Silvia Marina Arrom - La Güera Rodríguez

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María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba (1778-1850), conocida simplemente como «la Güera Rodríguez». La mujer hermosa y simpática que dicen cautivó a Simón Bolívar, Alexander von Humboldt y Agustín de Iturbide.
Resulta difícil deslindar a la mujer de la leyenda. Las sucesivas transformaciones de su figura manifiestan la gran brecha que existe entre los acontecimientos históricos y la memoria de éstos, porque la Güera Rodríguez de la cultura popular dista mucho de la mujer de antaño.
También demuestran que la memoria histórica nunca es definitiva, porque la manera de presentar el pasado se actualiza constantemente según las necesidades del presente. Y nos recuerdan que tenemos que evaluar las narraciones históricas con cuidado, siempre preguntando quién creó cada texto, cuándo, con base en cuáles fuentes y con qué propósito.

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Pero las autoridades eclesiásticas sí se las creyeron y decidieron acceder a la solicitud del marido. Cuando, en la mañana del 30 de septiembre, la Güera se enteró de que el provisor vicario había ordenado su remoción de la casa de su tío con una tropa de ocho a doce hombres, lo consideró tal emergencia que inmediatamente —y sin esperar a su apoderado— le escribió al virrey para que impidiera esa medida. Dicha carta, escrita de su puño y letra, es uno de los pocos ejemplos que tenemos de su voz directa. [Figura 5] Si bien no contiene la retórica elegante de los letrados, demuestra su educación y conocimiento de las formalidades que se usaban en la correspondencia de la época. También revela cómo se esparcían los rumores en la sociedad capitalina, y cómo ella se defendía usando sus conexiones con personajes importantes, entre ellos el virrey.

Exo. Sor.: Sé ciertamente que el lance está dispuesto para la noche de mañana; y es tan pública ya la resolución de Provisor que anoche se habló de ella en el baile de la Guevara [Micaela Guevara, hija del regente de la Real Audiencia], y en la que estamos, el Canónigo Madrid la contó al Marqués de San Román, refiriéndose al mismo Provisor que la ha esparcido; el Marqués se lo ha dicho a mi tío. Todo importa nada si V. E. me sostiene como ha hecho hasta aquí usando de sus bondades, pues indefectiblemente mañana se da el golpe.

Dios guarde a V.E. ms as pa amparo de su servidora Q. B. S. M.

Ma Ygnacia Rodrigz

Con esta breve petición la Güera pudo evitar lo que consideraba un asalto a su persona, pues el provisor desistió cuando le recordaron que había sido el virrey quien ordenó su depósito. E incluso se consultó al rey mismo sobre si la jurisdicción real o eclesiástica debía prevalecer en tales casos. La respuesta —que el juez eclesiástico tenía el derecho de decidir sobre los depósitos en pleitos matrimoniales— no llegó hasta agosto de 1803, cuando el litigio ya se había abandonado.21

Antes de que procediera el juicio el virrey hizo el clásico intento de conciliación, pero sus esfuerzos fueron en vano porque Villamil propuso condiciones demasiado severas para la reunión: que su esposa lo obedeciera en todo y desistiera de ver a sus padres, hermanas y demás personas “que han sido causa de estas desavenencias”. Por supuesto que la Güera las rechazó por inaceptables. Es más, uno de sus apoderados argumentó que estas condiciones “infames” comprobaban que Villamil “la ha tratado no como a compañera, sino como a sierva”.

Las dos partes presentaron testigos y, como había de esperarse, sus testimonios se contradecían. Los testigos de la Güera —nueve señores distinguidos, seis de ellos sacerdotes, dos militares, y el médico de la familia22— afirmaron que ella fue la víctima inocente de los celos, del mal genio y de la violencia del esposo. El cura párroco de Atitalaquia, el doctor don Alejandro García Jove, testificó que cuando la pareja viajó a la Hacienda de Bojay el año anterior, la madre de María Ignacia, “muy afligida por la separación de su hija”, le había suplicado “que atendiera a ésta” porque se temía del “mal tratamiento que aquí tal vez, remota de sus padres y consanguíneos, pudiera darle su marido”. La madre tenía razón para preocuparse. El señor doctoral de Guadalupe, Francisco Beye Cisneros, antiguo amigo de ambas familias, testificó que Villamil “ha dado muy mala vida a su mujer, golpeándola y maltratándola, en términos de haberla muchas veces bañado en su sangre”. Uno de sus confesores, el vicario Francisco Manuel Arévalo, también aseguró haberla visto “muchas veces […] bañada en sangre y acardenalado el rostro.” García Jove añadió que “más de una vez” había visto “a la afligida señora […] llorar su deplorable situación.” Y esta los había consultado sobre cómo sobrellevar su situación difícil.

Ocho de estos señores declararon sobre “el buen porte, acrisolada conducta y cristiano proceder” de la joven esposa. Solamente uno, el cura Juan Francisco Domínguez, que había conocido a la pareja por muchos años, pensaba que ella podría haber dado algún motivo a las discordias porque trataba con demasiada familiaridad a personas extrañas y se vestía con “profanidad”. Pero él también aseguró que ella nunca había violado “el sagrado fuero de su tálamo” conyugal, y que siempre quiso dar satisfacción a su marido. De esto dio ejemplo García Jove, quien manifestó “que vino muy mala doña María Ignacia a su hacienda, sólo por complacer a su marido, con riesgo quizá de la vida, pues según después supe, caminó como diez y ocho leguas desangrándose.” Y cuando la mujer enferma decidió “irse a bañar a […] una vertiente de agua muy benéfica, distante poco más de una legua de su hacienda”, el marido no la quiso acompañar —señal de su total indiferencia—, de modo que una señora del pueblo cercano se compadeció y la acompañó para asistirla.

Dichos testigos concordaron en que siempre fue Villamil quien iniciaba las riñas. El teniente coronel don Mariano Soto Carrillo, amigo cercano de ambos cónyuges, explicó que Villamil se dejó dominar por la pasión de los celos “pues luego que se vio al lado de una joven a quien la naturaleza adornó con muchas gracias, contó por enemigos a cuantos la veían”. Añadió que había “poca consonancia entre los pensamientos y las acciones de Villamil,” porque “le vi retirarse a Tacuba para que su mujer no tratase a nadie y a poco tiempo promover unos bailes a que convidó a las gentes principales de México”, y también solía “formar tertulias de tresillo en su casa, conducir a su mujer al frente de un ejercicio acantonado, y procurar siempre un modo de vestir poco análogo al deseo de no inspirar una pasión”. Después se ponía furioso por la atención que ella atraía y hasta llegó a decir “que temía porque su mujer era una prostituta”. De modo que “doña María Ignacia ha tenido que oponer la mayor resistencia para libertarse de una multitud de pretendientes que han venido a su presencia engañados por las falsas quejas de su marido”. De hecho, las pasiones del marido fueron tan “desordenadas” que, según ella le contó al párroco García Jove, si Villamil la veía rezar, le preguntaba: “¿Qué estarás haciendo? Pidiendo contra mí, ¿no?” Por lo tanto, cuando ella buscaba consolarse con la religión, solamente servía “para exacerbar su ánimo”. [Figura 6]

A pesar de sus sufrimientos, la Güera no dejó al marido —aunque varios amigos le recomendaron que pidiera “el remedio” del divorcio—. Es más, el vicario Arévalo alabó su “genio dócil” y su “prudencia” porque siempre procuró evitar, y después callar, los malos tratos y falta de alimentos que padeció por “evitar pesadumbres a sus padres y deshonor a su marido”. Pero su paciencia se acabó cuando Villamil amenazó su vida: según expuso Soto Carrillo, “viendo que vive por solo la contingencia de que no dio fuego una pistola, teme y resiste su unión por conservar su vida”. Aun así, fue el marido, y no ella, quien inició la demanda, porque si bien ella había recurrido a varios sacerdotes conocidos y, en última instancia, a las autoridades civiles para que la protegieran, no estaba dispuesta a dar el paso vergonzoso de pedir el divorcio.

Los testigos de Villamil pintaron otro cuadro, pero a pesar de ser cuatro sirvientes, un dependiente y un escribano del pueblo —“siendo los más […] de última esfera” y por lo tanto susceptibles a que los presionaran, según el abogado de la Güera— tampoco confirmaron el adulterio, solamente que la Güera era muy sociable y le gustaba divertirse. Ella continuaba asistiendo a fiestas y recibiendo visitas durante las ausencias de su marido. No solo convidaba a su hermanita, “la niña Vicentina”, sino que recibía visitas de los canónigos Beristáin y Cardeña, y del clérigo Ramírez; y Beristáin y Ramírez en alguna ocasión se quedaron a pasar la noche. También asistió a unos festines en la Casa de la Cabeza de Beristáin; en esa ocasión su cocinera guisó y envió la comida; y el miércoles de la pascua del Espíritu Santo se fue con el doctor Beristáin en su cupé a San Agustín de las Cuevas (contra las órdenes del marido, según este alegó posteriormente) y regresaron de madrugada. En una larga carta a su compadre, Beristáin confirmó estos hechos y explicó que eran de público conocimiento y solamente probaban su estrecha amistad con la familia. El teniente Juan de Roa, asistente de Villamil, declaró que había oído decir que doña María Ignacia “es amiga de bailes, diversiones a deshoras de la noche y que la vayan cortejando”. Pero a pesar de que vivía con la familia, él tampoco había visto ningún comportamiento ilícito. La cocinera, la viuda mestiza Juana Marcelina Campos, la consideraba “una mujer abandonada”, pero únicamente porque “no tiene cuidado de que sus criadas frecuenten los sacramentos”. Solamente la costurera, la doncella castiza María Marcelina Salinas, declaró que tenía muy buen concepto de su ama.

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