¿Por qué se iba así, sin despedirse de mí? ¿Por qué se iba para no volver? No, no podía hacerlo sin que supiera lo que sentía por él, necesitaba decirle la verdad.
Miré el holograma del reloj y mi nerviosismo aumentó. Quedaban poco más de diez minutos para que ese tren partiera con el amor de mi vida.
¡No, no!
Pegué un acelerón, hasta que mis piernas parecieron volar. El espeso aire de la carrera azotaba mi semblante y mi cabello, pero eso no me detuvo, como tampoco lo hicieron los transeúntes que se iban interponiendo en mi camino y a los que tenía que esquivar continuamente para no llevármelos por delante. Las calles se movían arriba y abajo, hasta que terminaron por ser como las manchas de un lienzo.
Divisé la calle previa a la estación y me dirigí en esa dirección, con el corazón retumbando en mi pecho a mil por hora. Salté a la calzada sin mirar, decidida a llegar lo antes posible.
Sin embargo, de repente, un frenazo justo a mi lado llamó mi atención demasiado tarde. Ni siquiera tuve tiempo de usar mi don. Acto seguido sentí el tremendo impacto del coche en mi cuerpo, el golpe contra el parabrisas, y de pronto me vi volando sobre el vehículo. Cuando por fin regresé al suelo lo hice con otro impacto, para acabar rodando por el asfalto.
Durante un momento mis oídos dejaron de escuchar, tan solo podía oír un zumbido, un pitido agudo y doloroso. Segundos después mi cerebro volvió a ubicarse y mis oídos recuperaron su función. Los gritos asustados de la gente que se agolpaba a mi alrededor también me espabilaron. Un hombre me daba palmadas en el rostro con un semblante desencajado y aterrado. Se alivió al ver que me incorporaba, seguramente también tenía más color. Era el conductor.
—¡Oh, Dios mío! —gimoteó, estudiándome frenéticamente—. ¡¿Estás bien?! ¡Te llevaré al hospital! ¡Lo siento, no te vi venir! ¡Saltaste como una loca sobre el coche!
Por fortuna, mi condición de elfo me hacía muy fuerte, pero mi condición de Guerrera Elfo aún más. No me había roto ningún hueso. Mañana tendría un par de magulladuras, nada más.
Pero sí había una cosa que me dolía de verdad: la posible pérdida de Noram. Temblando por los nervios de la prisa, volví a comprobar la hora en el holograma de mi muñeca. Me eché a llorar con las manos en la cabeza, pero no por el atropello. Eran menos cinco. Tenía que llegar a Noram como fuera.
Me levanté al instante, magullada y dolorida, y comencé a correr de nuevo.
—¡¿Oye, adónde vas?! —gritó el conductor—. ¡¿Estás loca?! ¡Maldita elfo! ¡Si estás bien arréglame el coche!
Al fin llegaba a la acera, donde solo tuve que girar la calle para tener la estación enfrente.
La puerta giratoria se desplazó con demasiada lentitud, en mi opinión. Observé las pantallas holográficas frenéticamente, pero no sabía qué buscar. ¿Qué demonios estaba buscando, si no tenía ni idea de adónde se dirigía Noram?
Corrí por la estación desesperada, llorando, buscando por todos los andenes, desolada ante la sola idea de haber llegado demasiado tarde. Hasta que vi que el holograma de la azafata con su excelsa amabilidad y su sonrisa perpetua anunciaba la próxima salida:
«Señores pasajeros, el tren con destino a la frontera sur partirá en un minuto. Diríjanse al andén cuatro de inmediato, por favor. Señores pasajeros, el tren con destino a la frontera sur partirá en un minuto. Diríjanse al andén cuatro de inmediato, por favor. Gracias».
Ese era el tren de Noram. Un minuto, ¡un minuto!
Giré sobre mi mísma buscando ese dichoso andén con un barrido de mi vista. Y lo localicé. Estaba muy cerca, podía ver el tren con forma de bala estacionado a unos pocos metros.
Y también vi a Noram.
Acababa de levantarse del banco metálico y estaba cogiendo su mochila para colgarla al hombro.
Mi corazón se desencajó de su sitio, alocado, desbocado.
—¡Noram! —le llamé mientras ya me acercaba a él a toda velocidad—. ¡Noram!
Los viajeros que se agolpaban frente a las puertas me miraron con curiosidad. Noram también escuchó mis gritos y se giró, asombrado por verme allí.
—Jän —jadeó.
Llegué a él como una exhalación y me abalancé sobre su fuerte pecho. La mochila se cayó al suelo. Noram se vio inicialmente sorprendido por mi acción, aunque sus brazos pronto me abrazaron, y Dios mío, qué bien se estaba ahí…
—¿Qué haces aquí? —murmuró, si bien me apretó contra él.
Me estremecí, toda mi alma lo hizo. Sin embargo, tuve que soltarme para poder hablarle mirándole a los ojos.
—¿Ibas a marcharte sin despedirte de mí? —le reproché, visiblemente dolida y aún conmocionada.
—Venga, ¿a qué viene tanto drama? —bromeó.
—¿Por qué te vas así? Rilam me ha dicho que te vas para no volver. ¿Es eso verdad? ¿Piensas largarte y no volver?
Al ver que su broma no había surtido efecto, Noram se puso más serio.
—Vamos, Jän, no me lo pongas más difícil —me pidió, y la tristeza que sentía realmente afloró en esa mirada que agonizaba en la mía.
—No te puedes ir, no puedes dejarme así —susurré. Mis ojos ya no aguantaron más y las lágrimas, antes rebosantes, saltaron al vacío, como mi corazón, como mi alma—. Te quiero.
Noram se quedó paralizado, pero reaccionó.
—Yo también te quiero, Jän —contestó, intentando restarle importancia con un desenfado malogrado.
—No finjas más, sabes a qué me refiero. —Le clavé la mirada y por fin dejé que mi corazón fluyera libre, sin ataduras, sin velos ni camuflajes, sin secretos—. Te amo, estoy enamorada de ti, Noram, desde siempre.
La parálisis de Noram fue todavía mayor. Nos quedamos quietos, con los ojos enganchados, maravillados. Ambos sentimos la electricidad de la atracción rodeándonos, las gigantescas ansias por besarnos. Sin embargo, ninguno se movió.
El pitido que anunciaba la inminente salida del tren resonó en los altos y abovedados techos de la estación.
—Yo también estoy enamorado de ti, te amo con toda mi alma, desde la primera vez que te vi.
Esa confesión susurrada y emocionada se clavaría en lo más hondo de mi ser para el resto de mi vida. Pero su rostro atormentado no me indicaba que fuera a cambiar nada. Por supuesto sabía que esa posibilidad estaba ahí, conocía a Noram muy bien, sabía de sus ansias de aventura, lo mucho que le gustaba su independencia y libertad, pero aun así no pude evitar sentir un desgarro en el pecho, porque también sabía cuál era la principal razón de que se fuera de este modo.
—Por eso mismo tengo que irme, Jän, no puedo seguir aquí —dijo, tomando aire profundamente para hacerse el fuerte.
—Noram —lloré.
—Tú tampoco quieres hacerle daño a Rilam, ¿verdad?
—No, claro que no.
No quería hacerle más daño del que ya le haría cuando cortara con él.
—Es mejor que ponga tierra de por medio y no sepa nada de esto. Si se entera, le destrozaremos.
Sobre todo cuando rompiera con él. Si Rilam se enteraba de que había sido por Noram…
—De acuerdo —acepté, derramando más lágrimas cuando bajé los párpados.
—No llores, por favor, no puedo soportarlo —me rogó con un nudo en la garganta, y sus cálidas manos envolvieron mis mejillas para enjugarlas.
Las sujeté, acariciándome con ellas.
—No te vayas, no tienes por qué irte —supliqué.
—No puedo. No puedo soportar más esta situación. Si me quedo terminaré volviéndome loco —exhaló con dolor, retirando las manos de mi rostro con suavidad y dulzura. Nuestras manos se quedaron enganchadas. Al tiempo, el pitido sonó por última vez—. Tengo que irme.
Retrocedió un paso, observándome concienzudamente. Observándome por última vez.
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