Enrique Carpintero - El año de la peste

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La pandemia, por un lado, pone en evidencia las consecuencias que una sociedad consumista genera en el tejido social y ecológico; por otro lado, lleva a que los procesos de subjetivación propios del capitalismo tardío sean atravesados por los fantasmas que produce la angustia y la incertidumbre ante la presencia de la muerte. Pero no de la muerte final, de la que nada podemos decir, sino cómo su presencia ominosa nos remite -al decir de Freud- a esa primera muerte que señala el desvalimiento originario que aparece con nuestro nacimiento. Esta es la vivencia de una sensación de fragilidad que produce diferentes síntomas individuales y sociales.En este sentido, la necesaria cuarentena y el distanciamiento social, con los cuales nos cuidamos de que el otro no nos contagie, atraviesa la subjetividad de tal manera que simbólicamente va a continuar. La pandemia en algún momento va a terminar, pero sus marcas van a continuar. El peligro es que el barbijo también tape nuestra subjetividad en el encuentro con el otro; que afiance la ruptura del lazo social, en especial ante la crisis social, política y económica. De allí la importancia de generar un pensamiento crítico que se sostenga en una práctica que permita producir comunidad. Este es el sentido de los textos que componen el libro. Sus artículos fueron especialmente escritos para nuestra página web y publicados entre marzo y junio de este año 2020. Participan sociólogos, psicoanalistas, antropólogos, maestros, psicólogos, filósofos, epidemiólogos no solo de Argentina sino de Grecia, Chile, Uruguay, Israel, Francia, Italia y Alemania.

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Conocemos esas formas del humor propias de ciertas categorías profesionales: el humor de los estudiantes de medicina, el de los que trabajan en las morgues, etc. Envuelven y desactivan los temores inherentes a una profesión o en este caso, a una situación generalizada. Para los cuidadores que en este momento reciben incontables pacientes en los servicios de urgencia, un stock de chistes prefabricados o captados en vivo, disipa las tensiones, aleja la confusión o lo intolerable. Las historias mórbidas con connotación humorística vienen a desarmar el filo de las situaciones apelando a la banalidad de la crueldad o del horror para quienes están confrontados cotidianamente a ellos. El humor es un arma para aguantar el golpe y purificar los eventos macabros u horribles de su potencial poder espantoso burlándose y así obligar al diablo a volver a su botella. Es una goma que borra la dureza de las circunstancias y alberga un segundo aliento. Protege contra el desconcierto y el temor, última elegancia del sentido para no ceder a la gravedad del evento y mantener la conciencia despierta. Contraría lo trágico de la existencia.

En el contexto del confinamiento, para muchas familias o parejas con dificultades para soportarse a lo largo del día, la risa o los toques de humor son técnicas para reubicarse frente a una situación difícil. Esas salidas incluso desactivan las peores situaciones. La risa es un disolvente de la agresividad, rompe la gravedad aparente de la situación pretendiendo que no hay que tomársela en serio. Da un momento de distancia crítica. La risa se opone a la violencia como una forma inesperada de desarmar al adversario poniendo las risas de su lado. También es una forma de protección, un intento de salvar la piel o de escapar al desprecio. Ritualiza los anudamientos de la relación social. Relaja la atmósfera, generando un clima tranquilo, quien lanza una palabra ingeniosa o una réplica chistosa en un contexto conflictivo o amenazante disuelve la gravedad del momento e induce así la marcha atrás para poder retomar la discusión de una forma más calmada. El humor erige un escudo de significado contra el cual choca la virulencia de los eventos o las rispideces de una relación. Se trata de “quedar bien parado” y salir de la cuestión cambiando de personaje, devolviendo así de rebote la violencia contra el agresor que pierde un poco de su soberbia. Crea las condiciones de un pacto de no agresión. La risa o los toques de humor son técnicas para reencuadrarse frente a una situación difícil. Hacer reír a los demás con uno o de uno se vuelve un principio para morigerar o neutralizar su agresividad. Es difícil atacar a un chistoso o a alguien que ríe y se rehúsa a participar del contexto social de la agresividad, que no juega el juego y parece vivir en otro mundo social. Esta risa que desarma ablanda la situación y a veces lleva al otro a reírse a su vez. Lejos de ser un signo de debilidad, transmite una fuerza interior, una igualdad de espíritu frente a la adversidad y la conciencia aguda de la relatividad de las cosas.

Este humor ocasional específico del coronavirus rara vez es carcajada, en ese sentido está más cerca de la sonrisa. La línea humorística revela una característica inesperada de la realidad por medio de un desvío, dice las cosas guiñando un ojo, con un tenue velo porque no podría traducirlas de otra manera. Toma al mundo en diagonal y revela las disposiciones ocultas o las posibilidades futuras. Nada en ese momento es tan grave como para que, a pesar de todo, la risa pueda desarmar el filo de la cuestión. Ejercicio de lucidez, desmantela el orden significante del mundo, levanta la máscara y afirma que las cosas no son tan serias como parecen.

El humor es un ejercicio de atención, una intención de poner en duda la crisis sanitaria y los peligros que no son exactamente lo que pretenden ser. Devela lo no dicho, la formulación improbable de una verdad o de un juicio bajo una máscara más, de manera reconocible. La risa aporta una palabra que de otro modo sería imposible. Si bien el estallido de las risas no mata el coronavirus, contribuye a su manera a aligerar el fardo. Restablece siempre una forma elemental de contacto, es aglutinante. Recuerda que no estamos ni solos ni desprovistos frente a los peligros ambientales. Aun siendo frágil, restaura el vínculo social amenazado. Da testimonio de la lucidez de ser uno mismo y de no poder tomarse completamente en serio.

Traducción: Carlos Trosman

* Profesor de Sociología de la Universidad de Estrasburgo. Miembro del Instituto Universitario de Francia. Autor de Rire. Une anthropologie du rieur (Métailié). En español, entre otros: Desaparecer de Sí. Una tentación contemporánea (Siruela); El cuerpo herido. Identidades estalladas contemporáneas (Topía). Conductas de riesgo. De los juegos de la muerte a los juegos de vivir (Topía). Rostros. Ensayo de antropología (Letra Viva). El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos (Nueva Visión). La piel y la marca. Acerca de las autolesiones (Topía).

1Freud, S., El humor (1927), en Obras Completas, Biblioteca Nueva, 1984.

2Gary R., Le sens de ma vie, Paris, Folio, 2016.

3Freud, S., op. cit

Una ruptura antropológica importante

David Le Breton (Francia)

El suceso catastrófico puede ser el fin de la civilización política, o luso de la especie ‘hombre’. Puede ser también la Gran Crisis, es decir la oportunidad de una elección sin precedentes. Previsible e inesperada, la catástrofe sólo será una crisis, en el sentido literal de la palabra, si cuando golpea, los prisioneros del progreso exigen escapar del paraíso industrial y que una puerta se abra en el cerco de la prisión dorada

Ivan Illich, La Convivialidad

La crisis sanitaria recuerda la estrecha interdependencia de nuestras sociedades, la imposibilidad de cerrar las fronteras. La polución, el calentamiento climático con sus desequilibrios nos lo recuerda a diario. El surgimiento del coronavirus es una nueva vuelta de tuerca. Por otra parte, la paradoja es que al reducirse la circulación automotriz y aérea, y detenerse innumerables actividades que producen polución, el virus provee una especie de respiración ecológica para el planeta. Es necesario que los mundos contemporáneos entren en una era postmoderna radicalizando principios que todavía eran potenciales las semanas precedentes. No creo de ningún modo que se trate de cuestionar las medidas de protección, por supuesto legítimas, sino solamente de resaltar la ironía trágica de su subtexto.

Todos los días los medios de comunicación desgranan la cantidad de personas afectadas y el número de muertes aquí y en el extranjero. Nuestras sociedades, más que nunca, están bajo la tutela de la ordalía1, un juicio de Dios o más bien del azar que alcanza a unos y a otros, pero más electivamente a aquellos que participan aún de la trama social con su trabajo, en especial el personal sanitario. Dentro de este contexto, la letanía de la muerte por accidentes automovilísticos ha sido suplantada por la del coronavirus. La ordalía de las rutas está suspendida por el momento, pocos vehículos están en circulación y la cantidad de accidentes es casi inexistente. Es cierto, cada automovilista al volante de su vehículo está convencido que únicamente los demás son malos conductores, fantasea con ser un experto. Frente al contagio, es más difícil para cada uno de nosotros afirmar su omnipotencia.

El confinamiento en nuestras casas manteniendo las relaciones con los demás por medio de las herramientas de comunicación a distancia transforma a las poblaciones en un archipiélago innumerable de individuos. Cada uno está frente a sus pantallas aunque no quiera, transformado en un hikikomori ordinario, como esos jóvenes japoneses que viven en reclusión voluntaria mientras continúan un intercambio sin fin con los otros a través de las redes sociales. Se mantienen encerrados a veces durante años rechazando al mundo exterior. Con esta imposibilidad de salir se borra la presencia física con el otro, aún la conversación desaparece de antemano en beneficio de la única comunicación sin cuerpo, sin contacto, e incluso sin voz (salvo la amplificada por el smartphone o la computadora). Ya no hay más comunicación cara a cara, es decir del rostro al rostro en la proximidad de la respiración del otro. Y más allá de la pantalla, en la calle o en otra parte, la mascarilla lo disimula. El confinamiento acentúa la adicción al smartphone y en principio destruye también la conversación, o sea el reconocimiento plenario del otro a través de la atención hacia él.

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