Elizabeth George - Recuerda que siempre te querré

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Durante una visita a Abinger Mannor, un estudiante que asiste a un curso universitario sobre arquitectura muere en sospechosas circunstancias. Una joven viuda descubre con horror la vida secreta de su difunto marido. Un historiador sin dinero vive obsesionado por la figura de Ricardo III. A través de argumentos tan dispares, los cinco relatos que componen este volumen exploran las complejidades de la naturaleza humana y desvelan las oscuras maquinaciones de individuos de apariencia corriente que aspiran a alcanzar sus objetivos a cualquier precio.
En Recuerda que siempre te querré, Elizabeth George, autora de la popular serie de novelas protagonizadas por el detective Thomas Lynley y su fiel ayudante la sargento Barbara Havers, demuestra su talento para el relato breve con cinco historias de misterio que combinan la intriga, la sátira y el horror con sabia maestría. Cada uno de los relatos cuenta con una sugerente introducción donde la autora evoca el proceso de creación de los mismos.

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Elizabeth George Recuerda que siempre te querré Susan Elizabeth George 2001 - фото 1

Elizabeth George

Recuerda que siempre te querré

© Susan Elizabeth George, 2001

Titulo en inglés: I, Richard

EXPOSICION

Introducción a “Exposición”

En un principio escribí este relato para Sister in Crime [Hermanas en el crimen] (volumen II), y con intención de inspirarme asistí a dos cursos de verano en la Universidad de Cambridge a través de un programa que ofreció la UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles. El primer curso lo hice en 1988, se llamaba «Las casas de campo de Gran Bretaña» y de él obtuve la idea inicial para un relato que titulé «La evidencia expuesta». El segundo curso, realizado en 1989, era un monográfico sobre William Shakespeare, y en él se hacía una curiosa y caprichosa aproximación a este autor, pues se le consideraba un marxista encubierto. Por forzada y anacrónica que resulte tal aproximación, acabó convirtiéndose en parte de los cimientos para una novela que escribí bajo el título de For the Sake of Elena [Por amor a Elena] y que estaba ambientada en Cambridge.

«La evidencia expuesta» fue mi primer intento de escribir una historia criminal breve. Era también el primer relato corto que yo había escrito en veinte años más o menos. Y fue un buen intento, aunque nunca me satisfizo por completo. En realidad poco después de su publicación comprendí que había matado a la persona que no debía, y me propuse volver a escribir la historia si alguna vez se presentaba la ocasión.

En el intervalo ocurrieron muchas cosas en mi vida. Por un motivo u otro siempre me veía obligada a cumplir primero los contratos de otras novelas, a impartir cursos o a llevar a cabo investigaciones. Alguna vez, incluso, se me pidió que escribiera relatos cortos, y si esa petición coincidía con alguna idea que yo creyera podía ocupar menos de seiscientas páginas, me aplicaba de nuevo a la labor y afrontaba el reto que suponía para mí trabajar con dicho formato.

Finalmente mi editor sueco quiso publicar un pequeño volumen con mis relatos, que por entonces eran sólo tres. Accedí a ello. Mi editor inglés descubrió el libro y me sugirió publicarlo en inglés. Lo mismo hicieron a continuación mis editores alemán y francés. Y muy poco tiempo después mi editor americano quiso hacer lo mismo. Llegados a ese punto comprendí que era el momento apropiado para reescribir «La evidencia expuesta», así como añadir a aquella pequeña recopilación dos relatos más que había estado madurando desde hacía tiempo.

En consecuencia, me puse a la tarea de revisar y volver a escribir la historia breve, y lo que el lector tiene aquí por primera vez es la nueva versión de aquel relato antiguo, que estaba escrito de una forma mucho más torpe.

Estoy bastante satisfecha del resultado. El relato posee un nuevo punto de vista y la víctima es otra. Y Abinger Manor tiene un nuevo propietario. Pero los demás personajes son los mismos.

Exposición

Cuando tiempo después los miembros de la clase de Historia de la Arquitectura Británica pensaran en el asunto de Abinger Manor, todos coincidirían en que Sam Cleary era el candidato que más probabilidades tenía de que lo asesinaran. Ahora bien, ustedes tal vez se pregunten quién iba a querer matar a un inofensivo profesor universitario americano de botánica que, al menos en apariencia, no había hecho nada más que ir a la Universidad de Cambridge en compañía de su esposa para participar en un curso de verano en St. Stephen's College. Pero justo eso, el hecho de que su esposa lo acompañase, es el meollo de la cuestión. El viejo Sam (un hombre de setenta años por lo menos, elegante en el vestir, con cierta inclinación por las corbatas de pajarita y las chaquetas de tweed incluso en mitad del verano más caluroso que Inglaterra haya visto en décadas) tenía tendencia a olvidar que su cónyuge Frances lo había acompañado a Cambridge para tener también esa misma experiencia. Y cuando Sam se olvidaba de que Frances se hallaba allí, su mirada empezaba a vagar de un lado a otro a fin de tomar un muestreo visual de las demás señoras. Parecía un acto reflejo en aquel hombre.

Frances Cleary podría haber pasado por alto este muestreo visual. Al fin y al cabo tampoco pretendía que su marido anduviese por Cambridge con los ojos vendados, y allí en verano se ven tantas señoras estupendas como moscas en mayo. Pero cuando le dio por pasarse largas veladas en el pub del college entreteniendo a Polly Simpson, una compañera de clase de ambos, con toda suerte de anécdotas que iban desde su infancia en una granja de Vermont a sus años en Vietnam, donde, según Sam, él solo había salvado a todo el pelotón… bueno, aquello fue demasiado para Frances. Polly no sólo era lo bastante joven como para ser nieta de Sam, sino que además, si se me permite la expresión, estaba de muerte: guapísima, rubia y curvilínea como la pobre Frances no lo había sido ni en sus mejores tiempos.

De modo que cuando la noche anterior al Día en Cuestión Sam Cleary y Polly Simpson se quedaron en el pub del college hasta las dos de la mañana riendo, conversando, bromeando y tronchándose de risa como si fuesen niños, cosa que, en efecto, Polly seguía siendo a los veintitrés años, y comportándose como individuos con Algo Específico en la Mente, Frances decidió que era el momento de tener unas palabras con su marido. Y no fue éste el único que las oyó.

Noreen Tucker fue la encargada de dar noticia de tan delicado tema a la mañana siguiente a la hora del desayuno. La había despertado el sonido del disgusto cada vez mayor de Frances a las 2:23 de la madrugada, y el sonido del disgusto cada vez mayor de Frances la había mantenido despierta exactamente hasta las 4:31. Y a esa hora un portazo había marcado la decisión de Sam de no seguir escuchando las acusaciones de hombre insensible, sin corazón, y de infidelidad insidiosa que le echaba en cara su esposa.

En otras circunstancias cualquiera que hubiese oído todo aquello sin querer habría guardado el secreto del contratiempo matrimonial. Pero a Noreen Tucker le gustaba ser el centro de la atención. Y como hasta el momento no se le había hecho demasiado caso en los treinta años que llevaba dedicándose a escribir novelas de amor, trataba por todos los medios de conseguir el reconocimiento de la audiencia.

Y eso fue lo que intentó hacer la mañana del Día en Cuestión mientras otros miembros de la clase de Historia de la Arquitectura Británica se hallaban reunidos compartiendo el pan en el lóbrego comedor de St. Stephen's College. Vestida con ropa de Laura Ashley y un sombrero canotier de paja, pues albergaba la errónea creencia de que pretender aparentar juventud equivalía a ser joven, Noreen hizo partícipes a los presentes de los detalles más destacados de la discusión que había tenido lugar aquella madrugada en la habitación de los Cleary. Se inclinaba hacia delante mientras miraba a escondidas a derecha e izquierda para subrayar tanto la importancia como la naturaleza confidencial de la información que les iba a proporcionar.

– No podía dar crédito a mis oídos -les explicó casi sin aliento a sus compañeros a modo de resumen-. ¿Quién tiene un aspecto más tranquilo que Frances Cleary? Decidme, ¿quién? ¿Y quién iba a creer que conociera siquiera la existencia de semejante lenguaje…? Es que me quedé de piedra al oírlo, de veras. Me sentí completamente avergonzada. No sabía si ponerme a dar golpes en la pared para que se callase o salir a buscar ayuda. Pero imagino que el portero no habría querido involucrarse aunque yo hubiese ido a buscarlo. De todos modos, si me hubiera decidido a meterme por medio, siempre cabía la posibilidad de que Ralph, aquí presente, se hubiese visto obligado a intervenir para defenderme, ya sabéis. Y yo de ninguna manera podía arriesgarme a ponerlo a él en peligro, ¿no os parece? Quizás Sam le hubiese pedido que saliera de la habitación, y Ralph, aquí presente, no se encuentra en condiciones de meterse en una reyerta con nadie. ¿Verdad, cariño?

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