Volpi, Marina Elizabeth
Córreme que te alcanzo / Marina Elizabeth Volpi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
300 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-87-0568-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
“Cáete 7 veces, levántate 8”
Proverbio Japonés
Agradecimientos
Agradezco a mi familia y a mis amistades más cercanas por el apoyo en la escritura de este libro y el amor que me demostraron siempre. A mis hijos Carolina, Mario, Darío, Francisco, y Sofía; a mi amado esposo Claudio; a mi Mamita Dina; a mis hermanas de la vida: Analía, Claudia, Natalia y Maricruz; a mis amigas: Sil, Melina y Eve; a mi coequiper Yolanda. A mis pequeñas Lupita y Lola. Y por supuesto agradezco a mis colaboradoras: Camila Vázquez, quien realizó los dibujos del libro y a Susana Heiland por las correcciones y sus palabras de aliento.
Prólogo
La certeza de que la vida es fugaz, transforma y atraviesa a cada ser humano. Hay quien vive como si no hubiera un mañana, mientras que otros transitan su existencia, construyendo un mejor futuro.
Este libro lo escribí, consciente de que la adversidad es el común denominador en la vida y la única manera de poder avanzar o progresar es proponiéndose metas y sueños. No existe la espera azarosa o la suerte fortuita. Para vivir una vida digna hay que esforzarse, comprendiendo que nada es imposible, que las personas resilientes no son las que más sufren, son las que logran revertir situaciones y renacer de las cenizas para brillar y demostrar su talento. Esta historia está basada en la vida de Elizabeth Verammi, quien nos relata mediante anécdotas, una vida dura, plagada de sinsabores y repleta de pequeños triunfos. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Espero que disfruten leer este libro. Bienvenidos
MARINA E. VOLPI
Génesis
La entrega
Clara gemía mordiéndose los labios para no hacer ruido, porque sabía que en cualquier momento el pequeño haría su entrada al mundo. Un nacimiento trae luz, este en particular, solo apagaría su vida y ella lo sabía con certeza, pero aún así quería verlo. Los ruidos de pasos sobre las baldosas desparejas se hicieron cada vez más cercanos y el sonido de la puerta de hierro fue estrepitoso.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te quejás tanto? —preguntó el hombre. Clara seguía gimoteando.
—¡No doy más! El individuo dio un par de indicaciones a una enfermera que vino oportunamente y la colocó en una posición horizontal, con las piernas a los costados preparándola para el parto; sólo tardó tres pujos lograr sacar a la niña que habitaba su cuerpo. Desde el mismo momento en el que ella nació, Clara sabía que tenía su destino sellado; pidió desesperada que la dejaran ver a su bebé y cuando la enfermera la inclinó para que la viese, ella sintió que era perfecta; tenía la tez blanca, un pelito rojizo y enormes ojos verdes. Un suspiro callado salió de su garganta mientras la veía alejarse con su bebita. Intentó forcejear, pero estaba tan débil... una aguja penetró su brazo, haciendo que su cuerpo quedara inerte. Quiso moverse sin éxito y cuando fijó la vista para ver qué pasaba, las penumbras cayeron sobre ella.
La señora de los caramelos
—¿ Hoy tenés turno?...
Gladys tardó en contestar, porque si se quedaba un día más en el trabajo luego de la hora de salida, en su casa debía dar miles de explicaciones por su tardanza. Madre de tres niños y esposa de un hombre que, a pesar de ser abnegado, era bastante codependiente, Gladys a veces sentía que el único refugio lejos de su rutinaria y aburrida vida era su trabajo. Amaba profundamente a su familia, pero trabajar era, sin duda, su relax.
Había llegado a Casa Cuna luego de recibirse de enfermera pediátrica, allá por el año 66 y tenía muy en claro que su mayor deseo era poder ayudar a esas pequeñas vidas, que no tenían más defensa que los que cuidaban de ellas. Cada historia detrás de un niño la hacía llorar. Todos los días pasaba por el quiosco camino al trabajo y traía una bolsita de caramelos. Los pequeños la esperaban contentos. Ella estaba asignada al dormitorio de los niños de dos a tres años, un lugar de alto tránsito porque en esta instancia, a partir de los 3 años, se iban a otro internado o regresaban con su familia biológica o adoptiva. Ella tenía muy en claro que encariñarse no era posible y, así y todo, no pudo evitar tomarle afecto a una niña de rulitos que siempre corría a sus brazos buscando cariño. Nadie sabía muy bien adónde iría ella luego de los tres años. Su expediente solamente tenía dos hojas y una de ellas era un informe general, lo cual era extraño porque cada niño tenía una carpeta de vida en la que constaba cada tratamiento médico, cada traslado y cada intervención del juzgado. Pero ella nada… sólo dos papeles que Gladys había leído con atención en donde había una partida de nacimiento borroneada y una revisación pediátrica. Así que, sin dudarlo, pensó que podía llegar a ser su hija. Aparte, ella tenía dos varones y la llegada de Eli traería alegría a su hogar.
Con todo esto en la mente, Gladys pidió una reunión con Martín, su superior, y le comunicó que deseaba adoptar a Elizabeth. Él la observó de arriba abajo y dio una respuesta rápida y cortante:
—Ella no.
—¿Por qué? —insistió Gladys.
—Tiene familia, solo que necesito arreglar algunos papeles para que la retiren —dijo Martín muy serio... Gladys no entendía el porqué, se sentía frustrada porque le había costado tanto convencer a Tulio, su esposo, para llegar a tremenda decisión, que le molestaba que su propuesta no fuera tomada en serio. Nada pudo hacer, la pequeña se quedó allí, recibiendo sus caramelos todos los días a las dos de la tarde, hasta que una camioneta la pasó a buscar un día después de cumplir sus tres años. Gladys la vio subir agarrada de su mantita y sintió cómo su corazón se trozaba en mil pedazos. Nunca más supo de ella…
Rosa entre los cardos
Mi nombre es Elizabeth Verammi, mis primeros recuerdos se remontan a un pasillo largo, frío, a una casa con un parque enorme y a mí parada en él con un vestido amarillo. Aunque confieso que todo es bastante borroso, lo que sí recuerdo claramente es que a los cuatro años aprendí a leer, porque mi querida tía Raquel me enseñó y desde mi visión ella era, sin duda, la mujer más dulce que yo conocí. Sus hijas eran muy diferentes entre sí; mi prima Leti parecía una dama antigua y delicada, en cambio, mi prima Aby era valiente, risueña y amable. Yo prácticamente pasaba las horas en la casa de ellos. Mi tía era amable hasta que se acordaba de la gente que me criaba. Siempre decía que yo era hermosa, que parecía una rosa entre cardos, supongo que no tenía mucha simpatía por su cuñado y la mujer. Yo sabía (o intuía) que no éramos familia, aunque llevase su apellido, lo cual explicaba el cálido cariño de mi tía, cada vez que me veía venir.
En esa época la idea principal en mi cabeza de niña de 4 años era huir del monstruo (así le decía en secreto). El monstruo se llamaba Fabián Verammi, pero se había ganado el apodo cariñoso a fuerza de los puñetazos que se estrellaban en cada parte de mi cuerpo. Obvio que los derechos de los niños hoy son más valorados, pero en los 70 no se hablaban esas cosas, se sufrían. Quien siempre me protegía de los golpes del monstruo era su hermano Tomás, mi adorado tío, quien era todo lo contrario a mi padrastro.
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