Así comienza la entrevista que le realizó María Soledad Vial a Marcela Aranda, la mujer que casi 30 años después de ser abusada por el sacerdote Renato Poblete decidió hacer públicos los hechos. La revelación causó un gran impacto, no solo en círculos religiosos, sino en la sociedad toda porque hasta entonces el religioso era considerado intachable y el rostro más conocido del Hogar de Cristo, donde fue capellán mientras estuvo vivo.
Se trata de una larga conversación, con algunos pasajes de descripción, pero que fundamentalmente conducen al lector a interiorizarse de la denuncia a través de las palabras de la entrevistada. En ella, como señalaba Oriana Fallaci, queda de manifiesto que “una entrevista es algo extremadamente difícil, una examinación mutua, una prueba de nervios y de concentración”.
Un momento clave en la entrevista se da cuando la autora interpela a Aranda y le pregunta por qué decidió hacer público su caso. Ella responde:
—Cuando uno hace una denuncia de la envergadura de la que he hecho y del personaje (que se trata), me siento con la responsabilidad de decir que fui yo quien hizo esa denuncia, que la gente perciba la devastación que hay en quien ha sufrido estos abusos, con nombre y rostro concreto. Que vean las huellas del dolor”.
Ganadora en su categoría, los jurados indican que, además de su relevancia, se trata de un golpe noticioso. Indican que es un acierto su exclusividad, producto de que se llevó a cabo al poco tiempo de haberse recibido las denuncias. Sostiene, también, que es un reflejo de los abusos que han ocurrido en torno a la Iglesia, así como un símbolo que tiene como consecuencia un alto impacto en la
ciudadanía.
“Soy Marcela Aranda Escobar, ingeniero mecánico y teóloga. Soy profesora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, hago clases de teología y también en el programa de Pedagogía en Religión Católica de la UC. Soy mamá de una hija que quiero mucho y, además, vivo con mi padre ya anciano. Me siento sobreviviendo con gran esfuerzo, mucha ayuda especializada y el cariño de mis amigos por abusos horrorosos”. Frente a nosotros está una mujer de 53 años, de pelo corto y canoso, pantalón sencillo y blusa blanca, unos pequeños aros turquesa como único adorno. Tatuajes en su brazo derecho y en su hombro izquierdo llaman la atención, “son recientes”, dice cuando le preguntamos, “es parte del proceso, son como mis cicatrices”.
Acompañada por su abogado Juan Pablo Hermosilla, en su oficina, Marcela Aranda habla por primera vez con un medio de comunicación de las graves denuncias que ha formulado en contra del sacerdote jesuita Renato Poblete Barth (fallecido en 2010). Habla despacio, a ratos tranquila, a veces con voz angustiada. En un momento se quiebra en una voz casi inaudible, cuando intentamos entrar en las situaciones concretas de los abusos que denunció en la Comisión de Escucha instalada en Chile por el enviado del papa, monseñor Charles Scicluna, y que Marcela Aranda ha decidido no revelar —públicamente— hasta que sea requerida por el investigador designado por la Compañía de Jesús.
El sacerdote jesuita dirigió el crecimiento del Hogar de Cristo como su capellán por 18 años y se convirtió en una figura pública, emblema de la solidaridad en el país; hoy el popular parque en
Quinta Normal lleva su nombre. Hace nueve días, en un comunicado, la Compañía de Jesús anunció el inicio de una investigación canónica preliminar a cargo del abogado laico, Waldo Bown, por hechos que se refieren a “delitos y situaciones abusivas entre 1985 y 1993, de carácter grave en el ámbito sexual, de poder y de conciencia” —cuyos detalles están contenidos en su declaración—, denunciados por una mujer cuya identidad no fue revelada y que habría tenido 19 o 20 años en ese entonces”.
Mientras el foco de las investigaciones eclesiásticas estuvo puesto en la sanción al denunciado, la Iglesia no prestó gran atención a los antecedentes que involucraban a un sacerdote en posibles abusos si este ya había fallecido. La crisis que ha sacudido a la Iglesia en las últimas décadas instaló a las víctimas como foco de las investigaciones eclesiásticas, otorgándoles a esos procesos una finalidad de reparación.
—¿Por qué decidió dar esta entrevista y hacer pública su denuncia?
—Cuando uno hace una denuncia de la envergadura de la que he hecho y del personaje (que se trata), me siento con la responsabilidad de decir que fui yo quien hizo esa denuncia, que la gente perciba la devastación que hay en quien ha sufrido estos abusos, con nombre y rostro concreto. Que vean las huellas del dolor.
—Han pasado 25 años desde los hechos que denuncia, ¿por qué lo hace ahora?
—Mira, las víctimas hacemos un proceso muy doloroso y de muchos años, 20, 30, 50, entre el abuso y el momento en que, por fin, logramos poner en palabras el horror que sufrimos. Lo mío, me ha dicho la psicóloga, ha sido una disociación, para sobrevivir, olvidé completamente el período en que fui terriblemente abusada. Mis amigos me dicen que nunca hablé de ese período de mi vida. Inconscientemente borré todo recuerdo, como si esos años nunca hubieran existido, fue una disociación, no una pérdida de memoria.
—¿No se acordaba de nada durante esos años?
—No. Eran como años que no hubieran existido. Pero, en realidad, esos hechos estaban allí y aparecían de muchas otras maneras: fuertes bajones, jaquecas, cambios bruscos de ánimo. Y todo eso me hacía sufrir mucho, porque además no sabía por qué era.
—La Iglesia chilena se remeció con el caso Karadima en 2010. ¿Cómo vivió el destape de los abusos de sacerdotes? ¿La remeció también?
—No, fue una noticia más, no me producía nada. Yo vivía bajo los efectos del abuso, pero en otra línea. Creo que fue la única forma que psicológicamente encontré para sobrevivir, pero no significa que esos eventos no estuvieran ahí. Sufrí mucho, porque no sabía lo que era… El abuso te va destruyendo golpe a golpe, va pulverizando todos los niveles de la vida. Sufrí una destrucción afectiva, de mis emociones, de mis relaciones amorosas, de amistad. Mi vida académica, si bien fue un refugio muy importante, una de mis tablas de salvación, me costó una enormidad concentrarme para sacar adelante mi carrera de Ingeniería Mecánica y mi magíster en Teología.
—¿Cómo ha sido su vida afectiva durante estos años?
—Destruyó mi vida afectiva hasta el día de hoy. Nunca pude armar una relación con nadie. Mi capacidad de entablar relaciones personales, de sentir cariño y de sentirse querido quedó totalmente destruida. Edifiqué un muro para defenderme del mundo exterior, pero no solo quedó lo malo fuera, también lo bueno.
El primer encuentro
—¿Cuándo conoció usted al sacerdote Renato Poblete?
—Yo tenía unos 19 o 20 años. Debe haber sido 1984, durante mis primeros años de universidad como estudiante de Física. En esa época tenía mucha inquietud de ayuda social y me acerqué al Hogar de Cristo para ser voluntaria, entusiasta, idealista, me movía mucho el pensamiento del Padre Hurtado.
—¿Por qué decidió estudiar Teología, viniendo de un área tan distinta como la Física?
—Estudiaba Física, pero durante el proceso de discernimiento decidí cambiarme a Teología. Cuando logré salir huyendo de esta experiencia de abuso, salí arrancando de Teología también, y no alcancé a dar mi examen de grado. Comencé a estudiar Ingeniería y me metí en ese mundo; trabajé como ingeniero y el 2006 volví a terminar mi carrera de Teología. Me hizo sentido, porque era un proceso que había quedado abierto, lo hicimos, y después me surgió la idea de seguir el magíster en 2007; no me fue fácil, pero lo conseguí, y el 2013 entré como profesora a la facultad.
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