Marina Elizabeth Volpi - Córreme que te alcanzo

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Si alguna vez te sentiste solo y el alma te volvió al cuerpo al escuchar la voz amada, si lloraste ríos por una decepción o por un sueño truncado. Si pensaste que era el final y luego descubriste que solo estabas comenzando y al mirarte a un espejo decidiste aceptarte, este libro es para vos; el que ríe, llora, lucha, ama, se arriesga y se siente frustrado, pero aún así busca alcanzar su sueño. Porque al igual que vos, la vida de Elizabeth Verammi comenzó plagada de incertidumbre, pero ella se propuso buscar un destino en el que fuera feliz y lograra romper con el círculo del abandono. Nunca se dio por vencida, porque tuvo la ayuda de ángeles sin nombre y almas bondadosas. Ella, al igual que vos, estaba decidida a ser quien debía ser, aunque tuviera que rediseñar los designios divinos.

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De ahí en más, trataba de llegar primera a la fila, aunque con el tiempo descubrí que todas parecíamos disfrazadas durante el paseo y para mí, la magia había desaparecido o tal vez solo estaba creciendo. Lo que yo aún no sabía, era que me quedaban pocos sábados por disfrutar. En menos de un año, una camioneta me llevaría a otro internado a vivir miles de nuevas experiencias.

Santa Catalina La recién llegada

Apenas pisé el nuevo internado andaba re perseguida, sabía lo del derecho de piso y esta vez no me iban a tomar de sorpresa. Pero la verdad es que los días fueron pasando pacíficamente y poco a poco me fui relajando, a tal punto que empecé a observar a mi alrededor. Había llegado a un internado de señoritas que era privado porque mi jueza consideraba que yo era inteligente, y aunque no podía hacer aparecer a mis seres queridos de la nada, podía darme una buena educación. El lugar adonde fueron a parar mis huesitos estaba en un lugar muy bacán, de la Zona Norte de Buenos Aires y por lo tanto no se parecía en nada al colegio al que estaba acostumbrada. En el aspecto general era como una mini ciudad, con cancha de vóley, pileta, tres enormes dormitorios con baños y duchas incorporadas, enormes pasillos que terminaban en los comedores, un taller y una escuela interna que funcionaba en dos turnos. La modalidad era pupila y semipupila; las pupilas como yo estaban toda la semana y, si tenían familia, se iban de fin de semana y las semipupilas venían a estudiar y luego se iban a su hogar, aunque había chicas que se quedaban a hacer manualidades en el taller.

Todo estaba reglado. A las seis de la mañana comenzaban las actividades semanales y cada dormitorio se preparaba para vestirse, desayunar e ir a la escuela. El turno tarde era primario y el turno mañana secundario. Dentro de las actividades de la mañana también teníamos gimnasia. Luego de almorzar las horas transcurrían entre el taller y en hacer tarea. Los fines de semana, algunas se iban a su casa. Los tres dormitorios estaban separados por edad; las más chicas entre 6 y 10 años, las del medio entre 11 y 14 años y las mayores entre 15 y 18 años, en cada uno había más o menos 70 u 80 chicas. Una vez que aprendí cómo era la rutina, me concentré en conocer a las 70 compañeras con las que compartiría cuarto, comedor, escuela y taller. Había de todo; algunas eran simpáticas, otras eran gruñonas, otras alegres, pesimistas u optimistas, pero no sé por qué no lograba hacer amigas enseguida. De hecho, las amigas que hice fueron de a poco, casi por casualidad.

Maní

Bajé la guardia y me relajé casi por completo, tanto orden me hacía sentir segura, las monjas manejaban el día a día como relojes suizos, todo parecía ir bárbaro hasta que llegó Estela, una chica de aspecto gutural y desconfiado a la que apodaban Maní. Ella no se manejaba con sutilezas, todo en su mundo se reducía a pegar a quien osara hacerle frente o mirarla raro. Enseguida se hizo cargo del control del televisor y miraba cosas muy densas como recetas escandinavas o música lenta o cuentos de terror. También tenía amenazado a casi medio dormitorio, así que todas trataban de ofrecer su postre para caerle bien. Ella rompió con el esquema de paraíso que tenía hasta el momento, sabía que alguien tenía que frenarla, pero yo no tenía las agallas, hasta que un día la encontré llorando bajito detrás de la puerta de un baño. Al principio se hizo la enojada y como me quedé en silencio, bajó la guardia y siguió lamentándose. Así que me acerqué y la abracé fuerte y constante.

Cuando dejó de llorar, me contó que ella era muy feliz en su casa, en donde vivía con su hermanita, su papá y su mamá. Las cosas iban por un tubo, hasta que sus padres se divorciaron y todo se vino barranca abajo y encima escuchó por parte de unas tías que la iban a mandar a ella y a su hermana menor a un internado hasta que su mamá pudiera salir adelante, porque su papá se había ido “con otra”. A su hermana se la quedó la tía, y a ella la mandaron al instituto. Cuando llegó acá, la furia de saber que su familia estaba quebrada para siempre hizo que chocara con casi todas, pero la estrategia no le resultó bien porque se estaba quedando sola y nadie la quería. Lo más probable era que pasara mucho tiempo antes de que su mamá la sacara de allí y no sabía cómo explicarles a todas que en realidad ella era buena.

Yo, que siempre fui medio justiciera, le dije que no se preocupara, que la iba a ayudar, e impulsé una reunión para poder hablar con el resto de las chicas. Una vez que el comedor estuvo a pleno, intenté contar lo que Maní me había confesado en el baño, pero ella se adelantó y no me dejó hablar, en cambio me empujó hacia una pared y me dijo bajito que lo pensó mejor y no quería perder el respeto que le tenían. Nunca más me acerqué a ella. Un día su mamá la vino a buscar. No hace falta decir que nadie lamentó su partida.

La Bocha

La cocina del instituto veía llenar sus alacenas aproximadamente tres veces al año, algunas de las cosas eran donaciones, otras eran compras que se hacían para abastecer la demanda de las chicas que vivíamos allí. Esta organización no tenía nada que ver con nuestra vida y rutina diaria, pero casi sin querer queriendo, íbamos a alterar para siempre ese sistema que les había funcionado muy bien a las monjas hasta entonces.

Hacía como un año y medio que vivía allí y había hecho un grupito de cuatro amigas muy compinches entre nosotras, aunque éramos totalmente diferentes. Macarena era tímida, reservada y a veces hosca, pero tenía una sonrisa que iluminaba el lugar, aunque durara tres segundos; Gabriela era valiente, atrevida y bastante boca sucia; Valeria era la santa chupacirios que siempre terminaba las frases con “Dios mío, guárdame”; Laura era introvertida, pesimista y lacónica, y yo era una nerd declarada, siempre con mis libros bajo el brazo. Definitivamente no teníamos nada en común, pero nos sentíamos hermanadas por el lazo más estrecho de este mundo.

Un sábado, las que no salíamos el fin de semana estábamos aburridas sentadas en el patio, y luego de arrancar todo el pasto que tenía a mi alrededor, les dije a las chicas que me gustaría comer algo diferente, que siempre nos daban tostadas y un poco de manteca y mermelada para la merienda. Todas empezaron a quejarse de que deberíamos comer mejor y que no era justo que las que salían comían hamburguesas y papas fritas. No, eso tenía que cambiar urgente. La llamada de la campana que anunciaba la merienda nos sacó de la conversación y caminamos hacia el comedor despacito, porque, la verdad, sabíamos que no nos esperaba nada que no conociéramos. Nos sentamos como siempre en la mesa redonda y el bullicio del comedor y el masticar de setenta bocas no dejaron oír la propuesta de Gabi.

—¡Chicas! Tengo a mi prima en la cocina y ella dice que la semana que viene llega la mercadería nueva a la despensa.

—¿Qué? —le grité a Gabi, ella me señaló el pasillo, y cuando salimos todas precipitadas hacia afuera, nos explicó su plan.

Su “prima” (nunca se sabía si las chicas eran familia en realidad porque todas se decían “hermana”, “prima”, “tía”, etc.) trabajaba en la cocina y tenía, de muy buena fuente, que en unas tres semanas llegaba de todo. Pero esa información no nos pareció nueva; todas sabíamos que de algún lado salía la comida y que las monjas tenían todo anotado en un libro llamado “balance”, así que en un principio no entendíamos adónde quería llegar Gaby con su “tremenda” noticia. Pero cuando escuchamos su precario, pero lúcido plan, todo se aclaró. Si en tres semanas llegaba un cargamento de comida, lo que se podía hacer era seleccionar algo que aún no fuera anotado por las monjas en la bajada a la cocina y luego de guardarlo, robarlo, total nunca se darían cuenta. La reacción del grupo fue tan variada como nuestras personalidades; Maca dijo:

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