Crisóstomo Pizarro Contador - ¿Existen alternativas a la racionalidad capitalista?

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Existen alternativas a la racionalidad capitalista? Otra manera de vivir y pensar ofrece una perspectiva de largo plazo para comprender la crisis del sistema-mundo capitalista. Este sistema hoy estaría ingresando a una fase de bifurcación histórica cuyo desenlace no podemos prever con certidumbre. A lo largo de 8 partes y 40 capítulos, el libro no sólo diagnostica la crisis, sino que además ofrece algunas ideas sobre otra manera de vivir y pensar que no serían afines con la incesante acumulación de capital, que define la esencia del sistema.

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La sexta parte trata nuestra idea acerca de la sociedad justa y buena y la relación entre moral y ciencias sociales. Para este efecto, se presentan los criterios político-filosóficos elaborados por Jürgen Habermas, Norberto Bobbio y Agustín Squella, para luego enjuiciar la llamada “nueva derecha” en Chile; las razones y significado de la distinción entre izquierda y derecha, la lógica de la visión diádica de la política y del tercero excluido, la visión triádica en dos manifestaciones: como tercero incluyente y como tercero incluido. El tercero incluyente cobra expresión en la conjunción entre liberalismo y socialismo. Esta conjunción puede entenderse como ideal, combinación pragmática o mediación política. El tercero incluido cobra expresión en la centroizquierda y en la centroderecha. Se consideran además las diferencias entre izquierda y derecha, revolución y contrarrevolución. La primera se explica por razones relacionadas con los fines que se persiguen y la segunda, por los medios utilizados para su consecución.

A continuación, se exponen el concepto de justicia como equidad y el “liberalismo igualitario o democrático” en Rawls, y las razones por las cuales esta idea de la justicia puede superar las falsas contradicciones entre libertad e igualdad. En este contexto, se critica el laxo uso de la idea del emprendedor en comparación con la definición de Schumpeter resumida en la primera parte. En estricto rigor, el emprendedor no se asimila al capitalista, quien pondera los resultados de su acción en virtud de la utilidad de sus esfuerzos. El emprendedor schumpeteriano no está orientado por el goce hedonístico de los bienes que puede adquirir como fruto de su conducta. En términos hedonísticos, la conducta del emprendedor sería irracional.

Es importante observar los rasgos del liberalismo igualitario o democrático de Rawls y sus diferencias con el liberalismo clásico, especialmente en su dimensión económica, y con el neoliberalismo. En este libro, se concede especial atención a lo que Rawls llama los elementos constitucionales esenciales en sus dimensiones políticas —la estructura general del gobierno— y sus relaciones con la libertad política y los elementos necesarios para regular la aplicación de la justicia distributiva, condición necesaria para el progreso de la igualdad. Entre estos últimos sobresalen aquellos encaminados a asegurar una efectiva igualdad de oportunidades, libertad de movimiento y provisión garantizada de los medios materiales para una vida digna. Las exigencias de la justicia distributiva podrían requerir una subordinación de la “racionalidad” del mercado a la “razonabilidad de la justicia”.

Además, señalamos las semejanzas entre el liberalismo igualitario o democrático con el liberalismo republicano kantiano de Habermas y las diferencias entre ambos autores con otros tipos de liberalismo que pueden categorizarse como comunitaristas.

El liberalismo igualitario o democrático también rechaza las concepciones utilitaristas del Estado, que sirven de fundamento al Estado mínimo reñido con la idea de justicia, y se cuestiona la idea de que el fin del Estado es la felicidad. La idea del fin del Estado que aquí se sostiene se limita a una concepción política de la justicia y es asunto de las personas definir su idea de felicidad de acuerdo a sus “doctrinas comprehensivas de la vida”. La definición política de la justicia es el resultado de consensos sobrepuestos entre distintas doctrinas comprehensivas y el dominio de la razón pública resultante de lo que Rawls llama “equilibrio reflexivo”. Equilibrio porque, al final, los juicios coinciden y reflexivo porque aceptamos sus supuestos. Una definición política de la justicia también comprende la estabilidad como expresión de un orden moral y no como simple modus vivendi, y discrepa del lugar común que alega que una sociedad meritocrática sería de suyo funcional al logro de los ideales de libertad e igualdad.

Luego, se amplía la idea de la justicia a la relación entre distintos tipos de pueblos: liberales, decentes, lastrados por condiciones económicas y sociales de larga duración, criminales y absolutistas benignos. Los liberales y decentes serían parte de la “sociedad de los pueblos”. Los primeros tendrían obligaciones de asistencia a los segundos y estos, aunque no gozarían de todas las libertades de los pueblos liberales, deberían ser dignos de respeto. Esta sería una condición sine qua non para el logro de una paz estable regulada por un nuevo “derecho de gentes”, considerado por Rawls como utopía, pero una “utopía realista”. Los pueblos decentes también serían “sociedades bien ordenadas”, en conformidad con la idea del bien común que ocuparía la idea de justicia prevaleciente en las sociedades liberales. Rawls manifiesta su esperanza de que en los pueblos liberales y decentes prevalezca la paz y la justicia dentro y fuera de sus territorios. El derecho de gentes establece que un mundo como tal puede llegar a existir, más no tiene que existir o existirá. El alcance de los ideales de libertad e igualdad en los pueblos decentes es ciertamente más restringido que en las visiones cosmopolitas de Habermas, Ferrajoli y David Held.

Esta parte también explicita las condiciones ideales para la argumentación pública y democrática, destacando que el desarrollo de una moral universal es una condición sine qua non para la promoción de la cooperación entre libres e iguales. Esto a su vez permite el avance de la democratización y la disminución de la pobreza y desigualdad. Se trata de una exigencia ideal muy fuerte, a la que podríamos acercarnos mediante la práctica de lo que Habermas llama “la ética del discurso”. Esta es concebida como una práctica de descentramiento de los límites espaciales y temporales de nuestra definición de la vida buena para llegar a convenir en una definición de lo que es bueno para todos, esto es, una definición de la justicia validada en virtud de la rectitud que todos le atribuimos. Para llegar a esto es necesario transitar de la “ética a la moral”. La primera es una manifestación idiosincrática de culturas e historias singulares. La moral, en cambio, tendría una validez universal, siendo su objeto el logro de un entendimiento. Las presuposiciones del entendimiento se extienden a una “comunidad ideal de comunicación” que incluye a todos los sujetos capaces de lenguaje y acción.

La ética del discurso es universalista porque expresa las intuiciones morales de toda la humanidad. Estas intuiciones nos informan acerca del mejor modo para contrarrestar, mediante la consideración y el respeto, la extrema vulnerabilidad de las personas, consistente en que los seres humanos sólo pueden “individuarse” por vía de la socialización, la cual posibilita mantener cooriginariamente la identidad del individuo y la del colectivo. El uso del lenguaje orientado al entendimiento que caracteriza la socialización, lleva inscrita una inmisericorde coerción que obliga al sujeto a individuarse y mediante el mismo lenguaje se interpone la intersubjetividad que sostiene el proceso de socialización. La dependencia de la individuación a la socialización es superior a la merma y quebranto a que está sujeto el cuerpo y la vida. Dadas estas condiciones, la moral está llamada a hacer valer la intangibilidad de los individuos demandando respeto por la dignidad de cada uno y, en la misma medida, protegiendo las relaciones intersubjetivas de respeto recíproco mediante las cuales los individuos se mantienen como miembros de la comunidad. A estos dos aspectos responden los principios de justicia y solidaridad. Los primeros exigen igual respeto e iguales derechos, y los segundos reclaman empatía por el bienestar del prójimo.

En el núcleo de una moral universal cuatro “vergüenzas político-morales” deberían formar parte de nuestras acciones dirigidas a superarlas: el hambre y la miseria del tercer mundo y la continua violación de la dignidad humana en los “Estados de no derecho”. En términos de Rawls, estos serían los criminales y proscritos. Otras vergüenzas político-morales deberían ser el creciente desempleo y las disparidades en la distribución de la riqueza social, y el riesgo de autodestrucción que el armamento atómico representa para nuestro planeta. La moral universal también debe hacerse cargo de la vulnerabilidad de las creaturas sin capacidad de habla y lenguaje, como los animales torturados y los entornos naturales destruidos. Todos estos hechos deberían “poner en marcha” las intuiciones morales que el narcisismo antropocéntrico no es capaz de apreciar. Los desafíos que la moral universal ilumina suponen el entendimiento de todos los sujetos con capacidad de habla y acción, y observancia de los siguientes requisitos: a todos los participantes se les conceden las mismas oportunidades para expresarse sobre materias controvertidas, excluyendo el engaño y la ilusión. Entre estos participantes, un lugar especial debería otorgarse a los más ofendidos y humillados por el sistema. En el caso de materias teórico-empíricas, sólo sería exigible una ponderación sincera y sin prejuicios de todos los argumentos, los cuales pueden ser revisados a la luz de nuevas evidencias históricas y empíricas.

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