José Luis Trueba Lara - Malinche

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Una novela sobre el ingenio y e l valor de una mujer que cambió la historia. «En este momento ya ni siquiera puedo saber cuál es mi nombre: soy el olvido, soy la Marina, soy la Malinche, soy Malinalli… Yo soy la que tuvo dos cuerpos con un solo nombre: los enemigos de todos y los aliados convirtieron a don Hernando en parte de mi carne. Él y yo éramos Malinche, el ser doble que era palabra y espada.» Desde la enfermedad, cercana a la muerte, olvidado su papel en las arriesgadas avanzadas que dieron el triunfo a las tropas de Hernán Cortés, Malintzin (o Marina, o Malinche) recuerda su vida. Ofrendada como tributo cuando era casi una niña, poco más que esclavizada en su primera juventud, su capacidad para servir de intérprete y su instinto de sobrevivencia la volvieron parte indispensable del ejército conquistador y símbolo incomprendido de la derrota indígena. En su exploración del personaje y sus motivaciones, José Luis Trueba Lara ha producido una novela histórica trepidante y provocadora sobre la caída del imperio azteca y los albores de la Nueva España.

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Todas nos dimos cuenta de que una decisión había sido tomada: las pieles de venado llenas de dibujos salieron a los pueblos y las ciudades cercanas. Siete mensajeros se internaron en los caminos acompañados por algunos hombres armados.

Todos los guerreros tenían que saber, todos los mandamases tenían que enterarse: el esqueleto que estaba atrapado en las peñas no podía convertirse en secreto.

*

Después de un rato, los hombres que seguían en Putunchán se fueron y nunca nos dieron una explicación. A nosotras sólo nos tocaba el silencio. Sin mirar a nadie se adentraron en la selva. Sus pasos recorrieron el camino preciso, la senda sagrada que conducía a la cueva que las lluvias labraron desde los tiempos en que los hombres eran de palo y bejuco.

Ahí se quedaron.

Varios días dejaron de comer. Muchas veces la Luna se ocultó en el horizonte sin que se atrevieran a acercarse a sus mujeres. Los latigazos del hambre y el deseo eran necesarios para que los dioses les hablaran, para que se metieran en sus sueños y pudieran descubrir la verdad. Y así, cuando sus cuerpos estaban débiles y sus almas ansiosas, frente a ellos se colocaron las jícaras con tabaco, con las negras semillas que se ocultaban entre los frutos espinosos y pestilentes, con los hongos secos que crecían en el estiércol y con las conchas que contenían las gotas de la sangre que permitía ver más allá de este mundo.

El humo empezó a entrar en sus cuerpos y se mezcló con la carne y la sangre de los dioses. Se quedaron quietos, muy quietos. Sus ojos estaban fijos en la nada y los hilos de saliva empezaron a alargarse en sus labios. El pulso del tambor sagrado se adueñó del espacio. Los hombres comenzaron a moverse, a sentir cómo el espíritu de los jaguares se adueñaba de sus cuerpos. Algunos rodaban en el piso, otros se contorsionaban y algunos más daban volatines y marometas. La piel y la carne se desprendían de sus cuerpos y su lugar era ocupado por los músculos y las manchas de las bestias. Así siguieron hasta que sus almas los abandonaron para recorrer los mundos de arriba y de abajo. Sólo en esos lugares podrían encontrar una respuesta.

Su viaje terminó antes de que el Sol regresara.

Se levantaron en silencio y comenzaron a lavarse, las marcas de los vómitos y el olor de los excrementos tenían que borrarse antes de que volvieran a tomar el camino.

Todos habían visto lo mismo: el Descarnado venía en las canoas inmensas.

Cuando regresaron a Putunchán sus rostros estaban demacrados, adustos, dolidos por las visiones. No hubo necesidad de que pronunciaran una palabra. Para todos era claro que el mal había llegado.

VII

Los hombres de Putunchán no eran los únicos que temían la llegada de las desgracias. Aquí y allá, las lenguas estaban sueltas y se negaban a obedecer las órdenes de silencio. En toda la selva, las voces del horror se hacían presentes para ennegrecer los parajes a los que nunca llegaba el Sol. Los que vivían en las costas comenzaron a prepararse para enfrentarse a los enemigos que apenas se intuían. Los guerreros que observaban la línea del horizonte sólo esperaban mirar una cima, una montaña de madera que avanzara hacia la playa con sus alas gigantescas y tensas. En ese instante debían dar la voz de alarma, y todos acudirían con las armas listas para derramar la sangre. Aquellos seres tal vez podían ser más peligrosos que los mexicas.

Las previsiones no fueron en vano. Muchos decían que los hombres de la selva y las islas vieron diez naves inmensas que pasaron de largo. Esa vez, las flechas y las lanzas bajaron sus puntas sin que la tranquilidad llegara a las almas de los guerreros. Pero, cuando los huracanes volvieron, algunas de las embarcaciones naufragaron y sus tripulantes llegaron a la costa. Estaban maltrechos, heridos, absolutamente indefensos. Los guerreros los observaron con calma: ninguno era un gigante, tampoco eran dioses que vinieran de los Cielos o seres que brotaron del Xibalbá. Sólo eran hombres que sangraban como las bestias que los acompañaban.

Todos fueron capturados.

Apenas unos cuantos eran como nosotros, la mayoría eran distintos. A ésos, a los diferentes, los encueraron sin miramientos, los ataron con gruesos mecates y los presentaron delante de la gente con largas orejeras de tela. Ellos tenían que parecer ridículos, así evitarían que el miedo se apoderara de los que en algún momento tendrían que enfrentarlos.

A golpes los obligaron a hincarse y pedir perdón por su osadía, pero los náufragos sólo decían palabras incomprensibles mientras trataban de extender los brazos y mirar al cielo para llamar a sus dioses.

Era claro que se negaban a suplicar por sus vidas. El perdón estaba ausente de sus bocas y en su mirada se veían la soberbia y las ansias de ser martirizados. Por eso les arrancaron las uñas con navajas de obsidiana, por eso los quemaron vivos o les clavaron palos en el vientre para encender una fogata sobre ellos. Por esa misma razón los obligaron a ir al juego de pelota donde siempre fueron derrotados y perdieron la cabeza.

Desde el momento en que fueron capturados, su destino ya estaba escrito: tenían que ser entregados a los dioses y sus restos debían ser devorados por los sacerdotes y los guerreros. Ningún hombre de armas se quedó sin un trozo de los sacrificados, y su hígado tuvo que ser partido en trozos muy pequeños para que a nadie le faltara un bocado. Comerse al enemigo era apoderarse de él, y zurrarlo era la mejor manera de convertirlo en menos que nada.

No todos los cautivos tuvieron este destino, algunos siguieron vivos. Cuando caminaba junto a don Hernando varias veces escuché la historia del renegado que fue capturado por los tutul xiues y se convirtió en el gran guerrero que se casó con Zazil Há, la hija del señor de esa parte del mundo. Algunos de los que acompañaban al que fue mi hombre contaban que él se transformó en un pecador terrible, alguien que abandonó al Crucificado y entregó a una de sus hijas a los sacerdotes para que le arrancaran el corazón sin que la misericordia se asomara en su espíritu.

El tal Gonzalo no merecía el perdón, y ninguno de los ensotanados podía salvarlo de su destino. El Demonio con todo y sus patas de cabra era el único dueño de su alma. Pero eso ya no es importante: ese renegado está en el Xibalbá y sus días se convirtieron en la más larga de las eternidades. Sin embargo, algunos de los sobrevivientes tuvieron mejor suerte; uno de ellos, al mirarme, cambió el rumbo de mi vida.

*

El miedo no podía ser eterno aunque las ansias de combate siguieran presentes. Lentamente, y a pesar de las voces oscuras, la tranquilidad regresó a Putunchán. Los hombres volvieron a los campos para cuidar las milpas, los cazadores —siempre cubiertos con una piel de venado y cuidando el rumbo del viento— se encaminaron a la selva para cobrar sus presas, y los pescadores vaciaron el veneno que mataría a los peces que serían cosechados como si fueran mazorcas. La vida seguía aunque las sombras no se largaban del horizonte.

Las mujeres volvimos a lo nuestro: las horas frente al metate y el comal, las tardes delante del huso y el telar, y las mañanas en el río volvieron sin que el miedo pudiera evitarlo. Mi sexo nunca húmedo continuaba recibiendo las hierbas que Itzayana machacaba, y las otras mujeres parían a los niños que se adornarían con una cuenta en el entrecejo para que sus ojos se encontraran para siempre.

*

La vida continuaba a pesar de las amenazas y sólo de cuando en cuando interrumpía su curso para mostrarnos las desgracias y las venganzas. Todavía puedo cerrar los ojos y recordar la historia que nos marcó antes de que llegaran los teules de don Hernando: una de las mujeres de mi dueño emputeció con uno de los hombres de Putunchán. Nosotras fuimos las primeras en saberlo. Ella se movía de una manera distinta, sus ojos habían cambiado y a ratos desaparecía para adentrarse en la selva. Los cabellos apenas desordenados y el enredo casi desajustado la delataban cada vez que volvía. Ella, tal vez, descubrió que su parte podía humedecerse, que el placer existía en su rajada y algo había más allá de las sequedades y los ardores. A fuerza de murmullos, Itzayana trató de convencerla de que abandonara a ese hombre. No le hizo caso, y por eso pasó lo que tenía que pasar.

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