Agustina Restucci - La Mesías

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¿Hasta dónde serías capaz de llegar para encontrar la verdad?
España, siglo XVII, soy llevada a trabajar a un monasterio en las afueras de Tarifa. En poco tiempo me doy cuenta de que mi vida no volverá a ser la misma. Detrás de los muros se esconde una Logia. Se reúnen en secreto por las noches y realizan sacrificios humanos. Están buscando algo que les fue prometido tiempo atrás en forma de mensaje divino, y dispuestos a hacer cualquier cosa para encontrarlo. Sin pensarlo me convierto en su cómplice y principal colaboradora. La recompensa es demasiado grande como para ignorarla. Buscan sabiduría e inmortalidad.
¿Qué harías si fueras capaz de encontrar la respuesta a una pregunta universal? ¿Te atreverías a escuchar una historia que lo cambiaría todo? Si tu corazón se aceleró un poco, no somos tan diferentes. Estas son mis memorias, las de alguien común que ahora está obligada a compartirlas, las de alguien que sin quererlo, se convirtió en la mesías.

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Miré a la abadesa intentando buscar una explicación, pero no dijo nada. Aunque evitó mi contacto visual, su seguridad no mermó. Con firmeza y autoridad me alcanzó un balde y un trapeador.

—Necesito que te ocupes de mantener este lugar lo más limpio posible–me dijo antes de irse.

Casi sin darme cuenta me quedé sola. Mis rodillas temblaron ante la posibilidad de dar un paso. Permanecí inmóvil intentando asimilar lo que veía. Después de un rato, comencé a limpiar. Puede sonar raro, hasta cómplice, pero no tenía otra alternativa. Acomodé los restos humanos en los rincones según mi lógica. Brazos por un lado, órganos por el otro. Limpié el piso con entusiasmo, hasta absorber la última gota de sangre. La viscosidad de los restos hacía que mi tarea fuera ardua. Podía pasar el trapo una y otra vez por el mismo lugar que no lograba absorber la sangre en su totalidad. Pero no me di por vencida. La idea de compartir un secreto con la abadesa me mantuvo motivada. Cuando consideré que había hecho un buen trabajo, volví exhausta a mi cuarto. Me sorprendí de la inacción de mi conciencia. Atribuí el fenómeno a la tranquilidad de estar cumpliendo una orden de la abadesa. Si ella quería que lo hiciera, no había razón para cuestionarlo, o para creer que estuviera mal. Ella era la representación de Dios para mí, y para todo el monasterio.

A la mañana siguiente encontré el desayuno en mi escritorio, y un cambio de delantal para que pudiera lavar el otro. Sonreí por la sensación de estar siendo cuidada. No pude recordar cuándo había sido la última vez que alguien se había ocupado de mi ropa y de mi comida. Una ola cálida invadió mi cuerpo. Cuando salí la abadesa me estaba esperando.

—Buen trabajo–me dijo, antes de darse media vuelta.

Sentí orgullo de mí misma, y devoción por ella. Repetí el camino que había hecho el día anterior, solo que esta vez lo hice sola. La reja de la bóveda estaba abierta. Cuando entré, me encontré con un escenario aún más escabroso. Esta vez eran ojos y lenguas las que ornamentaban las dos mesadas de madera en el centro del claustro del sub suelo. En el piso, fluidos de todo tipo y color intentaban filtrarse por mis zapatos. Los faroles que iluminaban el lugar titilaban haciendo la vista dificultosa. A pesar de la barbarie, me puse a trabajar sin cuestionar nada. En cierto punto, la realidad era que, o me ocupaba de eso, o terminaba en la calle, y debo confesar que con el tiempo, empecé a disfrutarlo. Había algo en el conocimiento que me atraía. Saber lo que había dentro de cada uno de los cuerpos me hacía sentir diferente, con cierto dominio. La complicidad con la abadesa aumentaba mi sensación de superioridad. Mi mente había logrado procesarlo todo con cierta sencillez, aunque había un solo detalle que me faltaba resolver antes se volcarme de lleno a mi nuevo trabajo. No lograba entender de dónde venían los cuerpos mutilados, ni qué hacía con el resto de los desechos. Estaba segura que debía haber más gente involucrada.

A unos kilómetros de distancia, todavía en tierras del monasterio, había una casa precaria. Era la originaria de la propiedad, donde hacía muchos años había vivido un matrimonio de granjeros. Ahora funcionaba allí un hospicio a cargo de las monjas. Albergaban a todo cristiano que por su condición, fuera imposibilitado de vivir en sociedad. Muchas mujeres daban a luz a hijos ilegítimos. Según tenía entendido había también enfermos mentales, personas deformes y ese tipo de cosas. Sospeché desde un principio que las víctimas debían venían de ahí. Era por una cuestión de lógica. Nadie reclamaría sus cuerpos, ni siquiera sus vidas. Decidí que sería una buena idea, acercarme a espiar qué ocurría allí. Lo hice una noche sin luna, aprovechando mi capacidad de adaptación a la oscuridad. Después de limpiar baldes de sangre durante todo el día, me fui como siempre a mi cuarto a esperar la cena. Una de las monjas era la encargada de llevarme todas las comidas a mi habitación. Un par de horas más tarde, rompí las reglas y salí. Las paredes frías del monasterio aceleraron mi paso. Caminé descalza hasta franquear toda la edificación. Cuando llegué al jardín, percibí movimiento en el claustro vecino. Fue en ese momento que mis planes cambiaron. Debía averiguar quién estaba merodeando por mi lugar de trabajo. En pocos segundos estaba en la iglesia. Decidí que lo mejor sería avanzar agachada, para no ser descubierta. Encontré el escondite perfecto detrás de una de las columnas laterales, cerca del muro de separación. La luz de las velas no lograba exponerme. A pocos metros en cambio, una docena de candelabros iluminaba una escena diferente. Me sorprendí al ver a varios hombres trabajando. Estaba al tanto de que la mayoría de las labores de construcción se estaban efectuando de noche, a pedido de la abadesa. Había un labrante encargado de surcar detalles decorativos en las rocas que rodeaban las paredes y las columnas, un vidriero trabajando en los vitrales y algunos hacedores de instrumentos, intentando perfeccionar la acústica debajo de una de las cúpulas. Observé sus tareas con detenimiento. Quise sumarme a cualquiera de sus artes, pero mi intuición me dijo que no sería bienvenida. Desde mi ángulo en la oscuridad, pude ver movimiento en mi cuarto de limpieza. No tenía forma de acercarme, pero pude percibir que se trataba de la abadesa. Pasaron unos minutos hasta que la vi salir sin su cofia, con su pelo atado en una cola y sus manos ensangrentadas. No fue la sangre lo que me perturbó, sino su actitud. En ese momento no era una monja. Llevaba un delantal blanco y botas de cuero hasta la rodilla. Con uno de sus antebrazos secó el sudor de su frente. Los artistas en ningún momento se incomodaron. Estaba claro que eran partícipes, o por lo menos colaboradores.

—Nada–dijo desilusionada.

El labrante encogió sus hombros.

—Será la próxima–respondió mientras apoyaba sus cinceles en el piso para incorporarse.

Se acercó a la abadesa y la besó en la frente. Mientras tanto, mi corazón se detuvo. Era demasiada información para procesar. Pensé en las condiciones requeridas para ser abadesa, y dudé de la integridad de su cuerpo. El vidriero se adosó para completar en trío.

—El horno ya llegó a la temperatura, traigan las partes que quieran disolver–dijo.

La abadesa y el labrante acercaron lo que quedaba de un cuerpo al horno. Hasta ahora estaba convencida de que la función del fogón era la de fundir los elementos para formar los vidrios de colores, pero estaba equivocada. Tiraron los desechos ahí, y los observaron desparecer. Los tres parados frente al horno calcinando la carne parecían en éxtasis. No se movieron de sus lugares hasta que el espectáculo terminó. A pocos metros los dos luteros seguían afilando violines. Era una escena apocalíptica, era el quinteto siniestro. Sentí un impulso enorme de rechazo, acompañado de uno de fascinación.

Me retiré a mi cuarto atónita, pero con una convicción imperante. Quería ser parte del grupo, necesitaba sumarme a lo que fuere que estaban haciendo ahí. Me convencí de que mi llegada al monasterio no era una casualidad, estaba destinada a pertenecer a esta logia del inframundo. La perversión en mi interior afloró con fuerza. Ahora tenía un objetivo e iba a hacer todo para lograrlo.

2

Las noches se volvieron mi escuela. Me escondía y observaba todo lo que ocurría en esa iglesia. Las interacciones entre los miembros del quinteto me revelaron la premisa de que en el arte todo vale. Pude aprender que la intención detrás de la quema de los cuerpos no era solo el encubrimiento, sino la maestría. La coloración lograda en los vitrales era consecuencia de los óxidos de distintos metales disueltos con el vidrio caliente. El sulfuro de cadmio daba amarillo, el cobalto el azul, el rosa se lograba con oro, y con los huesos humanos, el prisma de colores era infinito.

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