Avisado, amenazado, golpeado y asaltado en sitios públicos y en taxis, en el camino de su casa o de su trabajo, González Rodríguez se dio cuenta de que había ido muy lejos en las pesquisas de su reportaje y en sus conclusiones: “El país alberga ya un gran osario infame, que fosforece bajo la complacencia de las autoridades” (2002: 286). Había llegado hasta donde el periodismo tiene potestad: hasta denunciar intrigas, mostrar indicios y situaciones, perfilar a víctimas y victimarios, testimoniar, divulgar… Y poco más. De ahí en adelante quienes debían actuar para encontrar la verdad, identificar y castigar a los criminales, es decir, las autoridades policiales, judiciales y gubernamentales, dieron pasos vacilantes o se hicieron las de la vista gorda.
No obstante, por su determinante y perturbador trabajo de reportero 35Sergio González Rodríguez no se quedó con las manos vacías y a los reconocimientos nacionales e internacionales de periodismo que ha recibido, se suma el homenaje que le hizo el escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), al incluirlo con su nombre propio 36como personaje de su novela póstuma 2666 (2004).
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En marzo de 2013, Jon Lee Anderson, un reportero que ha cubierto las guerras más trascendentales de la actualidad, viaja al noreste de México y, guiado por el cronista Diego Enrique Osorno, comienza a conocer algunos hechos y testimonios de la violencia extrema que produce la guerra del narcotráfico.
Osorno pone en contacto a Anderson con “un operador a ras del suelo; un soldado zeta” (Osorno, 2013), quien, a sangre fría, le da referencias de confrontaciones y crímenes en Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas, entre ellas sobre las prácticas para eliminar a sus enemigos quemándolos con combustible “para que ya no quede nada de ti” (Osorno, 2013), según dice.
Cuando yo estuve la primera vez en eso –les cuenta el soldado zeta a Anderson y a Osorno–duré como un mes sin comer pollo ni carne porque huele igual, casi lo mismo que cuando pasas por un restaurante o un lugar donde venden pollo asado. Me di cuenta que el pollo asado huele como una persona normal (Osorno, 2013).
El testimonio lo comparte Osorno con sus lectores de la revista Gatopardo en “Entrevista con un zeta” (2013), tras advertirles que el periodismo en el que cree está lejos de la parafernalia y las fuentes oficiales; y que esa ha sido su manera de acercase a los agujeros negros de la realidad mexicana.
Anderson –un periodista que vive con el fuego dentro– esta vez, delante de Osorno, no oculta su estupor por el testimonio de su entrevistado sobre las atrocidades que comete como soldado zeta, y le hace otra pregunta:
—¿Te cambia la concepción de la vida un poco?
—Sí, te quedas como ondeao –responde el zeta, y en seguida explica–: ondeao es una palabra que quiere decir que te quedas volteando para todos lados y no sabes qué hacer. Como loco. Cuando yo bajé de allá de la sierra –añade– iba pasando así por la calle y me llegaba el olorcito y decía: ‘Mira, ¿qué pasa?, ¿dónde están cocinando a una persona o dónde se están fumando a uno?’. Seguía caminando, daba la vuelta y ahí estaban vendiendo pollo o vendiendo carne asada (Osorno, 2013).
Pero la suma de los horrores de la violencia generada por el narco mexicano, el dolor, el absurdo, el odio, la descripción de sus consecuencias y del sonido de los disparos –ese epidémico bang, bang, bang– hacen parte de una crónica coral escrita por once periodistas narradores que han estado inmersos en el terreno de los acontecimientos, reunidos en la antología de Juan Pablo Meneses titulada Generación ¡bang! (2012b).
Meneses explica que las crónicas antes de ser juntadas en su libro fueron publicadas por partes en medios nacionales y extranjeros por once reporteros que comenzaron el sexenio del gobierno de Felipe Calderón –del 1 de diciembre de 2006 al 30 de noviembre de 2012– con menos de treinta y cinco años, que crecieron “leyendo el boom de la nueva crónica latinoamericana y usaron esa forma de narrar” (2012b) para relatar la violencia del narco y la guerra de Calderón.
Estos cronistas –explica Meneses– no escribieron eruditos ensayos académicos sobre la violencia,
[…] redactados desde un cómodo escritorio de algún barrio fuera de peligro. Tampoco son reporteros de primera línea, aquellos que sacrifican su vida por el dato duro y el conteo de balas, y de los cuales hay demasiados muertos. Estos nuevos cronistas de Indias mexicanos –valora Meneses – relataron historias de violencia más que el número de víctimas (2012b).
Los once reporteros “¡Bang!”, y sus respectivas crónicas reunidas en el libro de Meneses, son: Alejandro Almazán, con “Un narco sin suerte”; Daniel de la Fuente, “Partes de guerra”; Galia García Palafox, “La mujer más valiente de México tiene miedo”; Thelma Gómez Durán, “Los sheriffs de la montaña”; Luis Guillermo Hernández, “Los niños de la furia”; Diego Enrique Osorno, “Un vaquero cruza la frontera en silencio”; Humberto Padgett, “Los desaparecidos de Tamaulipas”; Daniela Rea, “Juegan a ser sicarios”; Emiliano Ruiz Parra, “La voz de la tribu”; Marcela Turati, “Vivir de la muerte”; y Juan Veledíaz, “¿Qué hay en el más allá de un narco?”.
La crónica es “el altavoz de la víctima” y la cronista Patricia Nieto –altavoz de sus colegas latinoamericanos en la narrativa periodística de la violencia–, con determinación y perseverancia ha alentado a las víctimas de las violencias de Colombia –en su mayoría mujeres– a dar su testimonio en las páginas de sus relatos sueltos en revistas y periódicos y en las de los agrupados en sus libros, para nutrir de escenas, de preguntas y de respuestas incómodas la memoria de un país que se acostumbró a llorar para adentro y a olvidar.
Sus libros, tanto los que firma como editora de cronistas naturales 37asesorados e iluminados por ella, como los reportajes de su autoría, ponen de presente el valor del género periodístico testimonial que, por la fuerza de su expresividad elemental, nativa, a corazón abierto y en carne viva, no da lugar a que el lector duque de la veracidad de las historias que grafican la magnitud del drama que la violencia ha causado en la nación colombiana.
Ahí justamente está uno de los principales aportes de sus trabajos cronísticos: romper la mudez de las víctimas que se ha traducido en amnesia e impunidad. Son relatos testimoniales que presentan la tragedia colombiana con nombres propios de personas y de lugares, con clara descripción de situaciones y consecuencias que permiten ver más allá de los esguinces de responsabilidades de todo tipo que hacen los victimarios cuando hablan –y en Colombia hablan bastante– ante los medios judiciales y de comunicación.
El lenguaje de las víctimas que se oye en los relatos de Patricia Nieto es sencillo, rico en el detalle y en la imagen descriptiva; elocuente, directo, sin metáforas. Es el lenguaje de la evidencia y de la recordación sincera de quienes como escritores novatos o como fuentes informativas testimoniales se presentan ante la cronista –y ante los lectores– como el niño que se apoya en sus primeras frases para satisfacer necesidades elementales y no sabe mentir, pues al no tener el complejo oficio que impone el uso del lenguaje organizado tampoco tiene oficio para la mentira.
Vemos entonces como en el libro Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2009), la estructura narrativa está soportada en tres historias mayores contadas por voces de mujeres del campo que relatan episodios en los que se entrecruzan todas las formas de la violencia colombiana. Y si bien las voces acaban formando un coro trágico que estremece al lector, en medio del dolor, la narración también rescata el heroísmo, el amor a la vida, la alegría y la pureza de alma de estas mujeres.
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