Marina Elizabeth Volpi - Córreme que te alcanzo

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Si alguna vez te sentiste solo y el alma te volvió al cuerpo al escuchar la voz amada, si lloraste ríos por una decepción o por un sueño truncado. Si pensaste que era el final y luego descubriste que solo estabas comenzando y al mirarte a un espejo decidiste aceptarte, este libro es para vos; el que ríe, llora, lucha, ama, se arriesga y se siente frustrado, pero aún así busca alcanzar su sueño. Porque al igual que vos, la vida de Elizabeth Verammi comenzó plagada de incertidumbre, pero ella se propuso buscar un destino en el que fuera feliz y lograra romper con el círculo del abandono. Nunca se dio por vencida, porque tuvo la ayuda de ángeles sin nombre y almas bondadosas. Ella, al igual que vos, estaba decidida a ser quien debía ser, aunque tuviera que rediseñar los designios divinos.

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—Nena, no es para tanto —dijo Gaby.

—Todas estábamos preocupadas por vos, Lau —expresé con voz bajita. Ella nos miró y luego se largó a llorar.

—¡No saben lo que pasé, chicas! Mientras ustedes me envolvían y me llevaban, yo estaba fuera de mi cuerpo, pero en lugar de flotar arriba, como decía el libro, iba a su costado y pude ver cómo Gaby me pegó, Maca me gritaba y ustedes me golpeaban, quería hablarles y yo me escuchaba, pero ustedes me ignoraban, hasta que me di cuenta de que no podía volver a mi cuerpo... no saben qué desesperación.

Nuestras caras eran de espanto, nos sentimos re culpables y juramos nunca, pero nunca más, volver a intentar hacer nada de lo que decía en el libro.

Dulce niña mía

Lau siempre fue una niña triste, hija de un albañil tosco y bruto y de una mamá que amaba profundamente a sus cuatro hijas, pero que no podía hacer nada frente al carácter irascible del marido. Su infancia había trascurrido en una pasarela eterna al hospital, para curar sus “caídas”. Más de una vez los médicos denunciaban los maltratos, hacia los que era sometido el cuerpo pequeñito de Lau, pero su mamá rápidamente aseveraba que la torpeza de su hija era abrumadora, hasta que cumplió 10 años, no pudo soportar tanta angustia y se escapó de su hogar. Cuando la encontraron, no quería volver a su casa, así que la llevaron a un instituto, pero como quedaba apartado del hogar de su familia, la jueza decidió becarla y mandarla al internado en donde yo estaba. Ella llegó cabizbaja, parecía un trapito, nunca había visto a alguien tan triste y eso que había cientos de historias malogradas en ese lugar. Con el tiempo la fuimos integrando a nuestro grupo y nos trasformamos en su familia. Empezó a sonreír de a poquito y casi se podía decir que la veíamos feliz dos veces al año. Pero la verdad es que luego del juego de la llave su carácter cambió; se volvió taciturna y ausente. Lo único que la sacaba de ese estado catatónico autoimpuesto era la música de los Guns and Roses, pasaba horas cantando una letanía de “Sweet Child O’ Mine”. Ella soñaba con salir del internado y conocer a Axl Rose, o por lo menos verlo de cerca. La verdad es que se había vuelto un poco monotemática con ese cantante, pero cuando hablaba de él era la única vez que se veían brillar sus ojitos.

Luego de casi un año desde el “vuelo”, Lau había empezado a recuperar la relación con su familia y su padre estaba calmado a tal punto que la venía a buscar y la traía los domingos, así que todas pensábamos que pronto se iría a su casa. Lo que no sabíamos era que estaba atravesando a sus 13 años una enorme depresión que se la devoraría sin que nos diéramos cuenta. Era junio y como todos los domingos Vale y yo, que no teníamos salidas, esperábamos a las chicas que volvían de su casa. Gaby y Maca llegaron temprano, pero eran las ocho de la noche y de Lau ni noticias. Llegó casi a las nueve de la noche cuando la hora de entrada era hasta las siete y media. La Madre Superiora le dijo al padre de Lau que tenía una notable falta de responsabilidad y le indicó a Laura que dejara sus cosas y se acostara. Nosotras la estábamos esperando para recibirla con los brazos abiertos. Luego de una escueta charla, porque no quería hablar mucho, nos acostamos.

Esa sería la última conversación, porque la depresión de Lau no la dejó pedirnos ayuda, ni decirnos que se había traído un montón de pastillas de su mamá y que se las había tomado todas juntas, para no despertar más. Fue absolutamente horrible, no podíamos entender que su cuerpo estaba vacío, muerto. El trámite para llevársela fue rapidísimo, pero el shock que teníamos nosotras cuatro era enorme, ahora sabíamos que la muerte era real y que Lau no volvería a cantar nunca, ahora nuestra hermandad estaba quebrantada y, aunque no lo dijimos, estábamos casi seguras de que el juego del año pasado tuvo mucho que ver y eso nos carcomía el alma.

Competencia desleal

Era 1988, y luego de casi un año de perder a Lau, todas tratábamos de hacer cosas nuevas para no sentir su ausencia. En mi caso, me acerqué a las actividades físicas, y como todos los años el internado participaba de una competencia intercolegial, intenté anotarme en alguna disciplina. No fue fácil, porque como siempre las chicas de vóley tenían su equipo completo, y natación, que era lo que más me gustaba, había llenado su cupo. Cuando le pregunté a la profe Verónica qué podía hacer yo, me dijo que lo único que quedaba era gimnasia artística, con suelo libre o esquema con pelota. Me gustó mucho lo del esquema libre, pero treinta vueltas fli fla en el aire, corriendo el riesgo de quebrarme la columna, desistí y pregunté tímidamente si aún quedaba la pelota. Así que pasé alrededor de cinco tardes con la profe, explicándome cómo una pelotita horriblemente resbalosa, tenía que pasar por casi todo mi cuerpo al son de la canción “Ghostbusters”. He de confesar que siempre fui perfeccionista, así que practicaba a toda hora y poco a poco empecé a notar que lo hacía muy bien.

Aunque solo era un encuentro entre colegios, los nervios se hacían sentir como si se tratara de los juegos olímpicos. Cuando llegamos al predio, nos avisaron que gimnasia artística entraría casi al final, así que me relajé y me fui a cambiar al baño. Primero me saqué la ropa y me puse la malla azul con cuidado de no tocar el peinado de bailarina que Sor Herminia me había hecho con tanto amor y dos cintitas verdes. Luego exhalé aire de mis pulmones, me miré al espejo y me dije: “Hoy gano porque me lo merezco” (Gaby me había dicho que lo hiciera para darme valor).

La competencia empezó; las chicas de vóley perdieron por poquito y yo me alegré un montón, porque me habían despreciado cuando me quise unir a su equipo. En natación como siempre, ganó nuestro internado de la mano de Sofía, una chica que realmente era un pez. En gimnasia de estilo libre las que se presentaron eran malísimas y me arrepentí de no haber hecho mi rutina, porque seguro ganaba.

La tarde fue transcurriendo lentamente y casi a las cinco anunciaron por el micrófono que la disciplina final era gimnasia artística con elementos y me nombraron como quinta para hacer mi presentación. Una a una fueron pasando y con cada esquema mi ego se agrandaba porque no eran muy buenas, hasta que anunciaron en el micrófono a una chica llamada Malena García como parte del colegio Santísima Trinidad, el cual era nuestra competencia local. Miré atentamente su rutina y con cada vuelta de su cinta veía irse mi esperanza de ganar; era brillante, no tenía fallas, la cinta seguía su cuerpo como si fuera parte de él y me sentí ridícula con la estúpida pelotita en mis manos, pero no me iba a dar por vencida, y cuando se escuchó en los parlantes el nombre de Elizabeth Verammi, supe que era el momento de hacer mi entrada triunfal. Los nervios me hacían temblar, pero la presentación salió mejor de lo que esperaba; doblé mi cuerpo hacia la derecha y la izquierda, haciendo pasar la pelota por ambos brazos, luego flexioné en un arco perfecto mi tórax, hasta tocar con la punta de mis pies la frente, mientras ponía la pelota en mis manos. Para finalizar arqueé la espalda y dejé que la pelota recorriese mi columna vertebral como si dicha posición fuera natural. Salió hermoso, pero yo sabía que el único premio serían los aplausos, porque era seguro que la tal Malena me ganaba. Esperé ansiosa el resultado, pero estaba convencida de que era el segundo puesto. Medio triste nos preparamos para irnos y cuando iba camino al colectivo vi que Malena corría hacia mí.

“¡No te vayas! ¡Te quiero dar algo!”, me gritaba emocionada y extendiendo la mano me dio su copita de primer puesto, diciéndome que ella sabía que la ganadora era yo; si me hubieran dado una cinta en lugar de esa pelota, yo la hubiese superado porque era muchísimo mejor. Que realmente le había encantado competir conmigo y luego se fue sin dejarme replicar. Guardé la copa en el fondo de la mochila con una sensación de derrota triunfal. Apenas me senté en el colectivo me quedé dormida...

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