Enrique Carpintero - El año de la peste

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La pandemia, por un lado, pone en evidencia las consecuencias que una sociedad consumista genera en el tejido social y ecológico; por otro lado, lleva a que los procesos de subjetivación propios del capitalismo tardío sean atravesados por los fantasmas que produce la angustia y la incertidumbre ante la presencia de la muerte. Pero no de la muerte final, de la que nada podemos decir, sino cómo su presencia ominosa nos remite -al decir de Freud- a esa primera muerte que señala el desvalimiento originario que aparece con nuestro nacimiento. Esta es la vivencia de una sensación de fragilidad que produce diferentes síntomas individuales y sociales.En este sentido, la necesaria cuarentena y el distanciamiento social, con los cuales nos cuidamos de que el otro no nos contagie, atraviesa la subjetividad de tal manera que simbólicamente va a continuar. La pandemia en algún momento va a terminar, pero sus marcas van a continuar. El peligro es que el barbijo también tape nuestra subjetividad en el encuentro con el otro; que afiance la ruptura del lazo social, en especial ante la crisis social, política y económica. De allí la importancia de generar un pensamiento crítico que se sostenga en una práctica que permita producir comunidad. Este es el sentido de los textos que componen el libro. Sus artículos fueron especialmente escritos para nuestra página web y publicados entre marzo y junio de este año 2020. Participan sociólogos, psicoanalistas, antropólogos, maestros, psicólogos, filósofos, epidemiólogos no solo de Argentina sino de Grecia, Chile, Uruguay, Israel, Francia, Italia y Alemania.

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Pero en la hipótesis lévi-straussiana del Fin de la Humanidad -al contrario de lo que sucede con otras hipótesis sobre diversos “fines” históricos- no se trata del “fin” de ese concepto moderno de Hombre que ha dado lugar a las denominadas Ciencias Humanas, según conjeturaba Foucault. Tampoco del “fin” de una idea filosófica de la subjetividad moderna tal como fue configurada a partir de Descartes, según interpretan los (ex) “posmodernos” (ésta es una crítica a la noción de Sujeto, por otra parte, que ya puede encontrarse de maneras muy distintas -entre sí, y desde luego con relación a los “post”- en Freud, y antes en Marx, y quizás antes aún en Hegel). No, en el caso de Lévi-Strauss se trata de algo mucho más radical: es el fin literal de la Humanidad como tal. No solamente, como ya es obvio, del registrado del principio al fin de su obra (desde Tristes Trópicos hasta La historia de Lince, por ejemplo) como fin de unas sociedades “primitivas”, o “míticas”, o -como prefería decir-- “frías”, destruidas irremediablemente en el torbellino de su invasión por el colonialismo (externo e interno). Para Lévi-Strauss este “etnocidio frío” -si se nos permite- es nada más que un anticipo de lo que indefectiblemente sucederá con la Humanidad en su conjunto: así como las sociedades “míticas” han sido disueltas en el ácido implacable de la modernidad técnica, la Humanidad “histórica” quedará, y por su propia obra destructiva, nuevamente disuelta en la Naturaleza de la cual emergió.

En ese extraordinario libro llamado El pensamiento salvaje, y nuevamente en el curso de su debate con Sartre, Lévi-Strauss formula una pregunta muy sencilla, y muy sensata, y quizá por eso mismo insoportable: si el Universo se las arregló durante millones y millones de años sin la especie humana, ¿por qué no pensar que seguirá impertérrito su camino después que nos hayamos destruido a nosotros mismos? No es, hay que entender, un mero alegato “ecologista”, al menos en su sentido vulgarizado. Es una declaración profundamente filosófica (Lévi-Strauss, es sabido, renegaba de la filosofía en la cual se había iniciado, pero, por suerte, nunca pudo realmente romper con ella): es como decir que a la Naturaleza no le es necesario el Hombre -este Hombre, el que hemos llegado a ser-, y más aún: le es perjudicial. Y es como decir, parafraseando a Freud, que Lévi-Strauss vino a infligirle a la humanidad su cuarta gran “herida narcisista” (después de las de Copérnico, Darwin y el propio Freud). Sólo que ésta es la definitiva.

Tal vez en esta suerte de melancolía anticipada por el destino de la humanidad -palabra que a partir de él debe escribirse sin mayúsculas- esté la clave de otra famosa boutade: los mitos (esos a los cuales les dedicó amorosamente la descomunal sinfonía en cuatro movimientos que es las Mitológicas) no son algo pensado por los hombres sino algo que se piensa entre los propios mitos, en los hombres. Lévi-Strauss, se diría, quiso salvar esa conmocionante poética de los mitos de la catástrofe, para que la Naturaleza los recupere cuando ya no estemos para escuchar su advertencia. Cuando ya no haya estructuras del parentesco, ni ilusión totémica, ni pensamiento salvaje, ni alfareras celosas, ni miradas distantes, al menos quedará flotando en el aire una música diferente al chirriar de la “metafísica de la técnica”.

Esta última referencia no es caprichosa. Es más que evidente que en aquella idea originaria de Lévi-Strauss sobre el fin de la humanidad podría trazarse una vinculación con cosas tan diferentes como: a) el camino que, otra vez en Freud, va del origen de la cultura (en Tótem y tabú) a la posibilidad cierta de su fin (en El malestar en la cultura); b) el camino que, en Heidegger, va de una acentuación de la “autenticidad” del “respecto-de-la-muerte” en el DaSein a la acentuación de la historia del “ocultamiento del Ser” en la “imagen del mundo” promovida por el andamiaje técnico, hasta el borde peligroso en el que la Técnica se confunde con el Ser mismo y hace superflua a la humanidad; c) el camino que, en Adorno, va del “pensamiento identitario” (la reducción de la Cosa singular y concreta a puro Concepto abstracto) a la sujeción de toda posibilidad de Razón crítica en la “racionalidad instrumental”. A estas formas de destrucción es que oponía Lévi-Strauss su lógica de las cualidades sensibles, que creía haber encontrado en ese pensamiento “salvaje”, “mítico”, en el cual las formas de conocimiento de la Naturaleza no estaban al servicio de su dominación cuantitativa sino de un cualitativo pensamiento de lo concreto que preserve, sí, lo mejor de la cultura, pero también el derecho a la existencia, y la dignidad, de todo lo que no ha sido creado por el hombre.

Para aclarar otro equívoco, entonces: contra lo que suele pensarse, no hay en Lévi-Strauss un pensamiento rígidamente “binario” que divide la realidad humana en oposiciones dicotómicas, partiendo de la más fundante: Naturaleza/ Cultura. La Ley más universal y originaria (la prohibición del incesto) separa Naturaleza y Cultura tanto como las articula; como lo dice el propio L-S, “es lo que ya hay de Cultura en la Naturaleza, y lo que todavía hay de Naturaleza en la Cultura”. Lo mismo sucede con otras “dicotomías” recurrentes en su obra: Estructura/Historia, Mito/Literatura, etcétera. Lejos de una intención puramente “clasificatoria” de las complejidades de lo real, buscaba -también lo dice él mismo- no sólo las semejanzas por detrás de las diferencias sino las diferencias en las aparentes semejanzas. En esos “cruces” -más dialécticos de lo que se ha percibido habitualmente- hay siempre un sutil espacio de indeterminación por el cual se cuela el “significante flotante” de una escritura y un estilo fascinantes en su discreción, que han hecho de este autor un “clásico” de las letras, y no solamente de la antropología, del siglo XX.

¿Es Lévi-Strauss, después de todo lo que hemos dicho, un crítico de la modernidad? Claro que sí. Pero lo es no a la manera de los “posmodernos”, ni de los “premodernos”. Más bien lo es -aunque en un estilo, otra vez, más discreto, casi susurrante- a la manera de aquellos (como Marx y Freud, a los que siempre atribuyó su principal inspiración) que abren la posibilidad de una autocrítica de la modernidad desde ella misma. Incluso de la modernidad política: su definición del mito como un tipo de discurso que busca resolver en el registro de lo imaginario los conflictos que no pueden resolverse en el de lo real, y su afirmación de que eso eran las ideologías políticas modernas (que ejemplificaba con el “mito” de la Revolución Francesa, nada menos que el acontecimiento supuestamente fundador de la Modernidad), así como un persistente aunque poco “dramatizado” anticolonialismo que asoma por las rendijas de toda su obra, no deja dudas sobre su posición, para nada “desatenta” a las contradicciones trágicas de una época violenta como pocas.

Frente a todo eso, la hipótesis del “fin de la humanidad” es un llamado a la humildad dirigido hacia un Sujeto Moderno cuya omnipotencia es una forma del suicidio: no es un anti-humanismo sino, en todo caso, y a falta de mejor término, un contra-humanismo; una propuesta para que el Hombre retorne a un lugar de convivencia no privilegiada con “las palabras y las cosas”.

Y bien, parece que estamos llegando tarde a ese reencuentro. No es culpa exclusivamente nuestra (quiero decir, de los/las que estamos alejados de los lugares del gran poder “globalizado”). Me disculpo por ser reiterativo, pero la metafísica del “fin de la humanidad”, cualesquiera puedan ser sus alcances ontológicos universales, está produciendo su retorno de lo reprimido en el contexto de una formación social histórico-concreta, que se llama capitalismo. O sea, la mayor empresa de destrucción de la naturaleza que jamás se haya conocido. Y posiblemente la última. Que en tiempos recientes se venga escuchando con tanta insistencia una frase verdaderamente repugnante -“es más fácil que desaparezca la humanidad que el capitalismo”- es, aparte de síntoma de una monstruosa derrota cultural, la quizá involuntaria descripción de una realidad: aún si fuera cierto que el coronavirus no es un “invento” capitalista (hasta esto es dudoso: ya circulan varias hipótesis sobre el papel de la industria ganadera intensiva en su origen), es igualmente cierto que la pandemia se pudo prevenir (por algo se llama SARS-2, puesto que hace menos de dos décadas hubo una SARS-1: es decir, esta es la segunda “guerra mundial”), y si no se hizo es sencillamente porque la prevención, y la investigación que ella hubiera requerido, no era rentable para un capitalismo (y no solamente el “neoliberal”) reconvertido a la casi pura “financiarización”, y demasiado ocupado en, justamente, desmontar los sistemas aún tímidamente “bienestaristas” de salud pública.

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