1 ...8 9 10 12 13 14 ...18 Como se decidió Rodríguez a abordarla como una historia insoslayable desde el primer párrafo de su relato:
Examinó un atado de perejil y eligió el tallo más grueso. Aunque estaba sola, se encerró en el baño. Metió el tallo por su vagina hasta estar segura de que había llegado al útero. Y esperó el dolor, alguna señal de que estaba abortando.
—Duele sí. Muchísimo. Es como un parto. Pero no hay que tener miedo, ¿eh? Si tienes miedo, es peor: vas al hospital. Yo estuve dos días con dolores fuertes. Después, algunas molestias, hemorragias (2007: 94).
Cuando Rosana Alcarraz decidió abortar tenía veintitrés años y dos hijos, explica Paula Rodríguez al revelar el nombre y el apellido de su fuente de información testimonial, para trascender el estilo periodístico, de fantasmas y de sombras, cargado de eufemismos con el que se suele dar cuenta en las noticias de asuntos como el aborto.
La violencia crónica y la crónica de la violencia
Notamos, en efecto, cómo la violencia y sus expresiones, actores y sucesos, es transversal, y salpica con su tinta roja a todos los demás asuntos.
En un país como Colombia, con más de cinco décadas de conflicto armado con fuerte impacto en los ámbitos rurales –al que se suma la violencia generalizada, endémica, crónica, que sucede en las ciudades–, la violencia y sus manifestaciones es un asunto que les es difícil soslayar a los cronistas. Más que reiterar el horror manifiestan un propósito claro de dar a conocer casos concretos que materialicen esa violencia, abstracta para muchos, a través de historias de personas y de pueblos que la han vivido en carne y hueso. Un ejercicio de construcción de memoria que es común a toda Latinoamérica.
Los actores que producen la violencia que más ha afectado a los países latinoamericanos –y de manera cruenta además de Colombia, a Venezuela, Brasil, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México– están presentes en todas las páginas de las antologías de crónica latinoamericana actual: guerrilleros, paramilitares, fuerzas armadas estatales, pandilleros, narcotraficantes, secuestradores, pederastas y traficantes de personas.
“Así se fabrican guerrilleros muertos” (2014), es la segunda crónica que Ander Izagirre –bloguero y viajero español que ejerce el periodismo con botas contagiado del estilo de sus colegas latinoamericanos– escribió en Colombia sobre un negocio siniestro dentro su Ejército: los falsos positivos. Secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro Uribe (de 2002 a 2010). De ahí el término “falsos positivos”, en referencia a la fabricación de las pruebas. La Fiscalía ha registrado cuatro mil setecientas dieciséis denuncias por homicidios presuntamente cometidos por agentes de las fuerzas públicas (entre ellos, tres mil novecientos veinticinco correspondían a falsos positivos). Los observadores internacionales denuncian la dejadez, incluso la complicidad del Estado en estos crímenes masivos.
Izaguirre siguió la historia de Luz Marina Bernal, una de las madres del municipio de Soacha que rompieron el silencio y destaparon el escándalo. Su relato comienza así:
—Así que es usted es la madre del comandante narcoguerrillero –le dijo el fiscal de la ciudad de Ocaña.
—No, señor. Yo soy la madre de Fair Leonardo Porras Bernal.
—Eso mismo, pues. Su hijo dirigía un grupo armado. Se enfrentaron a tiros con la Brigada Móvil número 15, y él murió en el combate. Vestía de camuflaje y llevaba una pistola de 9 milímetros en la mano derecha. Las pruebas indican que disparó el arma.
Luz Marina Bernal respondió que su hijo Leonardo, de 26 años, tenía limitaciones mentales de nacimiento, que su capacidad intelectual equivalía a la de un niño de 8 años, que no sabía leer ni escribir, que le habían certificado una discapacidad del 53%. Que tenía la parte derecha del cuerpo paralizada, incluida esa mano con la que decían que manejaba una pistola. Que desapareció de casa el 8 de enero y lo mataron el 12, a setecientos kilómetros. ¿Cómo iba a ser comandante de un grupo guerrillero?
—Yo no sé, señora, es lo que dice el reporte del Ejército.
A Luz Marina no le dejaron ver el cuerpo de su hijo en la fosa común. Unos veinte militares vigilaban la exhumación y le entregaron un ataúd sellado. Un año y medio más tarde, cuando lo abrieron para las investigaciones del caso, descubrieron que allí solo había un torso humano con seis vértebras y un cráneo relleno con una camiseta en el lugar del cerebro. Correspondían, efectivamente, a Leonardo Porras (Izaguirre, 2014).
De este modo, la crónica es “el altavoz de la víctima”. Ahora a la crónica latinoamericana “le fascina la víctima” de la violencia (Jaramillo Agudelo, 2012: 45). No está lejano el tiempo en el que la situación fue al contrario: el victimario fue el protagonista de diversas historias de horror en las que, por ejemplo en Colombia, figuran incluso como autores de los relatos –muchos de ellos empaquetados en libros– y los periodistas como sus amanuenses.
Aunque los medios de comunicación hegemónicos informan sobre la violencia, esta no suele trascender más allá del dato noticioso, de una imagen anónima o una víctima desconsolada por unos segundos frente a la cámara. En ellos su tratamiento corresponde a la forma que en Latinoamérica es más conocida como nota roja –pero que también indistintamente se nombra como crónica roja, policial, judicial o de sucesos–. Este tipo de relatos se refieren a hechos violentos o sangrientos causados por personas comunes, lo que llama la atención a los lectores, pues quienes protagonizan estas historias podrían ser sus vecinos, compañeros o familiares (Correa, 2011).
El investigador mexicano José Luis Arriaga Ornellas considera que la nota roja, tradicionalmente breve y concisa, en una acepción general es el género informativo por el cual se da cuenta de eventos “en los que se encuentra implícito algún modo de violencia –humana o no– que rompe lo común de una sociedad determinada y, a veces también, su normatividad legal”. Y precisa que en su horma “caben los relatos acerca de hechos criminales, catástrofes, accidentes o escándalos en general, pero expuestos según un código cuyos elementos más identificables son los encabezados impactantes, las narraciones con tintes de exageración y melodrama, entre otros” (2002).
La prosa cronística del tipo reportaje tal como la hemos estado considerando en este libro, sustentada por un notable contraste de fuentes de información y de versiones documentales y testimoniales, así como por el acercamiento del reportero a las víctimas y a los victimarios, humaniza la noticia, le da un rostro a las historias y las presenta ubicándolas en un tiempo y en un territorio claramente definidos.
Así que, a veces, para retratar la violencia basta la crudeza de una descripción sencilla y detallada de una situación. Sin recurrir a la reflexión rimbombante, el cronista le entrega al lector un instante a través de sus palabras. Otras veces, el suspenso y lo inesperado se funden en la narración.
Tenemos entonces que la reconstrucción, la escenificación, la dramatización, la personificación y el acercamiento, es decir, la relocalización narrativa de los hechos de violencia, fortalecen el contenido y la forma de la nota roja, la cual de esta manera –además del contacto audaz de los reporteros con las víctimas y los victimarios de las tragedias que se proponen registrar– adquiere la holgura y el aliento de la crónica de reportaje.
Relocalizar el relato –explica Rossana Reguillo–, significa participar de algún modo en lo narrado. […] El acontecimiento, el personaje, la historia narrada, pierden su dimensión singular y se transforman en memoria colectiva, en testimonio de lo compartible, de lo que une en la miseria, en el dolor, en la fiesta, en el gozo (2007: 45).
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