José Luis Trueba Lara - Malinche

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Una novela sobre el ingenio y e l valor de una mujer que cambió la historia. «En este momento ya ni siquiera puedo saber cuál es mi nombre: soy el olvido, soy la Marina, soy la Malinche, soy Malinalli… Yo soy la que tuvo dos cuerpos con un solo nombre: los enemigos de todos y los aliados convirtieron a don Hernando en parte de mi carne. Él y yo éramos Malinche, el ser doble que era palabra y espada.» Desde la enfermedad, cercana a la muerte, olvidado su papel en las arriesgadas avanzadas que dieron el triunfo a las tropas de Hernán Cortés, Malintzin (o Marina, o Malinche) recuerda su vida. Ofrendada como tributo cuando era casi una niña, poco más que esclavizada en su primera juventud, su capacidad para servir de intérprete y su instinto de sobrevivencia la volvieron parte indispensable del ejército conquistador y símbolo incomprendido de la derrota indígena. En su exploración del personaje y sus motivaciones, José Luis Trueba Lara ha producido una novela histórica trepidante y provocadora sobre la caída del imperio azteca y los albores de la Nueva España.

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Poco a poco, todos se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Al principio, las miradas de burla y compasión se ensañaban con mi señor que apenas se daba cuenta de lo que sucedía; después llegaron las lenguas torcidas y las palabras a medias. Al final, él terminó encontrándolos mientras se ayuntaban en un claro de la selva. Mi dueño sólo hizo lo que tenía que hacer y actuó como tenía que actuar.

Las disculpas y las súplicas no sirvieron para nada, sus orejas estaban cerradas y sus ojos tenían las marcas que reclaman la muerte. Los palazos en el cuerpo terminaron con ella sin que nadie metiera las manos, y él, delante de todos, fue obligado a tirarse en el suelo para que mi señor le destrozara la cabeza con una roca. Su muerte no fue suficiente: mi amo orinó su cadáver y lo escupió antes de abandonarlo en la plaza de Putunchán. Su cuerpo terminaría a mitad de la nada y se transformaría en alimento de los zopilotes que también devorarían sus almas.

Delante de todos, mi dueño había recuperado su honor; pero adentro de su casa los fantasmas de la deshonra seguían persiguiéndolo sin sentir una brizna de misericordia. Él nunca había sido bueno, pero los celos lo convirtieron en alguien peor de lo que era. A gritos nos llamaba para que nos levantáramos el enredo y le enseñáramos el sexo. Sus dedos se metían en nuestro cuerpo y él los olía para asegurarse de que nadie nos había penetrado. Con los ojos cerrados lo dejábamos olfatearnos como si fuera una bestia.

Nada podíamos hacer para detenerlo.

Pero eso no era lo peor, las noches también se convirtieron en un infierno, si su parte permanecía como un moco de guajolote nos acusaba de haberlo hechizado y nos gritaba que estábamos tan emputecidas como la mujer que había matado. Nosotras cerrábamos la boca y bajábamos la mirada sabiendo lo que sucedería: los golpes y los insultos aseguraban la tiesura que necesitaba.

*

La vida era la misma, pero todo había cambiado. Las garzas que contemplaba eran idénticas, pero sus alas comenzaron a ser distintas, sus movimientos les permitían huir, largarse, irse para otro lado donde las flechas y las garras no las alcanzaran. Cada uno de sus aletazos me dolía. Yo no era como ellas. Estaba amarrada, cautiva, presa; y así seguiría hasta que la raya colorada de mi vida se acabara. Entonces lo supe, a como diera lugar tenía que sobrevivir para romper mi condena.

*

La muerte empezó a rondar a Itzayana. La miel apenas caliente que le puse en el oído no sirvió para nada. El mal me estaba engañando. Desde el fondo de su cuerpo, sus ojos amarillos me miraban con burla y sus labios se retorcían hasta formar la mueca que presagiaba las risotadas. Él no quería que lo encontrara, necesitaba tiempo para enroscarse, para estar listo y morderle el corazón sin que nadie pudiera evitarlo. Apenas habían pasado unos pocos días cuando el dolor empezó a quebrarle los huesos sin que las hojas de buul ak pudieran espantar los tormentos que se le enquistaron en las coyunturas. La enfermedad avanzaba y los hombres búho no pudieron encontrar su causa. La mujer emputecida que se negó a oírla no la maldecía desde el más allá y acá tampoco había un causante de su desgracia. ¿A quién le importaba la vida de una mujer que nada valía?

Itzayana estaba condenada, los sueños la abandonaron y el vientre empezó a inflársele como si tuviera un niño adentro. Se quedó tirada y sus tripas se rajaron sin que nadie pudiera contenerlas. Las tibias hojas de ci le aliviaban el dolor, pero la enfermedad seguía avanzando. El hambre se le fue del cuerpo y sus ojos se empezaron a volver opacos.

Ya no había nada que hacer, sólo podíamos esperar a que el Huesudo llegara por ella.

Muchas veces traté de hablarle, pero sus labios nada me devolvían.

De su garganta apenas salía un tenue gruñido, un dolor casi silente que no alcanzaba a convertirse en palabras. La carne se le fue encogiendo y el cuero comenzó a colgarse en sus brazos. Ella era una rata vieja, una rata moribunda que no alcanzaría a transformarse en un murciélago. Se piel se volvió ceniza, y a veces se miraba casi verdosa.

Yo me quedé a su lado, esperando, tratando de calmar sus dolores sin que mis almas pudieran salvarla.

Mis manos dejaron de tocar el metate y los hilos me esperaban sin que nadie se atreviera a exigirme que los tomara. Las mujeres me miraban con asco y las pupilas de mi dueño estaban heridas por el miedo. Valía más que así fuera: la enfermedad me había olido y quizás estaba maldita.

El pecho de Itzayana dejó de moverse. Sus ojos se quedaron pelones. Nada pude hacer para que no siguieran clavados en los míos. El Dios Calaca me había mirado, pero el miedo no se metió en mi cuerpo. No quedaba espacio para que entrara. La soledad espesa lo ocupaba todo. Itzayana se llevó mi lengua y mi sonrisa, con ella se fueron mi alegría y mis días apenas luminosos. En ese momento sólo podía ser una sombra, una oscuridad dolida que se acurruca en los rincones para que su nombre no se pronuncie.

*

Itzayana no fue la única que caminó hacia el otro mundo. Allá, lejos, otro hombre moría y las hierbas seguían trenzándose para que nuestras vidas se unieran. Los rumores de sus males y los hechizos que le arrebataron la vida nunca llegaron a Putunchán, desde hacía varios años los dioses marcaban el camino que todos debíamos andar… El Tlatoani de Tenochtitlan ya no estaba en este mundo y otro hombre se había sentado en el trono. Montezuma era el nuevo amo.

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