-Cuando los Estados impusieron la paralización de la producción y el comercio, apareció una realidad que se escamoteaba: los trabajadores existen. Estos son los que producen valor y no los empresarios que solo generan ideas, ni la Bolsa de Valores de los mercados financieros. El mundo sin los trabajadores se detiene.
-Al detenerse la producción y comercialización basada en el consumismo puso en evidencia el deterioro del sistema social ecológico. Los cielos sin smog se volvieron más limpios, las costas aparecieron con mares más cristalinos y en algunas ciudades encontramos situaciones insólitas al ser recorridas por animales que se animaban a circular por zonas habitadas por los humanos. Además, el dejar de viajar y trasladarnos en aviones, barcos y automóviles el impacto en el medio ambiente ha sido muy bueno, aunque probablemente temporario.
-La pandemia profundiza las enormes diferencias sociales que existen. Los sectores socialmente vulnerables se encuentran con inequidades estructurales, las malas condiciones de vida y las dificultades de acceso a la salud; estas repercuten en el incremento del peligro frente al covid-19 y otras enfermedades. Además, en el sistema de Salud Pública padecen la falta de acceso a los medicamentos y la demora en el chequeo de patología preexistentes. Debemos agregar que las carencias de un trabajo comunitario con equipos interdisciplinarios generan dificultades para transitar este momento.
-Es evidente que la privatización del sistema de salud y el abandono de la Salud Pública encontró un Estado desguarnecido para hacer frente a la pandemia. Sus consecuencias traerán un necesario debate sobre el papel del Estado en la organización del sistema sanitario.
Todas estas circunstancias nos llevan a replantearnos hábitos de vida, prácticas laborales y las prioridades que impactarán en la cultura del mundo pospandemia. Pero pensar que mágicamente se va a dar la posibilidad de un mundo mejor es una ilusión. Por lo contrario, imaginar un mundo distópico implica dejar de lado las luchas contra el poder que se dan -y no dudamos que van a aumentar- en distintas partes del mundo. Como siempre ha ocurrido en otros momentos históricos, el mundo por-venir va a depender del enfrentamiento entre diferentes sectores sociales: entre aquellos que van plantear, siguiendo la vieja frase de Lampedusa: “que algo cambie para que todo siga igual”, y otros que quieren un cambio radical de las condiciones vida. Es decir, una sociedad que se sostenga en un humanismo universal: una sociedad igualitaria y equitativa. Este es el desafío.
En el año de la Pandemia, Buenos Aires, mayo de 2020
* Psicoanalista. Director de la revista y la editorial Topía.
enrique.carpintero@topia.com.ar
Crónica Marcianas
Eduardo Grüner*
La destrucción de la inteligencia es
una peste mayor que cualquier infección
Marco Aurelio
Es archiconocida la anécdota de la transmisión radial que, en el año 1938, hizo Orson Welles de fragmentos de la famosa novela de su casi homónimo H- G. Wells, La Guerra de los Mundos. La actuación de Welles fue tan extraordinaria que hizo entrar en pánico a miles de personas que salieron a las calles huyendo de la supuesta invasión marciana.
Se recordará que en la novela (así como en el film clase B que dirigió Byron Haskin en los años 50, hoy un objeto de culto) los invasores extraterrestres, aparentemente invencibles por medio de las armas, son finalmente derrotados cuando, bajando de sus platillos voladores, se exponen a la atmósfera terrestre y por lo tanto a la acción de los invisibles microbios, gérmenes y bacterias que en ella pululan, y para los cuales los alienígenas no tienen defensas, ya que en su planeta “rojo” (en los maccartistas años 50 la alegoría no podía ser más transparente) son desconocidos.
No pasaremos por alto la inversión irónica respecto de nuestra situación actual. Hoy somos nosotros los “extraterrestres” que no pueden salir a la calle, exponerse al aire y el sol, por temor a ser fatalmente infectados por ese misterioso “bicho”, del cual se sabe poco y nada, y para combatir el cual ni siquiera tenemos todavía las rudimentarias armas (en el film tanques, aviones bombarderos, etcétera) con las que se intentaba enfrentar a los marcianos de Wells. Y si hablamos de “combate”, de “enfrentar” y de “armas”, es sencillamente porque se nos ha dicho hasta el hartazgo que estamos repentinamente embarcados en una guerra, contra un enemigo desconocido, artero, invisible, inasible y prácticamente imposible de localizar. O sea -digamos las palabras- contra una suerte de embozada guerrilla subversiva.
No estoy atribuyéndole intenciones malignas ni artimañas conspirativas a nadie, que quede claro. Es solo que llama la atención la celeridad con que se naturalizó esa militarización del lenguaje. En verdad, uno podría discutirlo. Finalmente, no ha habido declaración de guerra, ni Estados en conflicto, ni ejércitos, ni uniformes, ni despliegues estratégicos perceptibles -como no sean improvisaciones defensivas- por parte de ninguno de los “bandos”: mal podrían Sun Tzu o Clausewitz teorizar semejante “continuación de la política por otros medios”. Más acertada, quizá, sería la metáfora de una invasión (para volver a Wells) ante la cual solo podemos oponer una resistencia bien pasiva, consistente en encerrarnos en nuestras casas -los que podemos, se entiende-, esas raras trincheras de las que no se puede salir, sino apenas protegerse del bombardeo “enemigo” (las comillas van a cuenta de que es difícil llamar “enemigo” a una fuerza ciega, inconsciente, que nos toma por asalto desde lo real, porque, en efecto, es imposible de simbolizar).
Y, sin embargo, algo hay. Siempre, claro, bajo la advertencia de no tomar la parte por el todo: de no fetichizar. Pero se pueden registrar ciertas conductas, o actitudes, que -aunque fuera “metonímicamente”- recuerdan a una situación de guerra. Pongamos: al principio de la pandemia, muchos hemos bromeado al respecto, se podía ver a la gente en el supermercado atiborrando sus carritos de productos “esenciales” (papel higiénico, fideos, lo que fuera): un comportamiento típico ante el temor a la escasez en caso de guerras, golpes de estado o conmociones similares. El distanciamiento de dos metros entre las personas remite a la táctica de infantería, en las guerras tradicionales, de mantener una formación abierta para evitar que la potencial bomba o granada afecte a varios soldados juntos. El uso de barbijo, o tapabocas, bien puede asociarse al de máscaras antigás en la I Guerra Mundial. Ni hablar del recurso a los ataques químicos, bacteriológicos y demás. Se levantan virtuales muros de contención (y torres de observación informática) no solo entre los países, sino las provincias, las regiones, las ciudades y pueblos, los barrios.
Es posible que sea este “clima”, más o menos alegórico, el que haya permitido aquella naturalización de la metáfora bélica de la que hablábamos. En todo caso habría que preguntarse -no es que tengamos la respuesta- para qué, y a quién, sirve esa referencia. ¿Se trata de poner a la población en estado de alerta permanente, de alarma perpetua, para que no se descuide, es decir en su propio beneficio? Puede ser, el aislamiento es desde ya imprescindible, aunque eso tendría el riesgo de una serie de colapsos nerviosos contraproducentes (ya se han detectado graves trastornos del sueño, ataques de pánico, depresiones, angustia, y todo lo que es lógico que emerja en estos casos). Por otra parte, no siempre ese cuidado parece del todo consistente. No lo fue, como sabemos, en el caso de las villas y barrios más carenciados, para los cuales tendría que haber existido una política específica dadas sus condiciones de hacinamiento, vivienda deficitaria, escasa atención médica y falta de agua corriente. Pero, más en general, no lo es cuando se vacila en cuánto “abrir” o “cerrar” lo que eufemísticamente se llama la “economía”, es decir la garantía para la tasa de ganancia de las clases dominantes. Se nos dirá que la “apertura” no solo las beneficia a ellas, sino también a los sectores asalariados o cuentapropistas que han visto casi totalmente obturadas sus fuentes de ingreso. De acuerdo: es así, dentro de las reglas del capitalismo liberal. Quiero decir: otra estrategia “bélica”, muy diferente, sería la nacionalización de todas las empresas y entidades de crédito, sin olvidar los sanatorios y clínicas privadas, para asegurar el trabajo remunerado de los “indispensables” y un ingreso fijo para todos/as los/las demás. Pero, claro, eso no se puede hacer: significaría el establecimiento de una verdadera economía de guerra, pasando por encima del beneficio privado.
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