Marina Elizabeth Volpi - Córreme que te alcanzo

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Si alguna vez te sentiste solo y el alma te volvió al cuerpo al escuchar la voz amada, si lloraste ríos por una decepción o por un sueño truncado. Si pensaste que era el final y luego descubriste que solo estabas comenzando y al mirarte a un espejo decidiste aceptarte, este libro es para vos; el que ríe, llora, lucha, ama, se arriesga y se siente frustrado, pero aún así busca alcanzar su sueño. Porque al igual que vos, la vida de Elizabeth Verammi comenzó plagada de incertidumbre, pero ella se propuso buscar un destino en el que fuera feliz y lograra romper con el círculo del abandono. Nunca se dio por vencida, porque tuvo la ayuda de ángeles sin nombre y almas bondadosas. Ella, al igual que vos, estaba decidida a ser quien debía ser, aunque tuviera que rediseñar los designios divinos.

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—Tenemos que pensar bien las cosas o tener algo más planificado que solo confiar en tu “prima”. —La cara de Gaby fue de espanto.

—Nena, si no estuviera segura no te lo cuento, creo que le faltan pulir cosas, pero es genial mi plan. —Laura dijo que ojalá las cosas nos salieran bien, pero que apoyaba a Maca, porque por algo nadie nunca había logrado sacar nada de la cocina. Yo opiné que solo era cuestión de que hiciéramos un plan que no tuviera fallas y por último Vale nos miró y dijo:

—Que sea lo que Dios quiera.

Con la complicidad de casi todas las chicas que trabajaban en la cocina, nos pusimos de acuerdo en robarnos un jamón, porque en general venían cinco o seis jamones y era fácil disimularlo en los datos cuando se bajaba la mercadería. El único detalle es que al principio éramos solo nosotras cinco más la “prima” de Gaby y para la siguiente semana ya casi estaba enterado y era cómplice medio dormitorio.

Al terminar el mes solo nueve chicas quedaron afuera del plan o sea que éramos 61 chicas para planificar, ayudar, robar y repartir un jamón entero. La realidad es que no nos hacía falta comida, pero la adrenalina de la situación era altamente adictiva y casi nunca pasaba nada nuevo, estar involucradas en algo así era como oro puro a nivel emocional. El día que llegó el camión estábamos con unos nervios terribles, porque sabíamos que a la noche teníamos que arriesgarlo todo para poder tener en nuestros brazos al querido y anhelado jamón. Pero para nuestra suerte o desgracia, Camila, la prima de Gaby, nos avisó que el jamón nunca llegó y ante los nervios de la ocasión ella apartó una mortadela que debíamos robar antes de las seis de la mañana del día siguiente.

El operativo “jamón” mutó en operativo “bocha” y todas pasamos el día ansiosas de que llegara el momento. Ahhh, me olvidaba el detalle: que apenas se enteraron de que se trataba de una mortadela se arrepintieron como treinta pibas, pero juraron guardar estricto silencio acerca del plan. A las siete de la tarde fuimos a cenar como siempre y de ahí a bañarnos y ponernos el pijama. A las nueve y media Sor Herminia apagó la luz con su acostumbrado “hasta mañana, niñas”, y todas esperamos aproximadamente 20 minutos que se hicieron larguísimos y luego de acuerdo al plan nos distribuimos de dos en dos por la galería para avisar si pasaba algo. Las que perpetraríamos el famoso robo de la “bocha” éramos cuatro chicas: Gaby, que siempre estaba en el top ten de las aventuras que implicaran algún riesgo; Fátima, una chica que si la castigaban no perdía nada porque odiaba irse de fin de semana debido a una familia bastante disfuncional; Celeste, que era muy miedosa, por lo que para darse ánimo susurraba una canción, y yo, que me ofrecí porque igual ya estaba castigada hasta 1990 más o menos.

Cuando llegamos a la cocina y pasamos una puerta vaivén, Camila nos recibió nerviosa:

—¡Che, cómo tardaron! —dijo enojada y acto seguido nos abrió la despensa que siempre estaba cerrada con llave. El objetivo era bochita, pero al pasar, la cantidad de cosas ricas nos llamaban la atención y al botín se sumaron un par de chocolates y unos paquetes de galletitas dulces. Entrar y salir no nos tomó más de unos minutos. Cuando ya teníamos el redondo y preciado fiambre, nos pusimos a la tarea de emprender la marcha. Para saber si estaba el camino despejado habíamos dicho que a medida que avanzáramos, las chicas harían un ruido; el del tero-tero quería decir que estaba todo bien y si escuchábamos un mugido de vaca era que teníamos que correr. Diez tero-tero después y sin novedad alguna, estábamos en el dormitorio donde nos recibieron con una inmensa alegría. Gaby, que siempre estaba atenta a todo, sacó un cuchillito con sierrita con el que comenzamos a destrozar la mortadela. Estaba tan rica que hasta les dimos a las agretas que se habían bajado del plan. Pero al final quedó un pedazo que ya nadie quería, así que decidimos envolverlo en un trapo para tirarlo en la mañana siguiente. Al otro día la vida transcurrió igual que siempre, levantarse, cepillarse los dientes, ponerse el uniforme, hacerse la colita o la trenza y revisar que todo esté en la mochila. O sea, que nadie se acordó de la mortadela sobrante.

Al cabo de casi una semana, comenzamos a oler un tufo extraño, que se fue haciendo lacerante para el olfato. No lo asociamos porque la culpa entierra las malas acciones en lo profundo del subconsciente colectivo, así que nadie se hacía cargo de nada. Pero Sor Herminia estaba harta de ventilar todo el día, revisar zapatillas o repartir desodorante para evitar tremendo aroma, así que empezó a buscar la fuente de la baranda cual perfumista, yendo por todos lados del dormitorio, hasta que percibió que cerca de los placares del fondo, el olor se volvía más profundo y rancio. Así que buscó las llaves y se puso a revisar la ropa murmurando que éramos unas mugrientas. Nosotras ya nos habíamos percatado de que se trataba de la mortadela zombi, pero nada podíamos hacer porque la monja revisaba todo como poseída. Cuando la encontró retrocedió horrorizada:

—Las voy a matar —gritaba enojada. Las monjas son caritativas, humildes y bondadosas, pero también son seres humanos y Sor Herminia tenía su cuota de paciencia absolutamente en línea roja. Primero buscó una bolsa y con gesto asqueado tiró adentro la mortadela y nuestras esperanzas de una buena semana.

Luego nos paró a todas en fila y empezó a preguntar quiénes fueron las que se trajeron el fiambre (ella no sabía que era porque ya no tenía forma de nada). Había un silencio tan raro que se podía sentir respirar a todas despacito, salvo a Pauli que era asmática y necesitaba resollar. Sor Herminia fue y vino mirándonos, tratando de quebrarnos, porque hacía más de 25 años que vivía en el internado y sabía que siempre alguna chica con el clima adecuado se termina quebrando y confiesa, pero luego de treinta minutos todas seguíamos estoicas y nadie emitió sonido. Así que nos dijo que realmente dábamos vergüenza y que, obvio, estábamos todas sin postre ni salidas por un mes. Vi caras tristes y escuchamos sollozos ahogados, porque la única manera de ver a la familia o de sentir a los afectos cerca era durante el fin de semana. La mortadela nos había costado cara; nadie habló, pero todas nos sentíamos desoladas y angustiadas. En lo personal yo no tenía visitas o salidas, pero siempre me alegraba verlas partir ilusionadas con su bolsito a ver a su familia. Después de todo esto, Gaby ya no intentó convencernos de hacer nada por un tiempo muy largo.

La bibliotecaria

Siempre fui muy curiosa y me inscribía en cuanta actividad hubiese, pero mi fuerte nunca fue ser social, porque si bien no me cuesta relacionarme, prefiero la soledad o que la compañía sea más divertida o entretenida que dicha soledad. Cuando tenía 12 años, Sor Herminia me regaló dos libros y como la perseguí una semana contándole mis experiencias literarias, un día me frenó a mitad del pasillo y me dijo:

—Eli, ¿a vos no te gustaría ordenar la biblioteca del colegio? Yo confío en vos, porque sé que sos buena estudiante.

Le pregunté qué era lo que tenía que hacer y me dijo que en un principio seleccionar los libros que estaban dispersos, clasificarlos en un orden y, si me ponía ambiciosa, ella me ayudaría para que la biblioteca pudiera funcionar de nuevo.

En mi nuevo papel de bibliotecaria, adquirí una importancia desmedida porque era la única que tenía el privilegio de tener un espacio absolutamente propio. Gaby enseguida se acercó a mí para ver si podía ser mi ayudante:

—¡Hola, Eli! Me enteré de que estás ordenando la biblio y te quería preguntar si puedo hacer algo acá, lo que necesites.

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