Silvia Marina Arrom - La Güera Rodríguez

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María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba (1778-1850), conocida simplemente como «la Güera Rodríguez». La mujer hermosa y simpática que dicen cautivó a Simón Bolívar, Alexander von Humboldt y Agustín de Iturbide.
Resulta difícil deslindar a la mujer de la leyenda. Las sucesivas transformaciones de su figura manifiestan la gran brecha que existe entre los acontecimientos históricos y la memoria de éstos, porque la Güera Rodríguez de la cultura popular dista mucho de la mujer de antaño.
También demuestran que la memoria histórica nunca es definitiva, porque la manera de presentar el pasado se actualiza constantemente según las necesidades del presente. Y nos recuerdan que tenemos que evaluar las narraciones históricas con cuidado, siempre preguntando quién creó cada texto, cuándo, con base en cuáles fuentes y con qué propósito.

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Sabemos poco de su infancia. Se crió con dos hermanas: Josefa, un año menor, quien se casó en 1796 con don Antonio Cosío Acevedo, el quinto marqués de Uluapa; y Vicenta, cinco años menor, quien en 1808 se casó con don José Marín y Muros, un empleado de la Real Aduana.6 La casa de sus padres en la calle de San Francisco —hoy la hermosa calle de Madero— la colocaba en el centro de la Ciudad de México, a pocas cuadras de la Catedral y el palacio virreinal y a pocas puertas de las residencias de varios condes y marqueses. [Figura 1] Documentos posteriores revelan que su familia tenía excelentes relaciones con personas influyentes de la nobleza, de la Iglesia y del gobierno virreinal.

La Güera se movía en el cómodo mundo de la alta sociedad donde las familias vivían cerca, se reunían con frecuencia, asistían a la iglesia regularmente y gozaban de una rica vida social. Según manifiestan las fuentes disponibles, ella concurría a fiestas, bailes, conciertos, noches de teatro, paseos y tertulias donde se cantaba y se jugaba a las cartas. Recibía a sus amigos en el día de su santo (el 31 de julio, fiesta de San Ignacio), y correspondía en los suyos. Salía de la capital en excursiones a pueblos aledaños, como la visita anual a la fiesta de San Agustín de las Cuevas en que se celebraba la Pascua del Espíritu Santo con grandes festividades además de juegos y peleas de gallos. Y frecuentaba las casas de campo de sus amigos, entre ellos la elegante Casa de la Bola, hoy un precioso museo en Tacubaya.

La religión formaba una importante parte de su vida diaria. Varios testigos en el juicio de divorcio eclesiástico que siguió con su primer marido declararon que sus padres “le dieron la mejor crianza, así cristiana como política” y que su “buena educación” fue “sostenida con la frecuencia de actos religiosos”.7 Uno se refirió a un incidente que ocurrió cuando la joven salía de la Catedral después de comulgar, y otros mencionaron haberla encontrado rezando o asistiendo ejercicios espirituales. Estos testimonios también revelan que entre los allegados de la familia había varios sacerdotes que la habían conocido desde niña.

Un documento curioso en los archivos de la Inquisición sugiere hasta qué punto su madre tomaba en serio los preceptos religiosos. El 17 de mayo de 1800 esta le consultó a fray Manuel Arévalo, predicador apostólico y viejo amigo de la familia, sobre si debiera denunciar ciertas estampas indecentes que había encontrado en la casa de una de sus hijas — Josefa o Ignacia, puesto que Vicenta todavía vivía con sus padres—. Las imágenes representaban la última moda de trajes y peinados que se usaban en la casa real de Francia, y provenían del peluquero Carlos Franco, un italiano de treinta y seis años que tenía una elegante peluquería en la capital. Probablemente porque retrataban vestidos muy escotados, la madre las consideraba “muy torpes, deshonestas e inductivas al pecado”. Arévalo decidió reportarlas al Santo Tribunal, el cual, después de entrevistar al “peinador de damas”, confiscó las estampas y dio por concluido el asunto.8 El incidente no solamente muestra que la Güera y sus amigas seguían las modas europeas, sino también la facilidad con que la familia recurría a los oficiales de la Iglesia para que los ayudaran con asuntos personales.

Las niñas deben haber recibido alguna instrucción formal, sino en una escuela por lo menos en su casa, como se acostumbraba en su círculo social. Para finales de la época colonial las mujeres de la élite aprendían a leer, escribir y hacer cuentas, y tenían algún conocimiento de geografía e historia. Prueba de la educación de la Güera es que firmaba su nombre con buena letra y que redactó algunas cartas sin la ayuda de un apoderado, que se han conservado como parte de largos expedientes judiciales. Además, seguramente recibió instrucción en música y en bordado, que se consideraban indispensables para las mujeres de su clase. Y, como demuestran varios acontecimientos posteriores, se le había preparado para cumplir con las responsabilidades de proteger los intereses de su familia. Sin embargo, no sabemos si ella fue una de las mujeres ilustradas como Leona Vicario (quien era tan culta que tradujo Les Aventures de Télémaque de Fénelon), o si era una de las damas “ignorantes” criticadas por Fanny Calderón, quien aseguraba que lo único que leían la mayoría de sus amigas mexicanas eran libros religiosos.9

su primer matrimonio, 1794-1805

Cuando tenía apenas quince años, María Ignacia se comprometió con un oficial militar doce años mayor que ella: don José Gerónimo López de Peralta de Villar Villamil y Primo, teniente del Primer Batallón del Regimiento de Milicias Provinciales. La boda se celebró a pesar de la oposición de su padre viudo, descendiente de una rica familia y poseedor de un mayorazgo.10 Al oponerse a la unión, don José Gerónimo Villamil padre reclamaba que su hijo no le había pedido permiso para contraer esponsales (la promesa de casarse) y que no había presentado pruebas de la limpieza de sangre e hidalguía de su prometida. La verdadera razón, según sugiere el pleito que pronto seguiría con su hijo, es que el padre no consideraba que este tuviera suficientes ingresos para mantener a una familia. El novio acudió a la Audiencia, que tenía jurisdicción sobre los asuntos de mayorazgos por ser estos otorgados por el rey de España. Los jueces no encontraron mérito en los argumentos del padre y le dieron permiso para casarse. Es más, el corregidor de esa corte notó que el padre “en su escrito no le ponía ninguna tacha a la niña” cuyo “ilustre nacimiento” era notorio.11 [Figura 2]

Se casaron el 7 de septiembre de 1794 en la capilla del Hospital de los Betlemitas. La Güera todavía no había cumplido los dieciséis años. Los testigos por parte de la novia fueron sus padres, y por parte del novio, don José María Otero y Castillo, el capitán del regimiento de Villamil, y el doctor don Ignacio del Rivero Casal y Alvarado, su primo y miembro del Real Colegio de Abogados, quien después lo representaría en el pleito contra su padre.12 Prueba del rencor entre los dos es que el padre no asistió a la boda y solamente se enteró después cuando el hijo “se lo participó al padre por medio de una sumisa carta”.13

A pesar de que Villamil pertenecía a una familia noble descendiente del conquistador Gerónimo López, la familia vivía con estrechez antes de que él heredara el mayorazgo de su padre, que consistía en la Hacienda de Bojay cerca del pueblo de Atitalaquia (ahora en el estado de Hidalgo) y varias propiedades adicionales.14

De hecho, tres semanas después de su casamiento Villamil demandó a su padre por alimentos provenientes de su futura herencia, por estar “casado con una niña a quien debe atender con proporción al distinguido mérito”. También le reclamó que todavía le debía la legítima (o sea, herencia) de su madre. El amargo pleito duró más de tres años. El 30 de enero de 1795 la Audiencia ordenó que el padre le asignara una cantidad anual de 1.500 pesos al hijo, retroactivo al primero de enero. El padre protestó en largos escritos floridos, pero tuvo que obedecer a regañadientes; el hijo respondió alegando que el padre no le pasaba sus alimentos cada mes, que de todas formas esa cantidad era insuficiente, y que los alimentos deberían pagarse desde el 8 de septiembre de 1794 (el día después de la boda). La Audiencia falló a favor del hijo, fijó sus alimentos en 2.000 pesos anuales, y aprobó un acuerdo por el cual doña Eugenia López Rodena, arrendataria de la Hacienda de Bojay, le había de pagar los 2.000 pesos directamente y mandar el resto de su renta (120 cargas de cebada) al padre hasta 1799, cuando se terminaba su contrato y el hijo podría administrar la finca por su cuenta.

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