidades de sus vidas y, por encima de todo, sus propias categorías. Recapitulando la experiencia peruana, no vi nada como eso en el horizonte, ninguna documentación conocida escrita en quechua por personas de los Andes (desde entonces, algo ha aparecido). John Murra había abierto el camino hacia las visitas. Se trataba de inspecciones españolas a las localidades andinas en el siglo XVI, que contenían información que mostraba un área incaica mucho más matizada, con más autonomías locales, tradiciones y fragmentaciones que en la imagen propuesta por Rowe, tal como yo siempre había imaginado. Pero los materiales se parecían a censos, hechos por españoles en español (aunque algunas palabras clave permanecían, en ocasiones, escritas en las lenguas indígenas) (Lockhart, 1999, p. 350, traducción mía).
Esta situación condujo a Lockhart a reorientar sus intereses hacia el escenario mesoamericano, donde creó, como es sabido, una fructífera escuela de estudios históricos, fuertemente asentada en los aportes de la filología. Ello dio lugar a lo que ahora se conoce como «nueva filología», corriente que privilegia, para el acercamiento al pasado del territorio novohispano, los abundantes documentos indígenas coloniales escritos en náhuatl y en otras lenguas indígenas (Lockhart, 2007), aunque, como el propio historiador reconoce, se trata de «un tipo de filología que no deja de estar relacionada con lo que algunas veces se ha visto en los estudios literarios y en las formas asociadas de historia cultural» (Lockhart, 1999, p. 349, traducción mía). Durston ha resaltado que «[a]unque la literatura mundana mesoamericana sigue los géneros modélicos hispánicos, el solo hecho de que esté escrita en una lengua local y para uso interno abre un nuevo mundo de investigación, tanto en términos del tipo de detalles provistos sobre la vida cotidiana como sobre la manera en que se presenta dicha información» (Durston, 2008, p. 45, traducción mía).
De este modo, podría parecer que el escenario andino tiene poco que ofrecer a un campo que, como el de la sociolingüística histórica, ha enfatizado tanto el examen cuantitativo y cualitativo de la documentación escrita. No obstante, en esta sección quiero presentar algunas estrategias que ha desarrollado la lingüística andina, en cooperación con disciplinas conexas, para sortear esta valla metodológica, con el fin de «arrancarle» algún tipo de evidencia a la documentación colonial escrita en castellano y a los escasos textos coloniales en quechua y aimara, así como a los datos derivados del examen dialectal y del análisis pormenorizado de materiales alternativos e inesperados como la onomástica indígena. Lo haré a través de la presentación de cuatro casos emblemáticos de investigación desarrollados en esta área, campo que, según intentaré mostrar, puede ofrecer enfoques y técnicas productivas e inspiradoras para trabajar en el área de la sociolingüística histórica en otros espacios regionales poscoloniales en que la documentación escrita se encuentra igualmente restringida a las lenguas hegemónicas3.
Читать дальше